La situación histórica en la que nos vemos inmersos ha devuelto a la actualidad más aún si cabe dos novelas que el año pasado celebraron aniversario aunque nadie pareció darse cuenta de ello. Gustavo Ferreyra publicó El amparo hace veinticinco años y El desamparo hace veinte, y parecen escritas ayer mismo, es más, parecen darnos pistas sobre cómo entender el futuro que nos va atrapando.
Resulta un tanto pasmoso, y hasta cierto punto intrigante, el hecho de que cumpliéndose como se cumplieron el año pasado, 2019, el vigésimo quinto aniversario de la publicación de El amparo y el vigésimo de la de El desamparo, la dos primeras novelas de un autor tan reconocido hoy como Gustavo Ferreyra, nadie se hiciera eco de ello. De hecho, en un mail privado con el autor donde se lo comentaba hace unos meses, me di cuenta de que ni siquiera él mismo se había dado cuenta de ello. Y, más allá del hecho de que ese cuarto de siglo o dos décadas haya comenzado a convertir a ambas novelas en pasto de la Historia, los hechos que hemos vivido, y estamos viviendo en el presente, tanto la pandemia como el confinamiento, las han tornado, de modo algo paradójico, en dos novelas tremendamente actuales, casi, pudiera pensarse, parecen escritas ayer mismo, sacándole tiempo a la cuarentena.
Que Ferreyra es uno de esos autores que fascina a sus compañeros de gremio es algo sabido. Fabián Casas ha dicho en muchas ocasiones que le fascinan las novelas de Ferreyra, Kohan no dudó a la hora de considerar La familia como una de las mejores novelas de la literatura argentina, pero no solo ellos, también Jarkovski, Oliverio Coelho, y también los escritores transformados en editores en ese proyecto quimérico y algo antojadizo que es Club 5 son un buen ejemplo de ello, ya que se animaron a recuperar El amparo hace ya tiempo. Pero esa es un arma de doble filo, ya que la devoción de los colegas pareciera levantar en torno a la obra de un autor una aureola de cierto elitismo propio de los que son valorados, ante todo, por sus pares, como si el lego no estuviera preparado para sumergirse en la propuesta. Y eso es algo tremendamente injusto para una obra tan engañosamente sencilla como la de Ferreyra. Sus libros parecen ceñirse a la narración de unos hechos, a la construcción de una realidad casi siempre turbadora que le permite investigar pliegues y recovecos del alma humana que preferimos no ver o no enfocar en nuestras rutinas cotidianas. Ferreyra tiene la capacidad de plantear mundos que parecen contraponerse a la realidad cuando en realidad dicha oposición lo es solo de modo cosmético, ya que esos mundos alejados de la concepción de lo realista que tenemos están siempre transidos de una cuota de materialidad y de presente que se hace cada vez más tangible cuando reflexionamos sobre ellos. Acaso la menos mediada de las ficciones de Ferreyra fuera El director, donde el repaso a la Historia reciente argentina era más inequívoco, y pese a ello recurría de modo premeditado a la idea del trampantojo de la ficción, de la ficción injertada en lo real que, como bien sabe cualquier lector atento, no es más que una representación de la relación que se establece entre la literatura y esa ficción consensuada a la que hemos dado en llamar realidad y que, de no estar construida en torno a relatos y ficciones no podría ser modificada del modo tan sistemático en que, por ejemplo, la atacan y deforman los medios de comunicación. La realidad está urdida de ficciones, y la ficción de Ferreyra está cosida con la realidad, y eso no es algo nada sencillo de conseguir, y acaso sea ese el motivo de la devoción que tantos autores sienten por sus libros.
Pero todo ese camino se inició con una novela que horada en la mente del lector para hacerse un hueco del que no puede ser extraída nunca: El amparo. La primera vez que leí esta novela, lo puedo recordar nítidamente, la llevé conmigo a una terraza donde estuve tomando algo y sumergiéndome en la ficción que la novela propone. El camarero, simpático y dicharachero, y posiblemente aburrido, preguntó de qué trataba el libro que me tenía tan abstraído. Así que se lo resumí: trata de un tipo, llamado Adolfo, con una boca enorme, que entra a trabajar interno entre la servidumbre que atiende una casa aislada y encargarse de ser quien se coloca de rodillas con la boca abierta para recibir en ella los carozos de que se tuviera que deshacer el señor de la casa al comer según el menú, un día le retiran del puesto y pasa a ser un simple limpiador y vive con ansiedad esa degradación hasta que logra retornar a su puesto. La cara del camarero posiblemente fuera muy parecida a la que pueda apoderarse del rostro de cualquiera que escuche así, sin tener la menor idea del argumento de la novela o de quién la ha escrito, un breve resumen de la misma. Y, sin embargo, bajo esa insólita y chocante sinopsis, late una de las novelas más inquietantes de la literatura argentina, que explora como muy pocas han hecho las relaciones de poder, la paranoia y la soledad en las relaciones laborales, el aislamiento y la falta de lazos emocionales, porque si algo sobrevuela toda la novela es la frialdad y cierta carencia de sentimentalidad que llega a resultar opresiva para el lector. Esa recreación de una vida de espacios interiores, donde lo externo es a un tiempo algo tentador y una amenaza, y donde la falta de conexión con el mundo exterior no es sino un fiel reflejo de la ausencia de afectos entre los trabajadores, que viven únicamente preocupados por el escalafón dentro de la servidumbre y el mantener el afecto del señor de la casa, resulta mucho más hiriente a la luz de un aislamiento en el plano de lo real, del espacio que ocupa el lector que transita por el libro, y contempla aterrorizado el mundo de la novela donde la afectividad ha sido extirpada por completo. Un mundo donde no exista el sufrimiento no por el triunfo de la bondad, sino por haber cercenado toda posibilidad de sentir, dejando como único horizonte vital el del reconocimiento de unos seres superiores que lo son de modo inamovible e inexplicable, como si se tratase todo de un fiel reflejo metafórico o simbólico de la realidad.
