Sin lugar a dudas uno de los acontecimientos de esta extraña «reentrada» del mercado editorial español es la publicación por parte de Navona de una nueva traducción de El Maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov, una de las novelas más importantes del siglo XX. En este caso la encargada de verterla al castellano ha sido Marta Rebón, reconocida traductora, y la edición cuenta con las notas de Ferrán Mateo. La semana que viene los que no la conocen aún pueden sumergirse por vez primera en la novela de Bulgákov, y los que ya la han disfrutado en alguna ocasión pasear de nuevo por sus páginas. Para unos y otros compartimos aquí como primicia el inicio de la novela, por cortesía de la editorial.
Un día tórrido de primavera, a la hora en que el sol se ponía, aparecieron en los Estanques del Patriarca dos ciudadanos. El primero de ellos —de unos cuarenta años, vestido con un traje gris de verano— era de baja estatura, moreno, regordete, calvo, llevaba un elegante sombrero fedora en la mano, y su rostro, pulcramente afeitado, estaba adornado con unas gafas de un tamaño sobrenatural con montura negra de carey. El segundo —un joven espaldudo, de pelo crespo y rojizo, con una gorra de cuadros echada hacia la nuca— vestía una camisa de cowboy, pantalones blancos arrugados y zapatillas negras.
El primero era nada menos que Mijaíl Aleksándrovich Berlioz, editor de una voluminosa revista de artes y letras y presidente del consejo de una de las mayores asociaciones literarias de Moscú, abreviada como Massolit, y su joven acompañante era el poeta Iván Nikoláievich Poniriov, que escribía con el seudónimo de Bezdomni.
En cuanto los escritores llegaron a la sombra de unos tilos recién florecidos, su primer impulso fue apresurarse a un colorido quiosco con el letrero de «cervezas y gaseosas».
Por cierto, hay que señalar la primera anomalía de esa terrible tarde de mayo. No solo junto al quiosco, sino también a lo largo de todo el paseo paralelo a la calle Málaia Brónnaia, no se veía ni un alma. A esa hora, cuando parecía que no había fuerzas para respirar, cuando el sol, después de haber abrasado Moscú, se hundía en una calina seca en algún punto detrás de Sadóvoie Koltsó, nadie había ido a cobijarse debajo de los tilos, nadie se sentaba en los bancos, el paseo estaba desierto.
—Deme una Narzán —pidió Berlioz.
—No hay —respondió la quiosquera y, quién sabe por qué, se ofendió.
—¿Tiene cerveza? —indagó Bezdomni con voz ronca.
—La cerveza la traerán por la noche —contestó la mujer. —¿Qué hay, pues? —preguntó Berlioz.
—Refresco de albaricoque, pero caliente —dijo ella. —¡Bueno, tráigalo, vamos, vamos…!
El refresco formó una abundante espuma amarilla, y en el aire flotó un olor a peluquería. Después de saciar su sed, a los literatos les dio al instante un ataque de hipo, pagaron y se sentaron en un banco de cara al estanque y de espaldas a la calle Brónnaia.
Y aquí ocurrió la segunda anomalía, solo en relación con Berlioz. De repente paró de hipar, el corazón le latió con fuerza y desapareció por un momento; luego volvió, pero con una aguja sin punta clavada en él. Además, Berlioz fue presa de un miedo infundado, pero tan intenso, que sintió el deseo de huir de inmediato de los Estanques del Patriarca sin volver la vista atrás.
Berlioz miró con angustia a su alrededor, sin entender qué le había asustado. Palideció, se secó la frente con un pañuelo y pensó: «¿Qué tengo? Esto nunca me había pasado… Mi corazón hace de las suyas… Me he cansado más de la cuenta… Quizá haya llegado el momento de mandarlo todo al infierno y de irme a Kislovodsk…».
Y entonces el aire canicular se espesó ante él, y un ciudadano transparente de aspecto estrafalario se entretejió de ese aire. Con una gorrita de jockey en su cabecita, y una raquítica chaquetita de cuadros también etérea… El ciudadano medía unos dos metros, pero era estrecho de espaldas, de una delgadez inverosímil, y tenía una cara —ruego que tomen nota— burlona.
