Gracias a la generosidad de Punto de Vista Editores, que ha tenido a bien compartirla con los lectores como muestra del interesantísimo libro de Reina Roffé Voces íntimas. Entrevistas con autores latinoamericanos del siglo XX, donde se reúnen entrevistas con catorce autores fundamentales para entender el canon Latinoamericano, podemos poner a disposición una conversación con el que quizás haya sido el pensador más profundo y original de la diferencia caribeña, además de profuso autor de narrativa histórica y uno de los pensadores más interesantes, e injustamente poco conocidos, que ha dado la isla. Es por eso que nos resulta tremendamente grato poder ofrecerle a nuestros lectores esta entrevista.

 

La violencia se repite porque las situaciones económicas, sociales y políticas también se repiten. Y es ahí justamente donde veo el rol carnavalesco de la cultura, es decir, repetirse para conjurar la violencia, que es la razón de ser del carnaval.
Antonio Benítez Rojo

 

Usted ocupó cargos de relevancia durante la primera etapa de la Revolución cubana. Fue director del Centro de Estudios Caribeños de la Casa de las Américas, dirigió la Casa del Teatro del Consejo Nacional de Cultura. Ya en 1959 entró en el primer gobierno revolucionario de Fidel Castro para dirigir el Departamento de Planificación Económica del Ministerio de Trabajo. Era un jerarca castrista. Su mujer también fue, creo, ministra de Seguridad Social. ¿Qué hizo que usted buscara asilo en Estados Unidos en 1980?

Pienso que lo mejor es dar algún contexto a esta pregunta.  A mediados de 1950, yo estudiaba Ciencias Comerciales en la Universidad de La Habana y, como la gran mayoría de los cubanos, estaba en contra de la dictadura de Fulgencio Batista. Me interesaban mucho la planificación económica y la econometría, es decir, la aplicación de las matemáticas y la estadística a los planes económicos. Estas disciplinas estaban, entonces, muy en boga. El mundo atravesaba por el período de descolonización que siguió a la Segunda Guerra Mundial y se trataba de acelerar el desarrollo económico de los nuevos países. Mi sueño era contribuir en la medida de mis posibilidades a esta gigantesca tarea. Me alegré mucho al saber que se me había concedido una beca de las Naciones Unidas para estudiar estadísticas de trabajo y de población en los Estados Unidos, estudios necesarios para solicitar trabajo como uno de los técnicos que la Organización Internacional del Trabajo enviaba al Tercer Mundo. Concluidos estos estudios en Washington y en México, me di cuenta, por las noticias que llegaban de Cuba, de que la dictadura de Batista estaba por caer debido a la lucha revolucionaria de Fidel Castro, lucha no solo apoyada masivamente por el pueblo, sino también por sectores políticos, financieros y empresariales. Así las cosas, decidí regresar a mi país, que sorpresivamente se abría como posible campo de trabajo. Era el año 1958 y, tras unos pocos meses en que trabajé como planificador de inversiones en la Compañía de Teléfonos, al triunfo de la revolución, entré en el Ministerio del Trabajo como director de estadísticas. Allí conocí a mi actual esposa, Hilda Otaño, una joven y hermosa abogada que llegaría a ser directora —no ministra— de Seguridad Social. Al momento de nuestro matrimonio, ambos apoyábamos la revolución, pero poco a poco fuimos cayendo en el desencanto. El gobierno de Fidel Castro se apartaba cada vez más del ideal que compartíamos, es decir, un gobierno socialista y democrático semejante a los de algunos países de Europa Occidental. La decisión de irnos al extranjero la tomamos de un día para otro. El médico que atendía a nuestra hija Mari nos dijo que, si se quedaba en Cuba, moriría en unos meses. Hilda, Mari y Jorge, nuestro hijo de un año, lograron salir del país a través de un programa de la Cruz Roja y la Embajada Inglesa. Se radicaron en Boston, ya que allí estaba el hospital especializado que atendía casos como el de mi hija. Cuando me despedí de ellos en el aeropuerto, muy lejos estaba de pensar que no los volvería a ver en muchos años.

 

¿Por qué no se fue con ellos?

