Ecos de Bernhard, Kafka, Sade, Beckett, Blanchot, Bataille o Lautreamont aparecen en las páginas de esta novela de Alejandro Hermosilla que publica de modo inminente la editorial Jekyll & Jill. Y cuando digo ecos lo hago porque exactamente es eso lo que son: presencias que sirven como manes tutelares para una historia salvaje y desbocada, de las que al mismo tiempo seducen y horripilan al lector.
«Acuérdate, oh Jehová, de lo que nos ha sucedido;
Mira, y ve nuestro oprobio.
Nuestra heredad ha pasado a extraños,
Nuestras casas a forasteros.
Huérfanos somos sin padre;
(…) Nuestros padres pecaron, y han muerto;
Y nosotros llevamos su castigo.
Siervos se enseñorearon de nosotros;
No hubo quien nos librase de su mano.
Con peligro de nuestras vidas traíamos nuestro pan
Ante la espada del desierto.
Nuestra piel se ennegreció como un horno».
Lamentaciones 1:1-10
En Los cantos de Maldoror, Lautréamont hace referencia a un relato legendario. El de dos personajes que aparecerán sobre la tierra, en medio de las grandes nubes, cuando una guerra horrorosa amenace plantar su arpón en el pecho de dos países enemigos. Los dos hombres serán gemelos y nacidos de la misma madre aunque se los separará tras salir de su vientre. Uno gobernará la tierra y otro el mar, y en el caso de que consigan unirse, será entonces que los ángeles caerán del cielo, las hienas aullarán y las serpientes volarán porque acontecerá el Apocalipsis.
Hace unas horas, desperté de un sueño en el que golpeaba al jardinero. En primer lugar, en la frente. E inmediatamente, sin dejarle tiempo para reaccionar, en varias de las partes —estómago, pecho y piernas— de su viscoso cuerpo. Hasta que, finalmente, tras caer al suelo, agarrando con rabia su cuello, comencé a estrangularlo.
Mi madre y yo caminábamos muy lentamente por un desierto gris. Ella había rejuvenecido. Era ahora la joven muchacha de cabellos rubios y dulce sonrisa de la que se enamorara mi padre. Yo, sin embargo, conservaba mi edad actual. Existía entre nosotros una complicidad distinta de la que suele darse entre una madre y su hijo. De hecho, parecíamos amantes paseando alegremente sin objetivo alguno. Disfrutando de nuestra presencia mutua y de la oportunidad de habernos reunido en un plano astral diferente donde podíamos hacer realidad nuestros mayores anhelos: acariciarnos, besarnos. Por lo que continuamos nuestra marcha, alegres y despreocupados, hasta que, bruscamente, nos encontramos frente a un enorme y frondoso jardín en el que nos introdujimos a través de un inmenso pórtico enrejado.
En aquella floresta que no finalizaba nunca y se hacía más y más grande conforme nos desplazábamos entre su espesura, comenzamos a observar, alegres y extasiados, todo tipo de maravillas: desconocidas especies de árboles cuyas hojas parecían pupilas que nos contemplaban fijamente, flores de colores inverosímiles o enjambres de gorriones que elevaban sus vuelos y angelicales cánticos hasta el infinito y descendían jubilosos sobre nosotros en turbamulta.
Cada cierto tiempo además, variaba el color de las luces del cielo y el jardín se volvía azul, o se tornaba encarnado, naranja o amarillo. También, en ocasiones, oíamos vagamente, a lo lejos, voces femeninas pidiéndonos que nos acercáramos a ellas. Y en otras, veíamos aparecer, entre el espesor de los árboles, caballos blancos cuyas piernas eran los robustos brazos de dos jóvenes negros. Pero nada, absolutamente nada de lo que acontecía a nuestro alrededor, nos sorprendió tanto como ver al jardinero caminando a lo lejos. Contemplarlo bajar por una de las laderas de aquel extraño vergel en el que nos hallábamos.