La vida de Berlioz había discurrido de tal manera que no estaba acostumbrado a fenómenos insólitos. Aún más pálido, abrió mucho los ojos y pensó, desconcertado: «¡No puede ser…!».
Pero, por desgracia, sí que era, y ese sujeto larguirucho a través del cual se podía ver se balanceaba a derecha e izquierda delante de él, sin tocar el suelo.
Hasta tal punto se adueñó el terror de Berlioz que cerró los ojos. Y, cuando los abrió, vio que todo había terminado, el espejismo se había diluido, el tipo de los cuadros se había esfumado, y al mismo tiempo la aguja sin punta había saltado de su corazón.
—¡Uf, demonios! —exclamó el editor—. ¿Sabes, Iván? ¡Casi me da ahora mismo un golpe de calor! Incluso he tenido algo así como una alucinación… —Trató de sonreír, pero en sus ojos aún bailaba el miedo y le temblaban las manos.
Sin embargo, poco a poco se calmó, se abanicó con el pañuelo y dijo bastante animado—: Bueno, así pues… —retomó el discurso interrumpido por el refresco de albaricoque.
El discurso, como se supo posteriormente, versaba sobre Jesucristo. El hecho es que, para el próximo número de la revista, el editor había encargado al poeta un largo poema antirreligioso. Iván Nikoláievich había compuesto ese poema, y en un plazo muy breve, pero, por desgracia, el editor no había quedado en absoluto satisfecho. Bezdomni había representado al protagonista de su poema —es decir, a Jesús— con tonos muy oscuros, y, aun así, todo el poema tenía que escribirse de nuevo, según el editor. Y en ese instante Berlioz le impartía al poeta una suerte de conferencia sobre Jesús para subrayar cuál había sido su principal error.
Es difícil decir qué había traicionado a Iván Nikoláievich, si la potencia expresiva de su talento o la completa ignorancia respecto al tema sobre el cual había escrito, pero le había salido un Jesús muy vivo, un Jesús que en realidad había existido una vez, aunque, a decir verdad, perfilado con todos sus rasgos negativos.
Y Berlioz quería demostrarle al poeta que lo más importante no era cómo fuera Jesús, si bueno o malo, sino que Jesús, como persona, nunca había existido en la tierra, y que todas las historias sobre él se reducían a meras invenciones, a una leyenda de lo más común.
Hay que señalar que el editor era un hombre muy leído y tenía una gran habilidad para citar en su discurso a historiadores antiguos, como, por ejemplo, el célebre Filón de Alejandría y el brillante sabio Flavio Josefo, que nunca mencionaron una sola palabra sobre la existencia de Jesús. Haciendo gala de una sólida erudición, Mijaíl Aleksándrovich comunicó al poeta, por cierto, que el pasaje del libro XV, capítulo 44, de los famosos Anales de Tácito, el referido al suplicio de Jesús, no era sino una interpolación apócrifa de fecha posterior.
El poeta, para quien todo lo que le decía el editor era una novedad, escuchaba con atención a Mijaíl Aleksándrovich, mirándolo fijamente con sus vivarachos ojos verdes e hipando solo a veces y despotricaba en susurros contra el refresco de albaricoque.
—No hay ninguna religión oriental —decía Berlioz— en la que, por regla general, una virgen inmaculada no diese a luz a un dios. Y los cristianos, sin inventar nada nuevo, crearon del mismo modo a su Jesús, que en realidad nunca estuvo entre los vivos. Ese es el punto principal en el que hay que hacer hincapié…
La potente voz de tenor de Berlioz se expandía por el paseo desierto y, a medida que Mijaíl Aleksándrovich se adentraba en laberintos en los que solo alguien muy instruido podía aventurarse sin temor a romperse el cuello, el poeta aprendía más y más cosas útiles y curiosas sobre el Osiris de los egipcios, dios piadoso e hijo del Cielo y de la Tierra, sobre el dios Tammuz de los fenicios, sobre Marduk e incluso sobre el menos conocido Huitzilopochtli, dios terrible, muy venerado en otros tiempos por los aztecas en México.