Para empezar, el programa que he mencionado me excluía, pues solo se autorizaba a salir a un acompañante, bien el padre o la madre. En segundo lugar, en esos años era dificilísimo salir de Cuba. Para empeorar la cosa, yo ya era un escritor y daba la casualidad de que, a partir de 1968, el país era gobernado bajo una política maoísta llamada «la ofensiva revolucionaria», supuesta condición sociopolítica para producir «el hombre nuevo». Sé que esto ahora suena absolutamente disparatado, pero basta leer los periódicos cubanos de aquella época para comprender el carácter siniestro de esa utopía. En cualquier caso, el odio a los intelectuales se había destapado y el privilegio de viajar que habíamos disfrutado en años anteriores fue cortado radicalmente. No obstante, había una oportunidad. Los premios literarios de la Unión de Escritores y Artistas consistían en viajes a los países comunistas. Si me ganaba uno de ellos, el de cuentos, pediría un viaje donde el avión hiciera escala en Canadá o en las Azores, y allí me quedaría. Así, me puse a escribir día y noche, desesperadamente, hasta completar un manuscrito que envié al concurso. La obra fue premiada en 1969, pero el viaje me fue denegado. No podría reunirme con mi familia hasta 1980.

 

Un accidente (en 1966 debe guardar cama durante cinco meses) desencadena su vocación literaria. Usted mismo dice: «Estaba muy aburrido y comencé a escribir cuentos». ¿La escritura es un instrumento contra el aburrimiento, nace en soledad, se practica contra la soledad?

En mi caso, el escribir fue una vocación despertada en la más temprana niñez. Mi madre tenía que leerme cuentos para que me durmiera, y a los cuatro años, edad en que aprendí a leer, devoraba cuentos de hadas con la misma fruición que si fueran golosinas. Más adelante, mi padre me regaló El Tesoro de la Juventud, obra que se vendía mucho en aquella época. Eran veinte tomos, y cada uno de ellos tenía cuentos, resúmenes de libros célebres, anécdotas heroicas, breves artículos ilustrados sobre la historia de la Tierra y de la naturaleza, en fin, un montón de cosas. También recuerdo otras lecturas didácticas, como las Veladas de la quinta, de Mme. de Ségur, El muchacho moderno y las fábulas de Esopo y La Fontaine. Pero, hasta cumplir los diez años, mi mayor preferencia eran las obras de Emilio Salgari y Julio Verne; también los cuentos fantásticos de Kwaidan, de Lafcadio Hearn.  Entonces, en mi décimo cumpleaños, ocurrió algo así como un milagro. Llegó a mi casa una gran caja de madera. Contenía toda la Biblioteca Sopena, docenas y docenas de libros en rústica, impresos a dos columnas, con obras de Hugo, Dickens, Dumas, Bécquer, Tolstoi, Stendhal, Flaubert, Zola, Alarcón, Pérez Galdós y de cuanto autor uno pudiera imaginar, desde Cervantes y Shakespeare hasta Sarmiento, Poe y Cooper. Me llevó años digerir aquel cúmulo de libros, pues dentro de mi tiempo libre tenían que competir con el baseball, los patines y mis largos paseos en bicicleta. Leía por las noches, hasta muy tarde, y me llevaba las novelas al colegio; las forraba con un papel grueso y anaranjado que se vendía entonces para proteger los textos de estudio, y durante muchas semanas burlé la vigilancia de mis maestros. Pero una tarde, en medio de una clase de geografía, leí el pasaje donde uno de mis héroes literarios, D’Artagnan, moría de un tiro errático al momento de recibir del rey el bastón de mariscal. Empecé a llorar desconsoladamente y, naturalmente, mi argucia quedó descubierta. Como castigo, tuve que escribir tres mil líneas diciendo: «No debo leer novelas en clase». De más está decir que mis notas nunca fueron buenas, aunque me las arreglaba para pasar de año. Pero claro, de la literatura nadie vivía en Cuba, de manera que, al terminar el bachillerato, entré en la universidad a estudiar la carrera de mi padrastro, Ciencias Comerciales, muy útil para ganarse la vida en el mundo de los negocios. No obstante, siempre conservé el hábito de la lectura e incluso, en una ocasión, intenté escribir una novela fantástica basada en El extranjero misterioso de Mark Twain. Después del accidente, llegó un momento en que los días de estar postrado se me hacían insufribles. Por suerte, un amigo me regaló varios libros publicados por Casa de las Américas. Entre ellos había una antología de cuentos de Cortázar hecha por Antón Arrufat. Me fascinaron tanto, que decidí empezar a escribir cuentos fantásticos valiéndome de lápiz, papel y una suerte de atril que me colocaba Hilda sobre el cuerpo antes de irse al trabajo. Así, de esta coyuntura que a muchos parecería desfavorable, nació mi primer libro. De ahí en adelante, la escritura se me hizo una necesidad, si bien nada enfermiza. En mis períodos más productivos, disfruto de excelente salud y nada consigue ponerme de mal humor.