Si el retrato que hacía Ferreyra de la sociedad era desolador en El amparo, en su siguiente novela, El desamparo se intensifica más aún la sensación opresiva y de falta de todo espacio para el desarrollo del amor y cualquier tipo de cariño o afecto. Los dos protagonistas de El desamparo son estudiantes universitarios que se mueven en un contexto desolador: algún tipo de epidemia o de enfermedad contagiosa afecta al mundo, y hay una separación física, con controles de acceso, entre unos espacios y otros por los que se mueven los habitantes de un país y una ciudad nunca concretados, un futuro hipotético o especulativo que, sin embargo, parece estar a la vuelta de la esquina y que carece de marca alguna de ciencia-ficción o futurismo, y que ubicamos en el porvenir por la única razón de que no podemos anclarlo en ningún momento del pasado reciente. La vida dentro de las zonas donde no se ha extendido la epidemia, en las que transcurre la novela, tampoco parece especialmente esperanzadora. Fabián Casas, cuando habló de esta novela a los pocos años de su aparición la ubicaba dentro del realismo alucinatorio de toda la obra de Ferreyra, y no iba nada desencaminado. Marcos, estudiante de medicina, vive obsesionado con que tiene otro rostro en su nuca que no puede controlar, lo que en la novela aparece diagnosticado como bifrontismo, pero pese a ello más o menos encarrila su vida casándose con una chica a la que conoce casualmente y se interna en un rito de iniciación dentro de la facultad que pasa por sumergirse en el canibalismo. Sobrevive vendiendo sus vómitos a un laboratorio, hecho que oculta a todos. Con estos mimbres tan inquietantes va hilando Ferreyra una novela donde la falta de orden, de ciertos cosmos que explique el mundo en el que se mueven los personajes, refuerza la idea de la necesidad de un refugio donde poder resguardarse de la aspereza y los vaivenes de la vida, sí, pero también de las heridas que permitimos que nos hagan los que tenemos más cerca. Y es en medio de esa pertinaz sensación de falta de abrigo, de vivir en una constante intemperie emocional, en la que Marcos acepta un trabajo que lo lleva, al final de la novela, a encontrarse frente a una casa aislada donde entrará a trabajar dentro del servicio y en cuya puerta se encuentra a un tipo con una boca enorme llamado Adolfo. Ese cierre, que conecta ambas novelas argumentalmente, presentando así los hechos de El desamparo como los anteriores a El amparo, y entregando así al lector ese mundo exterior agresivo que en la primera novela aparecía apenas insinuado, no es sino una consecuencia lógica de la unidad estilística, y sobre todo filosófica, que las ata. Una unidad, por cierto, que las convierte en la que acaso sea la representación más desoladora que ha dado la literatura argentina en muchos años.
Y, pese a ello, pese a la irrefrenable sensación de angustia y ahogo que el lector experimenta cuando transita por ambos libros, sería absurdo recomendarle que no se lanzara a por ellos. La lectura de ambos títulos es imborrable, y arrojará con seguridad a los lectores en brazos del resto de la producción de Ferreyra, que ha sabido además, en los últimos años, ir enhebrando una serie de novelas donde aparece un personaje recurrente, Piquito, al modo del Conejo de Updike, que termina haciéndose una más de las presencias del mundo del lector. Aunque, por no desviarnos de sus dos primeras novelas, es en ellas donde se instauran no ya solo el tipo de espacios o de temáticas de su obra, sino sobre todo su enfoque, ese realismo que sospecha de la realidad, o al menos de la posibilidad de narrarla, y que es el terreno de lo incierto donde no solo se ubican los personajes, el narrador o el autor, sino también los lectores que se atreven, y acaso en el pecado llevan la penitencia, de introducirse en sus libros. Ahora bien, ojalá fueran así todos los castigos.
Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor, crítico y traductor. Su libro más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países y una digital de alcance global, y Mezclados y agitados. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.
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