Y, justo en el momento en el que Mijaíl Aleksándrovich le contaba al poeta cómo los aztecas modelaban con masa la figurita de Huitzilopochtli, el primer hombre apareció en el paseo.
Después, cuando francamente ya era demasiado tarde, varias instituciones presentaron sus informes con la descripción de ese hombre. El cotejo de esos documentos no deja de suscitar asombro. Así, en el primero de ellos constaba que ese hombre era de baja estatura, que tenía los dientes de oro y cojeaba de la pierna derecha. En el segundo, que era un hombre de una estatura colosal, que tenía dientes con coronas de platino y renqueaba de la pierna izquierda. El tercero informaba de forma sucinta que el individuo carecía de cualquier rasgo particular.
Hay que admitir que ninguno de esos informes servía para nada.
En primer lugar: el sujeto descrito no cojeaba, y no era ni bajo ni colosal, sino simplemente alto. En cuanto a su dentadura, tenía coronas de platino en el lado izquierdo y coronas de oro en el derecho. Llevaba un traje gris caro y zapatos importados del mismo color. En la cabeza, una boina de paño gris ladeada con desenfado sobre una oreja y, bajo el brazo, un bastón de empuñadura negra con forma de cabeza de caniche. A juzgar por su aspecto, debía de tener más de cuarenta años. La boca, un tanto torcida. Pulcramente afeitado. Moreno. El ojo derecho, negro; el izquierdo, por alguna razón, verde. Cejas oscuras, una más alta que la otra. En suma, un extranjero.
Al pasar por delante del banco en el que el editor y el poeta se habían acomodado, el extranjero los miró de reojo, se detuvo y se sentó en el banco contiguo, a dos pasos de los amigos.
«Alemán…», pensó Berlioz.
«Inglés… —pensó Bezdomni—. ¡Caramba! ¿Y no tendrá calor con los guantes puestos?».
El extranjero miró los edificios altos que bordeaban el estanque por los cuatro lados, por lo que se hizo evidente que veía ese lugar por primera vez y le interesaba.
Clavó la mirada en los pisos superiores, en cuyos cristales se reflejaba, deslumbrante y fragmentado, el sol, que se alejaba de Mijaíl Aleksándrovich para siempre; luego miró hacia abajo, donde los cristales se teñían ya de la oscuridad vespertina, afloró a sus labios una sonrisita condescendiente, entornó los ojos, apoyó las manos en la empuñadura del bastón y la barbilla sobre las manos.
—Tú, Iván —decía Berlioz—, has reflejado muy bien y con vena satírica, por ejemplo, el nacimiento de Jesús, el hijo de Dios, pero lo esencial consiste en que, antes incluso de Jesús, ya había nacido toda una serie de hijos de Dios, como, por ejemplo, el Adonis de los fenicios, el Atis de los frigios y el Mitra de los persas. No obstante, en resumidas cuentas, ninguno de ellos nació ni existió, incluido Jesús, y es imprescindible que tú, en lugar de describir su nacimiento, o, supongamos, la llegada de los Reyes Magos, describas los absurdos rumores sobre esa llegada. De lo contrario, por tu relato, ¡se concluye que nació de verdad…!
Entretanto, en el mismo momento en el que Bezdomni contenía la respiración en un intento por librarse del hipo que lo atormentaba, lo que hizo que el ataque se volviera más virulento y doloroso, Berlioz interrumpió su discurso, porque el extranjero se había levantado de repente y se dirigía hacia los escritores.
Estos lo miraron con sorpresa.
—Les ruego que me disculpen —empezó a decir el recién llegado con acento extranjero, pero sin deformar las palabras— por tomarme la libertad, sin que nos hayan presentado…, pero el tema de su erudita conversación es tan interesante que…
Dicho esto, se quitó educadamente la boina, y a los amigos no les quedó más remedio que levantarse y saludar con una reverencia.
«No, más bien francés…», pensó Berlioz.
«¿Polaco…?», caviló Bezdomni.
Hay que añadir que, desde sus primeras palabras, el extranjero causó una impresión desagradable en el poeta, mientras que a Berlioz más bien le gustó o, mejor dicho, no es que le gustara, sino que…, cómo decirlo…, le resultó interesante, o algo por el estilo.