 

Esos cuentos que usted reúne bajo el título de Tute de reyes obtienen el premio Casa de la Américas. La crítica asocia estos cuentos con el realismo mágico. ¿Se siente adscripto a esta corriente?

Esos cuentos fueron escritos en 1966, y Cien años de soledad, la obra que verdaderamente puso de moda esa corriente, fue publicada en 1967. En la época en que empecé a escribir apenas se hablaba de realismo mágico; se hablaba más bien de literatura fantástica. Después, los críticos empezaron a establecer diferencias y a ofrecer definiciones. Pero bien, respondiendo su pregunta, le puedo decir que sí, que en mis tres primeros libros abunda ese tipo de cuento, aunque no tanto en los siguientes. En cualquier caso, en mis novelas siempre hay alguna que otra zona del texto que podría resultar inquietante o producir desasosiego. Por ejemplo, en Mujer en traje de batalla está el pasaje que ocurre en el hospital de Smoliensk. Pienso que cualquier intento de abarcar la realidad de una vida o de un suceso debe explorar rincones aún no iluminados por las ciencias.

 

Con la publicación de su segundo volumen de relatos, El escudo de hojas secas, con el que también gana un premio importante en Cuba, el Luis Felipe Rodríguez de la Unión Nacional de Escritores y Artistas, se da cuenta de que quiere ser escritor, ya no se siente economista. Es cierto que hay escritores que han sido abogados, médicos, que han ejercido distintas profesiones, pero economistas creo que hubo o hay pocos. ¿Existe algún punto de contacto entre ambas disciplinas?, ¿facilitan una suerte de orden para entender ciertos sistemas?

Tanto la economía como las matemáticas me han sido muy útiles. A la primera debo la comprensión del área del Caribe, pues fueron razones económicas las que llevaron la plantación esclavista a Cuba y otras Antillas. Sin comprender bien el mecanismo de la expansión mercantilista y la plantación de azúcar, no es posible interpretar cabalmente la literatura y la cultura del Caribe. En cuanto a las matemáticas, debo a su lenguaje las estructuras de varios cuentos, por ejemplo, las de «La tierra y el cielo» y «Luna llena en Le Cap». Pero, sobre todo, gracias a las matemáticas pude partir de la teoría de Caos para ofrecer en La isla que se repite una interpretación novedosa del mundo caribeño.

 

Recuerdo haber tenido alguna vez la edición cubana de Pedro Páramo y El llano en llamas con un prólogo suyo, creo que se titulaba «Rulfo: duerme y vela». ¿Conoció a Rulfo?, ¿lo entrevistó?

Sí, en efecto, prologué esa edición de Casa de las Américas. También edité una recopilación de textos sobre Rulfo, publicada en 1969, posiblemente la primera que se hizo.  Me llamó la atención entonces el poco material crítico que había sobre su obra. Algunos años más tarde, este ninguneo inexplicable cesó, valorándose su obra como una de las más originales de la literatura en español. Me hubiera interesado mucho conocer personalmente a Rulfo, pero cuando aceptó que lo entrevistara, ya era muy tarde para mí: fue en los días de mi exilio en Europa y en Estados Unidos. Pedro Páramo sigue gustándome mucho; cada vez que la leo, descubro minúsculos pasajes que me resultan nuevos. Junto con Aura, de Carlos Fuentes, y los cuentos de Felisberto Hernández, Cortázar y Borges, es una lectura obligada en el curso que doy sobre el tema de lo paranormal en la narrativa hispanoamericana.

 

Quizá la repercusión internacional de su obra vino de la mano de lo que se ha dado en llamar su ciclo caribeño, la trilogía. Trilogía que se abre con una novela sobre la conquista del Nuevo Mundo, El mar de las lentejas (1984). ¿Cuál es ese mar de fondo que usted quiso mostrar?