Su aspecto era el habitual. El cabello pelirrojo, lacio y un poco largo. El rostro bien afeitado, que contribuía a resaltar aún más la crueldad de sus negros ojos saltones. El torso, desnudo, al igual que sus pies puesto que acostumbraba a caminar descalzo y a vestir únicamente con pantalones de seda oscuros de estilo oriental con el corte bajo las rodillas. Y, por supuesto, su olor corporal era absolutamente repulsivo. Parecía, de hecho, no haberse duchado jamás y ser capaz de matar a quien se le acercara únicamente con el hedor de su aliento.
Durante unos instantes, mi madre y yo dudamos si cambiar la dirección de nuestro recorrido. Si no sería mejor escondernos detrás de la maleza o correr hacia izquierda o derecha, a la desesperada, en busca de alguna guarida en la que protegernos. Pero como desconocíamos las distintas zonas y rincones del misterioso lugar en que nos encontrábamos, preferimos no hacerlo. Además, creíamos que nuestras sensaciones estaban, de alguna forma inexplicable, ligadas al jardín. Por lo que si experimentábamos miedo, las plantas se harían eco de nuestro sentimiento y lo multiplicarían indefinidamente. Y concluimos, por tanto, que intentando huir de esa araña en celo no conseguiríamos nada. Al contrario, era muy factible que en vez de uno, ciento y un jardineros se lanzaran en nuestra búsqueda. Y que, aunque creyéramos estar a salvo junto a una roca situada en la falda de un río, aquel cruel ser emergiera, cuando menos lo esperáramos, desde el fondo de las aguas con un cuchillo en sus manos, apuntando a nuestro corazón.
Decidimos, en definitiva, que lo mejor sería conservar la calma. Respirar con lentitud, armarnos de valor y pasar caminando frente a él, sin saludarlo. Al fin y al cabo, era nuestro subalterno. Estaba obligado a doblegarse ante nosotros, a guardarnos el debido respeto y obediencia. Así que proseguimos nuestra marcha, con la vista fija en un descomunal castillo que, lentamente, comenzaba a aparecer en el horizonte y que se asemejaba a aquel donde habían vivido varias generaciones de nuestra estirpe.
Inevitablemente, sin embargo, nuestra atención seguía puesta en el jardinero. Sus viscosas piernas recordaban a las de un renacuajo y al moverlas levantaba el polvo y la tierra del camino. Daba auténtico pavor verlo aproximarse. Pero debíamos ser valientes. Mantener nuestra mirada fija en el castillo y confiar en el destino. Rezar para que, tal vez, aquella figura que cada vez se encontraba más cerca de nosotros no fuera real sino un espejismo o una alucinación. Otra de las ralas imágenes que emergían del jardín.
Apenas respiramos cuando nos cruzamos junto a él sin mirarlo ni prestar atención a su mirada diabólica o a los continuos escupitajos que lanzaba al suelo. Así, por un instante nos creímos libres de su presencia. Pensamos que ya no volveríamos a ver su rostro atormentado. Aquel tortuoso mapa lleno de cicatrices y costras rematado por una nariz alargada y deforme. Y apretamos con fuerza nuestras manos infundiéndonos valor y confianza. Pero cuando comenzábamos a tranquilizarnos y a exclamar loas de agradecimiento por haber salido ilesos de este encuentro, escuchamos unos ruidos. Me volví inmediatamente y observé al jardinero dirigiéndose hacia nosotros con un pedrusco verde, en la mano derecha, que arrojó sobre mi cabeza y tuve que esquivar, agachándome y saltando hacia el suelo. Gracias a mi habilidad y reflejos, aquel proyectil apenas alcanzó a rozar mi espalda, provocándome un ligero escozor. Pero aquel traicionero acto unido a otros tantos que, injustificadamente, había realizado ese ser de feroces, sangrientos ojos y lengua viscosa desde el día en que lo contratamos, fue suficiente para que me decidiera a actuar.
Incapaz de soportar por más tiempo su carácter vanidoso ni de contemplar su sucio esqueleto repleto de matojos, hierbas, tierra o piojos, corrí hacia él, lo zarandeé con todas mis fuerzas, y lo golpeé con pies y puños sin cesar. En primer lugar, en la frente. E inmediatamente, sin dejarle tiempo para reaccionar, en varias de las partes —estómago, pecho y piernas— de su viscoso cuerpo. Hasta que, finalmente, tras caer al suelo, agarrándolo con rabia del cuello, comencé a estrangularlo, mientras gritaba emocionado por tenerlo a mis pies, asfixiado, rendido y derrengado, como un cochinillo. No recuerdo si también mi madre gritaba. Pero, desde luego, sí que estaba sorprendida. Porque, por una vez, había conseguido vencer mis miedos y me había decidido a atacar al jardinero. Al fin había osado revolverme contra él y golpearlo duramente, como merecía desde siempre.
No entiendo bien la razón pero algo me hace creer que, de haber recibido el impacto de la piedra verde en mi cabeza, aunque hubiera sido en aquel sueño, la lucha habría finalizado. No habría duda alguna respecto a quién declarar como vencedor de nuestra contienda. Sin clemencia, yo habría sido conducido por mis vasallos a las catacumbas del castillo. Y allí habría pasado el resto de mis días, aullando sin cesar para hacerme respetar entre las cucarachas, grillos, arañas y garrapatas que recorren los pasadizos de estos subterráneos. Aunque estoy convencido de que ni siquiera en esas habitaciones putrefactas habría podido encontrar paz. Porque desde que vi por primera vez al jardinero, portando sus tijeras de podar y un azadón, riéndose cual cucaracha y trazando planes para destrozar nuestros campos y cultivos pacientemente labrados durante décadas, me hallo condenado a sufrir continuos tormentos. Una tortura eterna.
Al despertarme, contemplé ansioso las oscuras paredes de mi cuarto, intentando encontrar ciertas referencias que me sirvieran para orientarme. Encendí las velas situadas en la mesilla de noche y, tras alumbrar con ellas los candiles que colgaban del techo, comprobé que todos los objetos seguían en su lugar. El lienzo de mi padre continuaba frente a mí, observándome fijamente, como siempre había sido desde mi nacimiento. A mi derecha se hallaba el cuadro en que aparecía junto a mis dos hermanos desayunando en uno de los jardines del castillo. Y, a la izquierda, una repisa donde antaño, cuando me encontraba lúcido y saludable, depositaba los ingentes libros que solía leer. Su número se había reducido debido a mis crisis nerviosas pero todavía se podían ver allí algunos ejemplares que consultaba cada cierto tiempo. El ropero permanecía cerrado. El sable escondido en un cofre cuya llave se encontraba enlazada a mi cuello. Y los puñales ocultos en uno de los cajones de la cómoda.
Todo continuaba en su sitio e inmediatamente, sentí una alegría y un alivio intensos. Una dicha tan exultante que me atreví a salir del castillo y, tras recorrer sus jardines bebiendo vino, festejé emocionado, a gritos, el hecho de encontrarme vivo en las calles sucias, desiertas del condado. Aunque continúo sintiendo un leve pero agudo dolor en la espalda, tal vez debido al pequeño rasguño que la piedra verde arrojada sobre mi cabeza por aquella garrapata me dejara en las cervicales al rozarme. De hecho, su dolor y tamaño no sólo no disminuyen sino que con el transcurso de los días se recrudecen más y más y más.

Alejandro Hermosilla (Cartagena, 1974) es doctor europeo en Literatura Comparada por la Universidad de Murcia. Ha publicado distintos ensayos sobre la narrativa de Abel Posse, Ernesto Sábato, Sergio Pitol o Mario Bellatin y un par de novelas, Martillo (2014) y Bruja (2016). Ha dado clases e impartido conferencias y cursos en universidades de Bulgaria, EUA, México y España. Ha realizado artículos sobre arte, música, cine, cómic y literatura para diversas revistas. Escribe habitualmente en su blog www.averiadepollos.com
Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.
La imagen que ilustra el texto es la cubierta del libro, cuya ilustración ha sido realizada por Tomás Hijo.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero