La semana que viene la editorial Páginas de espuma pone a la venta el nuevo libro de relatos de Alberto Marcos, donde se atreve a proyectar un modo novedoso de mirar la masculinidad, en este mundo donde tan necesario parece ser el debate sobre qué demonios es ser hombre. Los cuentos de Hombres de verdad rascan la superficie de un debate que puede parecer oportunista para adentrarse en los miedos y ansiedades, en las esperanzas y los deseos que compartimos todos, sin que estén determinados por lo que tenemos entre las piernas o entre ceja y ceja. Esperamos que este cuento lance a los lectores a buscar el resto de los que componen la colección en su librería de confianza, o en una que les genere desconfianza, que tampoco es necesario andar siempre con estos remilgos.

 

Mi hijo empotró su Golf contra la mediana de la A-6 tras beberse una botella de tequila durante la fiesta de graduación de Bachillerato. Le acompañaban en el coche dos chicas de su clase, que no sufrieron traumatismos de gravedad. Me pregunté si al tener el accidente iba en dirección al Casino de Torrelodones a gastarse los quinientos euros que su madre y yo le habíamos dado esa tarde junto a la pluma estilográfica bañada en plata de ley. Sentado a su lado, mientras yacía inconsciente en la cama de la uci, traté de no perder la cordura con los porqués. Entonces, sin razón aparente, recordé mi encuentro con Barbie y Mariposa.

Yo había viajado desde Madrid a Malabo enviado por mi empresa para arreglar unos problemas de la petrolera americana que teníamos como cliente. Mi estancia en la ciudad se me hizo muy corta, a pesar del calor húmedo y de las dificultades de una sociedad dictatorial y corrupta. Madrugaba el primero, bajaba somnoliento a la cocina de la cómoda y funcional casa que compartía con otros trabajadores de la delegación del bufete en el país, y saludaba a Estrella, la cocinera de etnia bubi encargada de nuestras comidas, que me recibía siempre con café, grandes y jugosos tacos de piña fresca y una interminable ristra de sonrisas charlatanas. Gracias a ella aprendí, por ejemplo, que cuando las mujeres locales presumen de llevar aguacate en el pelo no se refieren a ningún champú o mascarilla capilar sino a las costosísimas extensiones de cabello humano que se importan desde una tienda especializada situada en la calle Aguacate, en el barrio madrileño de Carabanchel. Ese tipo de información era para mí mucho más indicativa de los lazos de dependencia de Guinea con su antigua metrópoli que los informes comerciales con los que bregaba todos los días en la oficina.

Por lo demás, mi vida social se reducía a cenas en hoteles y alguna copa en clubes nocturnos a los que acudían empresarios expatriados y miembros de las delegaciones diplomáticas. Pero una noche todo eso cambió cuando uno de mis compañeros del bufete propuso tomar la última en un chamizo de locales a las afueras, pegado a un secadero de cacao abandonado. Yo estaba de mal humor, añoraba a mi familia y quería meterme en la cama; me retiré a un rincón con una cerveza mientras mis compañeros disfrutaban de la sospechosa atención con la que habían sido recibidos por algunas mujeres. Al poco rato dos chicas me flanquearon y preguntaron mi nombre. Chasqueé la lengua con fastidio. Eran muy jóvenes, quizá preadolescentes, de cuerpos rectos y delgados, casi sin desarrollar, y vestían camisetas de colores chillones, con dibujos animados y lentejuelas, y vaqueros raídos a la moda. Se presentaron como Barbie y Mariposa con el tono altivo e impostado de una diva. Ante mi desinterés y creciente impaciencia, una de ellas me dijo displicente que yo era un hombre «de sonrisa corta», lo que despertó de súbito mi curiosidad, ya que nunca nadie me había definido con tanta precisión en tan pocas palabras. Pidieron –exigieron más bien– que las invitara a un trago. Ambas llevaban el pelo no demasiado largo, crespo y duro, de punta, y maquillaje estridente en boca y párpados. Hablaban pausando las palabras, sobreactuando, intercalando expresiones en francés sin miedo a que la sofisticación sonara artificial. Supe por qué se parecían tanto la una a la otra.

–Somos hermanas, diecinueve y dieciocho años –dijo Barbie plantándole un beso teatrero en la boca a Mariposa–. Y no hay nadie en toda Guinea más guapa que Barbie y Mariposa. Tú no lo sabes porque no eres de aquí, pero somos famosas. Cantamos y bailamos y componemos nuestras propias canciones. ¿Quieres escucharlas? Mariposa, canta y demuéstraselo al españolito tonto.

A pesar del ruido de fondo en el bar, me llegó su melodía triste, un romance fracasado, la huida de la tierra, horizontes de esperanza. Esperaba algo frívolo, sarcástico, mordaz, como eran ellas. Cuando Mariposa terminó aplaudí con ganas y, satisfechas, volvieron al tono soberbio y juguetón. Me explicaron que un día serían unas cantantes conocidas en toda África, y después grandes actrices respetadas alrededor del planeta.

–¿No crees a Barbie y Mariposa? –rio una de ellas–. Pues debes saber, mon chérie, que ganamos el concurso de Miss Rebola, el de nuestro pueblo. Una quedó primera, la otra segunda. Ofrecimos la corona a la virgen de Montserrat, la patrona de Rebola, que es española, pero negra como nosotras. Y desde entonces nadie se ríe de Barbie y Mariposa.

Siguieron parloteando, infantiles y seductoras, sobre sus sueños, sus novios, las envidias que despertaban, los corazones que rompían. Yo dudaba de sus historias, claro, pero estaba subyugado por la seguridad y entusiasmo con que las contaban; hipnotizado por la sensualidad de sus movimientos, el descaro de sus miradas. Y no mencioné –no importaba y habría roto el encanto– que había descubierto hacía rato que no eran chicas sino muchachos.

Al día siguiente, durante el desayuno, recordé que Estrella era de Rebola, así que le pregunté por el concurso de belleza de su pueblo. Por supuesto que conocía a Barbie y Mariposa, aseguró ante mi sorpresa.

–Y le mintieron, señor. Barbie y Mariposa se presentaron al concurso de Miss Rebola, oh sí, pero no ganaron, fueron expulsadas. Porque no son mujeres, son hombres, aunque hagan cosas de mujer. Las conocemos muy bien, oh sí. Se juntan con hombres por las noches, ¿no le contaron eso? ¿Ni las palizas que reciben cuando algún inocente se da cuenta del error? Incluso han denunciado a esos incautos, cuando debería ser al revés. Yo digo: si te metes donde no eres bien recibida, luego no te quejes ni vayas poniendo denuncias por ahí. Que no me gusta la violencia, señor, oh no, pero hay que entenderlo. A ellas les da igual, montan escándalos; ¡qué vergüenza su madre! ¡Y sus pobres hijos, criaturitas!

–¿Hijos? ¿Quieres decir que son madres? Quiero decir… padres.

–Sí, los dos, pero nadie habla de eso. Los niños viven con sus madres, que no quieren saber nada de ellas. El mundo está loco, señor, que hagan lo que quieran, pero que no toquen a nuestros maridos. Se ponen extensiones, se pintan las uñas… ¡Y son hombres! –Estrella dudó un momento, confundida–. Pero no son hombres de verdad.

Recordé la firme determinación de Barbie y Mariposa al contarme sus planes de futuro, el orgullo ardiendo tras las pupilas negras.

Estrella se equivocaba, pensé frente a mi hijo rendido, mientras le cogía la mano y la apretaba con desesperación.

 

Alberto  Marcos  (1977)  nació  en  Madrid.  Es  licenciado  en  Historia.  Fue  redactor  y  guionista de  televisión, una labor que compaginó con diversos  trabajos como autor y  corrector  para  diferentes  editoriales.  Actualmente,  trabaja  como  editor  en  Penguin Random House, en el sello de Plaza & Janés, y da clases de edición en el máster de la  Universidad  Autónoma  de  Madrid  y  en  el  de  Gestión  Cultural  de  la  Universidad  Complutense  de  Madrid.  En  2013  publicó  La  vida  en  obras  en  Páginas  de  Espuma.  Hombres de verdad es su segundo libro de cuentos.