La idea de la trilogía surgió durante mis últimos años en Cuba. Al principio pensé que serían tres novelas, pero después de escribir la primera, me di cuenta de que harían falta veinte o treinta novelas —la obra de un Balzac o un Zola— para ofrecer al lector toda la complejidad del Caribe. Entonces, decidí escribir un libro de ensayos, La isla que se repite, y otro de cuentos, Paso de los Vientos. Así y todo, solo conseguí navegar un poco por el Caribe. En realidad, lo caribeño es inalcanzable; es más búsqueda que otra cosa.

 

¿Ese mar caribeño baña por igual todas las costa? ¿Se puede hablar de una identidad común más allá de las diferencias lingüísticas y culturales?

El Caribe excede en mucho sus fronteras geográficas. Hay territorios que se encuentran fuera del mar Caribe y que en la práctica suelen considerarse caribeños. Por ejemplo: Barbados, Guyana, Cayena, Surinam, las Bahamas, las Turcas y Caicos, Veracruz, la Luisiana y una buena parte de Brasil. Así, hay que olvidarse de la geografía y prestar atención a la gran zona socioeconómica y cultural que pudiéramos llamar afroatlántica, periferia que empieza a organizarse en el siglo xv como consecuencia de los viajes portugueses a lo largo de África teniendo como cabeceras europeas primero Lisboa y después Sevilla, que en su momento fueron centros del sistema económico mundial. En realidad, lo que llamamos el «descubrimiento del Nuevo Mundo» no fue más que la continuación de un proceso de expansión europea que empezó por las Madeiras, las Azores, las Cabo Verde y las Canarias, y claro, la costa occidental de África. Estos territorios atlánticos fueron los primeros enclaves de la plantación de azúcar y del tráfico esclavista. Después, en la segunda década del siglo xvi, empiezan a sumarse las Antillas, primero las colonias españolas y bastante más tarde las inglesas, francesas y holandesas. En realidad, al menos a mi juicio, no hay Caribe sin África; es el encuentro de África y Europa en el Nuevo Mundo, donde ya existe el aborigen, lo que funda la identidad caribeña. Las contribuciones de Asia ocurren principalmente a mediados del siglo xix, bien en colonias donde ya se ha liquidado la esclavitud o bien en las que, como Cuba, el alto costo del esclavo hace pensar en la importación de mano de obra asiática. Naturalmente, hay diferencias lingüísticas y culturales en todos estos territorios. Cuando digo que el Caribe es una isla que se repite, me refiero a la repetición de conjuntos de diferencias organizadas por la expansión atlántica, el tráfico de esclavos africanos, la plantación de azúcar y la contratación de trabajadores chinos, indios orientales, javaneses y filipinos.

 

En su ensayo La isla que se repite, usted intenta definir la diferencia caribeña. En esa cultura con componentes africanos, europeos y asiáticos que se expresa en la música, en el baile, ¿hay cantes de ida y vuelta?

Claro que hay cantes de ida y vuelta. En el Caribe hay de todo. Dentro de los complejos del flamenco y de la rumba cubana, hay ejemplos evidentes de esos viajes culturales de ida y vuelta. Incluso la Habanera, nacida en Cuba de la danza criolla, es en España donde tiene más arraigo y desarrollo. Pero ahora que hablo de la Habanera, es interesante observar que su célula rítmica, conocida como «cinquillo» y también como «ritmo de tango», llega a La Habana procedente de Santiago de Cuba, donde había sido llevada por músicos de la colonia francesa de Saint-Domingue al refugiarse allí los que escapaban de lo que hoy llamamos la Revolución haitiana. Esos músicos, en su mayoría negros y mulatos procedentes de las ciudades de El Cabo y Puerto Príncipe, habían introducido ese ritmo africano, al parecer de origen congo, en la contradanza francesa, acriollándola. Pero el asunto no se queda ahí. Un músico de Nueva Orleans, Louis Moreau Gottschalk, viaja a La Habana en 1857 y, al entrar en contacto con Saumell, Cervantes y otros compositores de danzas cubanas, usa el «cinquillo» y una batería de tambores afrocubanos en el estreno de su sinfonía La Nuit des Tropiques, repitiendo este ritmo en varias composiciones suyas. De regreso a Nueva Orleans, imprime obras de Espadero y otros músicos cubanos al tiempo que una banda mexicana, que permanece algún tiempo en la ciudad, interpreta un repertorio de Habaneras. Todo esto contribuye a que el género empiece a ser conocido en Nueva Orleans, al punto que Jelly Roll Morton usa el «cinquillo» en sus primeros ragtimes y W. C. Handy en los primeros blues, digamos el famoso St. Louis Blues. El caso es que este prolífico ritmo también se encuentra en la bomba puertorriqueña, en el beguine de Martinica y en el tanguillo andaluz. En la Argentina, lo vemos pasar de la milonga al tango, género que recupera el nombre original del ritmo. Esta breve historia nos da idea del dinamismo de la cultura del Caribe, que alcanza todavía mayor complejidad al incluir elementos asiáticos. En Cuba, por ejemplo, no era infrecuente que en las congas de carnaval el tema estuviera a cargo de la discordante corneta china. Más aún, en la santería cubana existe una deidad china llamada Sanfancón, conocida como el «changó chino». El culto de changó, en Guyana, también tiene componentes asiáticos que actúan junto a los de orígenes europeos, africanos e indoamericanos.

 

¿Qué es, lo cito, aquello «que se repite incesantemente» de las Antillas, que para usted no son un aglomerado de islas heterodoxas e inconexas, sino una misma isla?

Lo que se repite incesantemente a lo largo de la historia de la región es el artefacto sincrético o, mejor, supersincrético, como digo en La isla que se repite, pues no hay en el mundo sincretismo cultural más complejo que el que existe en el Caribe. Bien mirado, hay una circularidad en todo esto, un flujo y reflujo, un morir y renacer que hace que me imagine el sistema cultural del Caribe como una nebulosa en espiral, la Vía Láctea, donde las distintas expresiones culturales, como si fueran estrellas, se organizan y desaparecen para regresar en otro brazo de la galaxia, siempre construidas con la misma materia estelar del universo, pero siempre diferentes entre sí.

 

La violencia es el gran tema que atraviesa las doce historias de su libro de cuentos Paso de los vientos. ¿La historia de la violencia es una historia permanente en el Caribe?

Hasta ahora ha sido así y no me siento optimista. El Caribe nace de la violencia de la plantación esclavista, del corso y la piratería, de la opresión colonial y de las confrontaciones europeas por controlar parte de la región, situación que incluye a los Estados Unidos y que queda bien representada con la Guerra Hispanoamericana. Su historia, además de la violencia natural de terremotos, erupciones volcánicas y huracanes, está jalonada de violencia social y política, esto es, rebeliones de esclavos, conflictos internos, guerras independentistas, revoluciones y dictaduras de toda suerte. La violencia se repite porque las situaciones económicas, sociales y políticas también se repiten. Y es ahí justamente donde veo el rol carnavalesco de la cultura, es decir, repetirse para conjurar la violencia, que es la razón de ser del carnaval. Así, vamos viendo un mundo que se repite sin experimentar cambios sostenidos en las problemáticas del bienestar social, los derechos humanos, la democracia política, la dependencia económica y otros aspectos negativos. El Caribe ríe, canta y baila, pero llora por dentro. Paso de los vientos era necesario para tocar ese triste aspecto del Caribe. Sin esos cuentos, mi visión del Caribe quedaría incompleta.

 

Para Derek Walcott, el Caribe es «blanco y negro a la vez, tierra de conquistadores y esclavos, lo viejo y lo nuevo en un mismo espacio». ¿Cómo lo definiría usted en pocas palabras?

Sí, convengo con Walcott. Se trata de una paradoja, pero el Caribe es el mundo de las paradojas, ya que por lo general la persona caribeña desea reconciliar las oposiciones que hay a su alrededor: discriminación racial y cultural, opresión política, contradicciones sociales que van desde las de tipo económico hasta las sexuales. Fernando Ortiz, un notable antropólogo cubano, decía que Cuba era «blanquinegra», esto es, una. Pero esta paradoja responde a su deseo caribeño de eliminar las tensiones heredadas del autoritario régimen de plantación.

 

Su nueva novela, Mujer en traje de batalla, presenta una identidad alterada por las circunstancias. Se trata de una mujer, Enriqueta Faber, que debe hacerse pasar por hombre. Robert, su primer amor, también oculta su verdadera identidad, oculta que es judío para poder entrar en el ejército. Entre todos los temas que esta novela presenta, ¿poner en jaque la identidad es uno de ellos?

Pienso que Mujer en traje de batalla, como suele ocurrir con las novelas caribeñas, encierra distintos niveles de lectura. Uno de ellos está compuesto por reflexiones sacadas de mi propia experiencia, de mis observaciones. Entre estas, figura la que usted menciona. Por mucho que nos disguste afirmarlo, hay que concluir que nadie es como pretende ser. Claro, si pretendemos ser lo que no somos es para obtener ventaja de ello, como son los casos de Enriqueta y de Robert. Por otra parte, nada malo veo en ello. ¿Acaso no usamos desodorante para eliminar el olor natural del sudor?

 

Hay muchos escenarios en la novela, muchos países que se recorren. ¿Fue concebida como una suerte de epopeya épica?

Sí, así fue como me la imaginé desde el principio. Su estructura, claro, es épica en el sentido que escapa a las tres consabidas partes que definen la estructura dramática. En cuanto a si es una epopeya, no sé. Para mí, es más bien una novela de personajes.

 

Esa segunda persona que aparece en el comienzo de la novela, Enriqueta Faber contándose a sí misma su propia vida, ¿es un recurso que podríamos asociar con cierta escondida, última inseguridad de una mujer sumamente audaz para su época, pero que no puede hablar en primera persona, que no puede afianzarse en el yo?

No, no fue ese su propósito. Ocurre que ese texto, dentro de la trama novelesca, es «real». De modo que debía diferenciarlo del resto, que es una suerte de flashback. Eso, sin embargo, no quiere decir que no tuviera dudas sobre mi capacidad de escribir la historia de una mujer en primera persona. Probé hacerlo en tercera, pero el relato no me pareció convincente y decidí agarrar el toro por los cuernos. Después de todo, ya desde la época de mis primeros libros, había escrito cuentos con protagonistas femeninos narrados desde la primera persona, digamos, «Estatuas sepultadas» y «Primer balcón».

 

¿Qué prima en esta novela, la necesidad de indagar en la Europa de la conquista napoleónica y el Caribe de las primeras batallas contra la esclavitud o la de indagar en una mujer desenfocada para su época, capaz de abrir un cuerpo, vestirse de hombre, ir a la guerra, amar a hombres como a mujeres?

Pienso que todas esas cosas a la vez. Siempre vi esta novela como una mina de oro. Dadas sus enormes posibilidades, se prestaba a que tratara dentro de ella no solo la problemática de la libertad individual y de la mujer, sino la de la esclavitud y la discriminación racial y étnica, mis sentimientos antibelicistas, mi interés por el tema histórico, incluso mis ideas sobre lo que debe ser una novela en estos tiempos.

 

En su libro hay más ficción que documentalismo histórico. ¿Ganó la ficción o para usted debe ganar siempre la ficción, aunque se trabaje con material histórico y biográfico?

No estoy tan seguro de que Mujer en traje de batalla traicione, en lo fundamental, la vida real de Enriqueta Faber. Naturalmente, me he tomado libertades; tantas, que lo que se sabe de su vida cabe en una página y la novela tiene más de quinientas. En cualquier caso, soy de la opinión de que las biografías, incluso las autobiografías, tienen mucho de ficción. Recordará que Enriqueta reflexiona sobre este punto. En cuanto a mí, me gusta pensar que soy, antes que nada, un narrador, un cuentero que trata de interesar al lector con su relato.

 

En esta obra, como usted mismo afirma, confluyen el romance, la picaresca, el relato de guerra, la crónica de viaje, el realismo, el naturalismo, la erótica, la novela jurídica y el relato histórico; incluso considera que entran en juego aspectos de la novela de formación o aprendizaje. Proyecto, por cierto, ambicioso. ¿Es una novela totalizadora?

Esa fue mi intención. Verá usted, la historia de la novela puede entenderse como una serie de rupturas estilísticas y temáticas. Al didactismo de la novela neoclásica siguió el sentimentalismo de la novela romántica, que a su vez fue sucedida por las escuelas realista y naturalista. Después vienen las novelas modernistas y vanguardistas, que en Hispanoamérica se llaman «del boom», y a continuación aparece la novela del «post-boom». Independientemente de estos tipos de novela, está el tema fantástico, que pasa de la corriente gótica a lo que Carpentier llamó «lo real maravilloso» y a lo que hoy llamamos «realismo mágico». No obstante, hoy vivimos en un mundo internacional, en el sentido de la coexistencia de lo diverso. Así, quise hacer de Mujer en traje de batalla una novela inclusiva, donde coexistieran técnicas y valores narrativos explorados tanto por los novelistas del pasado como por los del presente.

 

¿Enriqueta Faber carece de bovarismo? ¿Cuál es la figura literaria que más se le parece?

Enriqueta pertenece a la misma raza literaria que la Natacha de La guerra y la paz, mujeres que tienen ocasión de vivir en grandes tiempos históricos y que, a pesar de las caídas, logran renacer como el ave fénix. Bien mirado, también tiene semejanzas con la Scarlet O’Hara de Lo que el viento se llevó.

 

Proliferan hoy en día los autores que prefieren trabajar con personajes femeninos. Resultan más atractivos, dicen, dados los matices y complejidades que ofrecen las mujeres literariamente hablando. ¿Usted qué opina, a qué se debe esta fuerte inclinación? ¿Son más atractivas las mujeres como protagonistas de la ficción o responde a un interés comercial, de mercado?

Hace muchos años, cuando vi la información sobre Enriqueta Faber en las Crónicas de Santiago de Cuba, de Emilio Bacardí, enseguida pensé en la posibilidad de escribir una novela sobre ella. Fue una reacción visceral, desprovista del menor cálculo. Ahora bien, pasado el tiempo, al empezar a diseñar la novela, tomé la decisión de hacer de Enriqueta no solo un héroe femenino, sino uno total, es decir, un ser humano que lucha contra viento y marea para actuar según sus códigos, aunque estos no coincidan con los de la sociedad de su tiempo. No obstante, como seguro ha visto, en la novela también tomo partido por la lucha de la mujer por alcanzar los mismos derechos que disfrutan los que han nacido hombres. Y eso me parece una causa más que justa.

 

Hay cuatro epígrafes en su novela, tres de ellos pertenecen a escritores cubanos ya universales: Alejo Carpentier, Lezama Lima, Cabrera Infante. ¿Es un homenaje a la literatura cubana o una manera de reafirmarse en una identidad personal y literaria?

El cuarto autor, Leví Marrero, fue el mejor historiador cubano de su tiempo. En realidad, lo que quiero indicar con esas citas es que Mujer en traje de batalla es una novela cubana al tiempo que acepto la validez de los textos que cito.

 

Usted se va de Cuba más o menos en la misma época que Reinaldo Arenas. En su autobiografía, Antes que anochezca, Arenas dice: «El desterrado es ese tipo de persona que ha perdido a su amante y busca en cada rostro nuevo el rostro querido y, siempre autoengañándose, piensa que lo ha encontrado». En el exilio, Arenas se siente como un fantasma de sí mismo. ¿Cómo ha sido esta experiencia para usted?

Ciertamente, no ha sido esa. El exilio me ha hecho dejar atrás algunos amigos, la manera de ser del pueblo cubano, algunos paisajes, parques, paseos y calles. No obstante, gracias a él he podido reunirme con mi familia, viajar extensamente, profundizar en la investigación del Caribe y ganarme la vida como catedrático de literatura, crítico y escritor, que son las tres direcciones en que más me gusta trabajar.

 

Reina Roffé (Buenos Aires, 1951) es narradora y ensayista. Ha sido distinguida con las becas Fulbright y Antorchas de Literatura. Recibió el máximo galardón en el concurso Pondal Ríos por su primera novela, Llamado al Puf (Pleamar, 1973), y el Premio Internacional de Novela Corta, otorgado por la Municipalidad de San Francisco (Argentina), por La rompiente (Puntosur, 1987). Sus cuentos han sido recopilados en numerosas antologías europeas y estadounidenses. Parte de su obra ha sido traducida al alemán, italiano, francés e inglés. Entre sus libros, destacan el ensayo Juan Rulfo. Biografía no autorizada (Fórcola, 2012), las novelas Monte de Venus (Corregidor, 1976), El cielo dividido (Sudamericana, 1996), Lorca en Buenos Aires (Fórcola, 2016) y el libro de cuentos Aves exóticas (Leviatán, 2011).