—¿Me permiten que tome asiento? —preguntó el extranjero con cortesía, y los amigos, en cierto modo sin querer, se separaron para hacerle sitio; el extranjero se acomodó entre los dos con un movimiento ágil, y enseguida intervino en el coloquio—. Si no he oído mal, usted se ha dignado afirmar que Jesús nunca existió, ¿no? —preguntó, volviendo hacia Berlioz su ojo izquierdo, el verde.
—Sí, no ha oído mal —respondió, amable, Berlioz—, eso es lo que he dicho.
—¡Oh, qué interesante! —exclamó el extranjero.
«Pero ¿qué demonios quiere este tipo?», pensó Bezdomni y frunció el ceño.
—Y usted, ¿está de acuerdo con su compañero? —quiso saber el desconocido, volviéndose a la derecha, hacia Bezdomni.
—¡Al cien por cien! —confirmó el poeta, a quien le gustaba emplear expresiones ampulosas y figuradas.
—¡Admirable! —exclamó el entrometido interlocutor y, tras mirar por algún motivo de forma furtiva a su alrededor, y bajar la voz, ya de por sí grave, dijo—: Disculpen mi impertinencia, pero me pareció entender que, aparte de todo lo demás, ustedes tampoco creen en Dios. —Y, con los ojos llenos de pavor, añadió—: ¡Juro que no se lo diré a nadie!
—Sí, no creemos en Dios —respondió Berlioz, con una leve sonrisa ante el miedo del turista extranjero—, pero podemos hablar de ello con total libertad.
El forastero se reclinó contra el respaldo del banco y preguntó, emitiendo incluso un chillido de curiosidad:
—¡¿Son ateos?!
—Sí, lo somos —respondió Berlioz con una sonrisa, mientras Bezdomni pensaba enfadado: «Se nos ha pegado como una lapa este bichejo extranjero».
—¡Oh, qué encantador! —chilló el asombroso forastero, y se puso a girar la cabeza, mirando primero a un literato, luego al otro.
—En nuestro país el ateísmo no le sorprende a nadie —dijo Berlioz con amabilidad diplomática—. La mayoría de nuestra población ha dejado de creer, conscientemente y desde hace tiempo, en las fábulas sobre Dios.
Al oír eso, el extranjero hizo un movimiento insólito: se puso de pie y estrechó la mano del estupefacto editor, al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras:
—¡Permítame que le dé las gracias de todo corazón!
—¿Por qué le da las gracias? —preguntó Bezdomni, tras pestañear muy seguido.
—Por esta información tan valiosa que, a mí, como viajero, me interesa enormemente —explicó el excéntrico extranjero, a la vez que levantaba el dedo de un modo elocuente.
Esa valiosa información, era obvio, había causado una poderosa impresión en el viajero, porque, asustado, recorrió los edificios con la mirada, como si tuviera miedo de ver a un ateo en cada ventana.
«No, no es inglés…», concluyó Berlioz, y Bezdomni, a su vez, pensó: «¿Dónde habrá aprendido a hablar con tanta soltura el ruso? ¡Eso es lo que me gustaría saber!», y volvió a fruncir el ceño.
—Pero permítanme que les haga esta pregunta —dijo el invitado extranjero, después de un momento de ansiosa reflexión—: ¿Qué hay, pues, de las pruebas de la existencia de Dios, que son, como es bien sabido, exactamente cinco?
—¡Ay! —respondió Berlioz con pesar—. Ninguna de esas pruebas sirve para nada, y la humanidad hace tiempo que las relegó a los archivos. Al fin y al cabo, estará de acuerdo usted también en que, en el ámbito de la razón, no puede haber prueba alguna de la existencia de Dios.
—¡Bravo! —gritó el extranjero—. ¡Bravo! Está repitiendo punto por punto la idea formulada al respecto por el viejo alborotador Immanuel. Pero he aquí lo curioso: destruyó las cinco pruebas de un plumazo, y luego, como para burlarse de sí mismo, ¡elaboró una sexta propia!
—La prueba de Kant —objetó el culto editor con una fina sonrisa— es también poco convincente. No sin razón Schiller dijo que los razonamientos kantianos sobre esta cuestión solo pueden satisfacer a los esclavos, mientras que Strauss se rio sin más de esa prueba.
Berlioz hablaba, pero al mismo tiempo no dejaba de pensar: «Pero ¿quién es este tipo? ¿Y por qué habla tan bien el ruso?».
—¡A ese Kant, por semejantes pruebas, habría que detenerlo y enviarlo tres años a las Solovkí! —estalló de improviso Iván Nikoláievich.
—¡Iván! —susurró Berlioz, turbado.
Con todo, la propuesta de enviar a Kant a las Solovkí no solo no sorprendió al extranjero, sino que incluso lo deleitó.
—¡Así es, así es! —gritó, y su ojo verde izquierdo, vuelto hacia Berlioz, emitió un destello—: ¡Allí es donde debería estar! De hecho, una vez, mientras desayunábamos, le dije: «Francamente, profesor, ha inventado algo descabellado. Tal vez sea inteligente, pero es de todo punto incomprensible. Lo que se van a burlar a su costa».
Berlioz abrió los ojos como platos. «¿Desayunando…? ¿Con Kant? ¿Qué nos está contando?», se preguntó.
—No obstante… —siguió diciendo el extranjero, en absoluto avergonzado por el estupor de Berlioz, y dirigiéndose al poeta—: es imposible enviarlo a las Solovkí, por la simple razón de que lleva más de cien años viviendo en lugares mucho más remotos, y no hay modo alguno de sacarlo de allí, ¡se lo aseguro!
—¡Qué pena! —replicó el poeta bravucón.
—A mí también me da pena —aseguró el desconocido, cuyo ojo centelleaba, y añadió—: Pero hay una cuestión que me preocupa: si Dios no existe, díganme, ¿quién dirige la vida humana y, en general, todo el orden de la Tierra?
—Pues el propio hombre —se apresuró a responder Bezdomni, irritado, a lo que era, en el fondo, una pregunta muy poco clara.
—Disculpe —objetó con voz suave el desconocido—, pero, para dirigir, hay que tener un plan definido para un plazo razonablemente largo. Permítame, pues, preguntarle: ¿cómo puede el hombre dirigir, si no solo es incapaz de trazar cualquier tipo de plan incluso para un plazo ridículamente breve (bueno, digamos de unos mil años), sino que tampoco puede garantizar lo que le sucederá al día siguiente? Y, de hecho… —dijo el desconocido en ese punto, volviéndose a Berlioz—, imagínese que usted, por ejemplo, empieza a dirigir y a gobernar a los demás y a sí mismo, y que, por así decirlo, le toma el gustillo; pero, de pronto… cof… cof… le sale un sarcoma en el pulmón… —Ahí, el extranjero sonrió con dulzura, como si la idea de un sarcoma en el pulmón le procurase placer—. Sí, un sarcoma —repitió esa sonora palabra, entornando los ojos como un gato—. Y ahí tiene: ¡fin de su dirección! A partir de entonces ya no le interesaría el destino de nadie más que el suyo propio. Sus parientes empezarían a engañarle. Y usted, presintiendo algo malo, correría a ver a médicos especialistas, luego a charlatanes o, como suele pasar, a videntes, aun sabiendo que todas esas medidas, tanto la primera como la segunda y la tercera, son completamente absurdas. Y todo termina en tragedia: el hombre que hasta hace poco se creía con el poder de dirigir de repente yace inmóvil en una caja de madera, y los que lo rodean, al entender que el individuo allí postrado ya no sirve para nada, lo incineran en un horno. A veces es todavía peor: una persona se dispone a viajar a Kislovodsk —en ese instante el extranjero miró a Berlioz entrecerrando los ojos—, nada más fácil, en teoría; pero ni siquiera puede hacerlo, pues, sin saber por qué, de improviso, ¡va, resbala y lo atropella un tranvía! ¿No me dirá que ese individuo se ha dirigido a sí mismo de ese modo? ¿No sería más correcto pensar que fue otro quien lo hizo por él? —Y el desconocido soltó una risita extraña.
Berlioz había escuchado con gran atención la desagradable historia sobre el sarcoma y el tranvía, y algunos pensamientos inquietantes empezaron a atormentarlo. «No es un extranjero… No, no lo es… —pensaba—. Es un sujeto extrañísimo… Pero, por favor, ¿quién es…?».
—Le apetece fumar, por lo que veo… —soltó el desconocido dirigiéndose de improviso a Bezdomni—. ¿Qué tabaco prefiere? —¿Cómo, es que tiene de varios tipos? —preguntó, sombrío, el poeta, que se había quedado sin cigarrillos.
—¿Qué tabaco prefiere? —repitió el desconocido. —Bueno, Nuestra Marca —dijo con mal genio Bezdomni.
El forastero sacó de inmediato una pitillera del bolsillo y se la ofreció a Bezdomni.
—Nuestra Marca.
El editor y el poeta no se sorprendieron tanto por el hecho de que en la pitillera hubiera cigarrillos Nuestra Marca como por la pitillera en sí. Era enorme, de oro rojo, y, cuando se abrió, en la tapa destelló un triángulo de brillantes con un fulgor blanquiazul.
Aquí, los literatos reaccionaron de manera diferente. Berlioz se dijo: «No, es extranjero»; y Bezdomni: «¡Oh, al diablo con él…!».
El poeta y el dueño de la pitillera se encendieron un cigarrillo, y Berlioz, que no era fumador, lo rechazó.
«Tengo que contradecirlo así —decidió Berlioz—: sí, el hombre es mortal, nadie se opone a eso ni lo discute; pero la cuestión es que…».
Sin embargo, antes de que pudiera pronunciar estas palabras el extranjero se le adelantó:
—Sí, el hombre es mortal, pero eso sería solo un mal menor. El problema es que a veces es súbitamente mortal, ¡ahí está el quid de la cuestión! En general, no puede decir lo que hará por la tarde.
«¡Qué manera tan absurda de plantear la cuestión…!», pensó Berlioz y objetó:
—Bueno, eso es una exageración. En cuanto a mí, sé más o menos con certeza lo que voy a hacer esta tarde. Eso siempre que, no hace falta decirlo, al pasar por la Brónnaia no me caiga un ladrillo en la cabeza…
—Sin ton ni son, un ladrillo —le interrumpió el extranjero con tono edificante— nunca caerá sobre la cabeza de nadie. En su caso concreto, se lo aseguro, no se cierne esa amenaza. Tendrá otra muerte.
—¿Acaso sabe usted cuál va a ser? —preguntó Berlioz con una ironía perfectamente natural, viéndose arrastrado a aquella conversación de veras ridícula—. ¿Y me lo va a decir?
—Con mucho gusto —respondió el desconocido. Miró a Berlioz de arriba abajo, como si le tomara las medidas para un traje, y masculló entre dientes algo así—: Uno, dos… Mercurio en la segunda casa… La luna se ha ido… Seis, una desgracia… La tarde, siete… —Y luego, alegre y en voz alta, anunció—: ¡Le cortarán la cabeza!
En vida de Mijaíl Bulgákov difícilmente alguien se habría atrevido a considerarlo un «clásico» de la literatura rusa, ya que, después de haber gozado de un brevísimo período de éxito durante la década de los veinte, Bulgákov fue víctima de constantes calumnias políticas por parte de las autoridades soviéticas. Los últimos diez años de su vida vivió condenado al silencio y al olvido; parecía que su nombre se hubiera borrado de la literatura. Hoy, Bulgákov se encuentra en un nivel parecido al de Turguéniev, Tolstói o Chéjov.
Mijaíl Bulgákov nació en Kiev en 1891. Estudió medicina y durante algún tiempo trabajó como médico rural. A partir de 1921, cuando se instaló en Moscú, fue colaborador de numerosos periódicos y revistas. Es autor de La guardia blanca (1924), Corazón de perro (1925) y El maestro y Margarita (1928-1940), además de La novela teatral (1936-1937) y numerosas obras de teatro, entre las que se encuentran La isla purpúrea (1927), El departamento de Zoia (1926) y La huida (1926-1928). Bulgákov murió en Moscú en 1940.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero