La editorial pacense Aristas Martínez lleva ya unos cuantos años poniendo en jaque dos cosas: por un lado la atávica centralidad de la edición española, asentada en Barcelona y Madrid, por otro la idea misma de lo que es «alta» literatura, o quizás el cuestionamiento de que haya, en sí, una literatura con coturnos o sin ellos. Una buena muestra es esta novela de Óscar Gual de la que publicamos un adelanto, que no tiene nada que envidiar a lo que se escribe en las metrópolis de la literatura patria y le habla de tú a tú a textos supuestamente más consolidados desde referencias mucho más iconoclastas y actuales.
Jamás tuve miedo de las alturas. Nunca pensé que pudiera tenerlo. Siempre hay una primera vez para todo, quizá sea eso. O tal vez sea la cápsula en la que estoy metido, suspendido en lo alto, viajando en vertical. Violando la garganta de este coloso de cemento y metal, al fin lo entiendo: lo que me intimida no es la caída. No es la ingravidez. Es lo que pueda encontrarme al final del trayecto, lo que pueda ver desde tan arriba.
Quizá descubra que nada de esto es real.
Mis rodillas empiezan a flaquear. Conforme se alarga la distancia entre mis botas y el nivel del mar, aumenta mi temperatura corporal, mi ritmo cardiaco. Lo advierten el resto de personas del ascensor, que miran de soslayo las expansivas sombras de sudor en mi espalda; yo miro sus pies. Se detiene en la planta 34 y todos salimos de la caja. La mitad se dispersa por las diferentes opciones que les ofrece el rascacielos. La otra mitad nos dirigimos a un segundo ascensor. La estructura en forma de pepinillo de la cima del 30 St Mary Axe, el segundo edificio más alto de la City de Londres, imposibilita que el voluminoso ascensor principal alcance la azotea, por lo que los arquitectos de Foster and Partners decidieron que llegase solo hasta la 34, donde colocaron una escalera de mármol y otro ascensor más liviano. Sí, este mismo ascensor donde estoy a punto de vomitar el desayuno. Cuando al fin alcanzamos la 37, me siento tan aliviado que casi empapo la entrepierna de mis pantalones. En silencio sigo a la mujer que me ha guiado hasta aquí. Todos visten igual en el interior de esta torre de acero y vidrio. Se distinguen entre ellos por la tarjeta identificativa que les cuelga del cuello y con la que superan ciertos niveles de seguridad y acceden a las respectivas zonas compartimentadas del St. Mary. Por mucho que lo intente en aras de darle un tono solemne a todo esto, no me quito de la cabeza la entradilla de aquella vieja serie: Superagente 86. Incluso parece que la estoy tarareando involuntariamente en voz alta, lo que suscita un gesto seco de reprobación por parte de mi guía. Cuando nos quedamos a solas por una serie de pasillos enmoquetados, me explica que 30 St Mary Axe es un edificio radical desde un punto de vista tanto social como medioambiental. También en sentido arquitectónico y tecnológico, aunque eso es bastante más obvio. Asiento. Vuelvo a asentir. Que fue el primer rascacielos ecológico de Londres, su forma aerodinámica aprovecha al máximo la luz y la ventilación naturales con el fin de reducir el consumo energético. Asiento. Representa una audaz intervención en el paisaje urbano, ya que su geometría emparenta con formas que frecuentemente se dan en la naturaleza. Asiento. Eso hace que su integración en el entorno y en el skyline londinense sea mucho más orgánica que la de cualquier otra torre. Asiento con sonrisa forzada. Me pone al corriente de la polémica que surgió durante su construcción porque a las instituciones religiosas no les gustaba que un edificio tan atípico irrumpiese en la línea visual de la catedral de San Pablo, justo al lado. Asiento de nuevo. Al llegar a nuestro destino, me ofrece una tarjeta de invitación por si después me apetece visitar el bar de la planta 40, desde el ático hay unas esplendidas vistas panorámicas de toda la ciudad. En ningún momento percibo en ella un mínimo poso de humanidad. Acerca el rostro al panel de detección ocular y le anuncia mi llegada al interfono. Se despide. En cuanto se da la vuelta me siento liberado para hablar y rehusar la invitación, no estoy nada seguro de querer subir todavía más alto. Pero no me escucha o no quiere girarse y mi único gesto digno es el de guardarme la tarjeta en el bolsillo.
El asunto que me ha traído hasta la trigésimo séptima planta del 30 St. Mary Axe es un hombre al que se conoce como Drákos Vasiliás. Hasta ahora su historia ha sido un secreto a voces. No he encontrado ninguna referencia en Internet, ni por supuesto en medios escritos. Y ese es precisamente el motivo por el cual a un editor se le ha ocurrido pagarme un billete low-cost a Londres y un Bed and Breakfast: para escarbar en la historia que pueda haber detrás de ese hombre, si es que la hay, o generar una relato ad hoc si la realidad no nos convence. La cuestión es anticiparse y tenerlo preparado por si de repente a los grandes focos mediáticos les da por alumbrarlo y despiertan el interés popular. Seríamos los primeros en tener una versión de los hechos. ¿Qué hechos? Los que sean. Pensándolo bien, todo esto es poco más que una apuesta, un juego entre un editor insignificante como Vladimiro Rascón y un periodista muerto de hambre como yo; una excusa suya para alardear de proyectos visionarios y una mía para pasar dos o tres días en Londres que, si de mi precaria economía dependiera, no podría ni siquiera plantearme. Nos enteramos del tema de manera imprevista, como suele ocurrir en estas ocasiones. A través de Kaye, una de las traductoras con las que suele colaborar Vlad y a la que lo une una vieja amistad. Fue ella quien nos puso al corriente: su marido trabaja en un fondo de inversión londinense y lo de Drákos es un rumor que desde hace meses circula por los pasillos de Partenoster Square, el edificio que alberga la Bolsa de valores. Aunque lo que nos dijo al principio eran suposiciones, muchas de las cuales débiles e incluso alguna bastante disparatada, lo principal, o aquello en lo que coinciden todas sus fuentes, es en que se trata de un hombre que ejerce de caja negra para un fondo de inversiones. Ahí está la clave. Que se ocupa él solo de un trabajo para el que en otros fondos de inversión necesitan un contenedor lleno de economistas y matemáticos y ordenadores. Pero hay otra información, el rumor que nos ha hecho lanzarnos definitivamente a por el proyecto, el que apunta a que Drákos es de origen español a pesar de su nombre heleno. O ha vivido en España. O en realidad Drákos Vasiliás no es su verdadero nombre sino una broma del mundillo financiero a costa de la eterna crisis griega. Por eso Kaye se lo contó a Vlad, prefiere que lo publique una editorial española de forma que ella se asegure la traducción. Los motivos de su marido, en cambio, se reducen a algo tan crematístico como destapar los secretos de una empresa rival. Un hipotético vínculo hispano aumentaría el interés por el hipotético personaje y dispararía las hipotéticas ventas de esa hipotética biografía o esa hipotética entrevista o lo que fuere que hipotéticamente pretendemos sacar adelante para ganar algo de pasta si el rascacielos de naipes que estamos construyendo no se viene abajo por los miles de motivos por los que podría venirse abajo: que todo sea una farsa; que en 30 de St. Mary Axe no quieran saber nada de nosotros; que jamás se despierte interés alguno por el personaje en cuestión; que la editorial cierre por no ser capaz de afrontar sus pagos como ya ha estado a punto de ocurrir; o que yo tenga que buscar un trabajo que me dé de comer y dejarme de fantasías. Aunque también es cierto que, si activamos el modo optimista, el cuento de la lechera no suena tan mal, sobre todo porque desde hace un tiempo los libros relacionados con la economía están vendiéndose bastante bien. Hay un creciente interés, a la gente le gusta creer que sabe de lo que habla y ahora de economía hablamos todos. En las conversaciones de barra de bar la economía es el nuevo fútbol.
Nunca he escrito nada biográfico ni por supuesto tan ambicioso. Suelo encargarme de temas relacionados con ciencia y tecnología para medios generalistas, lo cual supone una constante contradicción porque si eres riguroso, el lector medio no te va a leer. Y si quieres lectores, tienes que coquetear con el sensacionalismo científico. Por eso robots asesinos y hackers pederastas son mis temas predilectos. Suelen ser entrevistas, reportajes de dos a tres páginas o reseñas de ensayos divulgativos. En una ocasión me convencieron para participar en una antología de textos de ficción cuyo título era Teorrismos inéditos (Bola de papel, 2014) que tuvo bastante repercusión, más por la polémica que suscitó que por su calidad literaria. El bochornoso título se obtiene de juntar teoría con terrorismo y el motivo de la antología era describir o diseñar atentados terroristas que a nadie se le hubieran ocurrido antes. Mi texto era una ficción que intentaba ser graciosa sobre cómo disolver la cantidad necesaria de una sustancia alucinógena en los depósitos de las cafeteras del Congreso de los Diputados el día del debate sobre el estado de la nación. Otros textos explicaban minuciosamente lo típico en estos casos, nada que no se pueda encontrar en Internet, curiosidades como el modo de confeccionar explosivos a partir de componentes caseros o la manera de hackear determinados servidores web de forma anónima. Algunos textos procuraban ser asépticos mientras otros querían ser gamberros. Sin embargo, había uno de ellos que sólo podría definirse como infame. El texto firmado por el propio editor y antólogo, Vladimiro Rascón, que entre otras cosas describía las rutas reales que seguían los hijos de un determinado Ministro del Gobierno desde su casa al colegio, con el propósito de secuestrarlos. Incluía técnicas de tortura y extorsión. Era todo grotescamente real: los nombres, las calles, los horarios o las actividades extraescolares de los críos. Y así es como conocí a Vladimiro. Aunque la consiguiente demanda obligó a retirar el libro, la publicidad salvó a la editorial, que sigue viviendo de aquella mala fama. Si lo cuento es para que quede claro que ese es el tipo de editor que me ha enviado a Londres.
Kaye me recibió en el aeropuerto hace un par de días y, siempre que su trabajo se lo ha permitido, me ha acompañado durante mi estancia aquí. Las escasas dos millas cuadradas sobre las que se alza la City son un reducto de la Edad Media en este Londres contemporáneo. Resulta contradictorio si tenemos en cuenta que es el mayor centro financiero que existe, pues aquí tienen su sede los bancos y aseguradoras más importantes y los fondos de inversión más punteros del globo. Al recorrer sus calles nada parece indicar que estemos pisando terreno medieval. Pero así es: en el medievo, los comerciantes y burgueses adinerados se refugiaron en esta reducida parcela para alejarse del poder monárquico de Londres. No me explico cómo ha perdurado hasta hoy. Esta especie de irreductible aldea ultraliberal se rige por sus propias leyes, ni la Corona ni el Parlamento británico tienen nada que objetar. Semejante anormalidad, lo que ocurre murallas adentro es un vestigio de otra época, en la misma medida que lo que ocurre dentro de una plaza de toros o lo que ocurre dentro del Vaticano, con la leve diferencia de que los banderilleros y los cardenales no establecen el orden económico mundial. La City constituye una cúpula opaca que refugia el capital de las grandes empresas que tienen aquí su sede. Tampoco hay democracia ni nada que se le parezca: el voto para elegir al Lord gobernante está ponderado por el peso financiero y el número de trabajadores de cada compañía. A cualquier efecto, esta ciudad no está habitada por personas sino por compañías. Las personas no son más que las partículas, los órganos que componen a sus verdaderos habitantes, que son entidades legales. Al final no hemos sido reemplazados por robots sino por contratos con patas. Cuando en un futuro alguien cuente qué sucedió en esta época, los protagonistas de la historia ya no serán seres humanos sino corporaciones.
Fotografía de Jose Otxando
Óscar Gual (Almazora, Castellón. 1976) Ha publicado las novelas Los últimos días de Roger Lobus (Aristas Martínez, 2015), Fabulosos Monos Marinos (2010) y Cut and Roll (2008) (ambas en DVD Ediciones), y la nouvelle escrita junto a Robert Juan-Cantavella El Corazón de Julia (Morsa, 2011). Sus relatos han aparecido en obras colectivas como Odio Barcelona (Melusina, 2008), No tendrás casa en la puta vida (Melusina, 2009), Mi madre es un pez (Libros del Silencio, 2011), Black Pulp Box (Aristas Martínez, 2012) y El Quijote a través del espejo (Eda Libros, 2016) y en las publicaciones The Barcelona Review, Número Cero, Quimera, Bostezo, El Puro Cuento y Presencia Humana. Colabora con una columna de opinión semanal en el diario Levante y coordina el taller de escritura creativa de Fuentetaja en Castellón.
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