En esta nueva novela de la chilena María José Ferrada se parte de una premisa cercana a la de El barón rampante de Calvino: la de una persona que, enfrentada a la sociedad, sus modos y costumbres, decide aislarse de ella permaneciendo a la vista de todos, como un recordatorio de la presencia de esos elementos que la sociedad margina sin aparente motivo y, lo que es más inquietante, sin evidenciar la mínima intención de incorporarlos a la sociedad de modo natural. En un mundo donde, como ha dicho Eric Sadin, el capitalismo nos individualiza y convierte en tiranos de nuestros microuniversos, está reflexión sobre lo común y lo privado resulta doblemente necesaria.

 

PRIMERA SEMANA

Lunes

Ramón subió al cartel de Coca-Cola que está en la orilla de la carretera un lunes y ese mismo día, mientras el sol se escondía detrás de los cerros que rodean los edificios de la villa, decidió que se quedaría a vivir ahí. Aunque era tarde, seguía haciendo calor. Un calor que parecía todavía más seco en ese pedazo de ciudad para el que no habían alcanzado el pavimento ni los árboles.

«Un desierto», dijo. Y notó que el armatoste de fierro, que le recordó al esqueleto de un mamut, era lo suficientemente grande como para poner en él algunos muebles: un colchón debajo de lo que hace cinco millones de años habían sido costillas, una mesa donde estuvo la clavícula y una lámpara pequeña, en la cuenca del ojo. El sistema de agua lo instalaría siguiendo el entramado de lo que alguna vez fue un bosque inmenso de venas y nervios.

 

Martes

Con ayuda de unas cuerdas y un sistema de poleas que él mismo inventó, hizo la mudanza desde su departamento hasta el cartel en tiempo récord: no más de tres o cuatro horas. Al terminar, pronunció palabras que solo él escuchó porque allá arriba, Ramón, además de tener una visión panorámica de la ciudad, estaba tal como quería: solo.

La luz de la casa del cartel se encendió, cerca de las diez, justo en el agujero de la letra O de la frase «comparte la felicidad», escrita con letras blancas en una de las puertas del descapotable rojo —como la lata de bebida—, que conduce la mujer gigante del anuncio. Lo recuerdo porque coincidió con el momento en que apagué mi lámpara.

—Duérmete de una vez por todas, Miguel. —Sí, mamá —dije.

Pero en lugar de hacerle caso, apoyé la oreja en la pared y escuché la historia de Ramón.

La que hablaba por teléfono, en el departamento del lado, era mi tía Paulina que durante los últimos diez años —yo tengo once— había vivido con él. A Ramón le pagarían lo mismo que en la fábrica de pvc, donde trabajaba de lunes a viernes, de ocho a seis. Al cartel, en cambio, podría subir cuando se le ocurriera.

¿Que si lo obligaban a dormir ahí arriba? No, dormía ahí porque quería. ¿Que si lo contrataba la Coca-Cola? No, lo contrataba una empresa que se dedicaba a enterrar carteles en las carreteras de toda Latinoamérica. ¿Que si había más vacantes? La verdad, no sabía. ¿Que si Ramón había terminado de volverse loco? Eso había que preguntárselo a él y no a ella.

El teléfono no paraba de sonar, así que me dormí, escuchando cómo mi tía Paulina repetía la historia, y soñé con un hombre que desde un helicóptero lanzaba bolsas de billetes. Los sueldos —eso tenían las bolsas— caían sobre carteles: Nike, Panasonic, Ford, Gillette, Nestlé, L’Oréal, que estaban repartidos en distintas capitales: Santiago, Lima, Buenos Aires, Managua, Ciudad de México. Yo iba sentado en el interior del helicóptero y notaba que los carteles tenían algo en común: no importaba la ciudad donde los pusieran, todos estaban en una carretera que llevaba al aeropuerto. Dentro del sueño sabía que soñaba porque, aunque el viento entraba por la ventana del helicóptero, el sombrero del hombre que repartía los billetes no se movía.

 

Miércoles

Ramón llamó a su nuevo jefe para comentarle que había decidido quedarse durante veinticuatro horas, los siete días de la semana, en su nuevo puesto de trabajo. ¿Había algún problema? Las tres primeras llamadas fueron a dar a una grabadora que decía que el buzón de voz no estaba habilitado para recibir mensajes. Al cuarto intento, su jefe, un tal Eliseo, contestó:

—A ver si entendiste, Raúl.

—Ramón.

—A ver si entendiste, Ramón: tu trabajo consiste en cuidar el cartel. Que no se vayan a robar los focos. Si para hacer eso quieres dormir ahí arriba, colgarte de una nube o esconderte entre los matorrales, la verdad es que a nosotros no nos importa.

—Ok, gracias —dijo Ramón, quien consideró lo que había escuchado como una especie de permiso municipal para habitar la nueva vivienda.

—Gracias a ti, Raúl, gracias a ti.

Tenía once años y no necesitaba tener doce para darme cuenta de que lo lógico habría sido hacer esa llamada antes y no después de llevar a cabo el cambio de casa. Once años de vivir en mi edificio, en la villa y en este mundo, que me habían servido para comprender que la lógica no le interesa mucho a nadie por aquí. Tampoco a Ramón.

¿Contrato? No le harían contrato, pero daría boletas. Daba igual, porque en la fábrica de pvc —como en todas las fábricas donde el dueño era también el encargado de supervisar el cumplimiento de los derechos laborales y el pago de los sueldos— tenía un contrato en el que solo aparecía la mitad del dinero que recibía. Lo demás: horas y «platita extra».

No le darían almuerzo, así que se lo cocinaría él mismo con ayuda de un balón de gas y una cocina de camping. Tampoco eso significaba un cambio importante: almuerzo, que él supiera, solo daban en las fábricas de más de cien obreros. O en las películas. Aunque la verdad era que los obreros nunca aparecían en ellas. Preferían a los policías o los trabajadores de los servicios de urgencia.

Medio contrato y un almuerzo. Más se había perdido en la guerra, pensaba Ramón, mientras barría los restos de mosquitos, crujientes y suicidas que, en contra de las teorías sobre el instinto de supervivencia en el mundo animal, se lanzaban cada noche, como kamikazes diminutos, contra los focos.

 

Jueves

La villa está compuesta por una docena de edificios que si se miran de lejos —desde el cielo, por ejemplo— parecen unos legos enormes. Cada uno tiene cuatro pisos de cuatro departamentos con sus respectivas ventanas que, según donde estén ubicadas, miran hacia las escaleras, los muros, la cancha o la carretera. Aburrido, he intentado contarlas alguna vez y el resultado, imagino que debido a mi falta de concentración, ha sido entre trescientas y trescientas treinta.

Pero lo importante no es el número exacto de ventanas, sino la hora en que los vecinos —hombres, mujeres, niños— miran a través de ellas, por una especie de nostalgia, a punto de ser olvidada, por la visión del sol entre los cerros que hace años quedó oculta tras los carteles. O tal vez, pensándolo bien, el gesto de mirar el horizonte solo sea la señal que anuncia que por fin termina otro «día maldito». Cada uno sabrá. Lo importante es que, mirando por esas ventanas, fue que los vecinos notaron que en el cartel de Coca-Cola había una casa. Las opiniones, desde un principio, estuvieron divididas:

Estaban los que decían «ja, ja, ja» y que en el fondo querían decir —sin arriesgarse a hacerlo— que Ramón era un imbécil. También había quienes preguntaban «¿qué hace ese ahí?» en busca de una respuesta cómplice que confirmara la tesis de los risueños: «sí, era un imbécil». Existía un tercer grupo, más serio, que directamente hacía un diagnóstico psiquiátrico: «es un loco». «¿Y qué diferencia había entre un loco y un imbécil?» «Ninguna». Llegados a este punto se habría alcanzado la unanimidad, si no fuera por unos pocos que se asomaban a último momento para decir: «Que viva donde le dé la gana». A estos, la tendencia mayoritaria fingía que no los había escuchado. Por último, estaban los que no opinaban.

La historia de la humanidad demostrará que los que inician y cierran el listado —los que se ríen, los que se quedan callados— terminan siendo los más peligrosos. Pero esa historia no es algo que nos importe mucho aquí así que, por el momento, mientras las cabezas se asoman por las ventanas de los edificios «solo a mirar», la verdad es que no hay nada de qué preocuparse.

 

Viernes

—¿Cómo se sube al cartel? —pregunté.

—Volando, Miguel ¿de qué otra forma? —me contestó Paulina, mientras subíamos la escalera en la que a veces me sentaba a esperarla. Bromeaba, porque la verdad era que a la casa del cartel se subía por una escalera que, a diferencia de la que conectaba los pisos y que ahora me servía de asiento, Ramón podía clausurar, con dos tablas en forma de cruz, cuando quería que los de abajo no lo molestaran.

—¿Los de abajo somos nosotros? —insistí, interesado. —Qué sé yo, pregúntale a él.

—¿Podemos ir a preguntarle?

—No, Miguel, es peligroso.

—¿Por qué?

—Porque, que yo sepa, no tienes alas y si te caes te puedes partir la cabeza.

—¿Ramón tiene alas?

Paulina se quedó callada. Ramón no tenía alas o si las tenía, escondidas debajo de la camisa, eran unas alas delgadas que cualquier viento podía romper.

—¿Vamos mañana? —Qué pesado, Miguel. —Por favor, Pauli.

 

Sábado y domingo

Si al terminar el domingo había logrado convencer a Paulina de que me llevara al cartel, no se debió solo a mi insistencia, sino a que desde el principio supimos que Ramón no estaría ahí por mucho tiempo. Como las cosas que simplemente se saben y que están ahí para recordarte que:

no todo tiene una explicación

no todo se divide entre lo que termina bien y lo que termina mal no todo puede repararse.

Como los focos del cartel que al final de esta historia terminarán rotos. O como lo que gira más arriba: cuerpos celestes, materia cósmica, que tarde o temprano se terminará apagando. ¿Es eso triste? «Triste, en la práctica, es que se te acabe la cerveza», habría dicho Ramón. Y los que estuvieran escuchando lo mirarían como siempre: con una mezcla de desprecio y admiración.

 

María José Ferrada (Chile, 1977) es periodista y escritora. Kramp, su primera novela, fue traducida a ocho idiomas y galardonada con los tres reconocimientos literarios chilenos de mayor prestigio: el Premio a la Mejor Novela del Círculo de Críticos de Arte, el Premio a las Mejores Obras del Ministerio de Cultura y el Premio Municipal de Literatura de Santiago. En, su segunda novela, la autora retrata las contradicciones de una sociedad que, en nombre de la paz, no duda en recurrir a la violencia.