Este texto, incluido dentro de la recopilación de textos que bordean la condición crítica y la narrativa El visitante, que ha sido editada por Alejandra Laera y editada por la editorial porteña Excursiones, es una muestra idónea de la capacidad de desbordar fronteras genéricas de uno de los escritores fundamentales del presente, el argentino-venezolano-neoyorquino Sergio Chejfec.

Yo no quería estar en ese escenario de la universidad. Pero vino el editor y me dijo: “¿No te parece que si te presentaras más seguido en público para exponer tus puntos de vista, ‘La dura oscuridad’ podría salir un poco más, Adelina?”. Así que me vi sentada en el escenario frente a la sala llena.
JUAN JOSÉ SAER, “Sombras sobre vidrio esmerilado”

Los escritores, a veces, hablan o leen en público. El caso de Adelina Flores, que terminó en el escenario de la universidad, muestra cuán variadamente pueden convivir con esas prácticas. Hay escritores más o menos resistentes y también hay otros no resistentes. La presentación pública está sostenida en la promesa de mostrar al escritor en acción. Entre los formatos posibles se impone desde hace tiempo el festival literario, que promete el tipo de inmersión que difícilmente otra actividad pública pueda ofrecer. Me refiero al hecho de que son eventos a tiempo completo: los invitados no dejan de participar ni en los intervalos de sus presentaciones ni cuando creen estar recluidos en la privacidad. El festival literario es lo público maximizado porque induce al escritor a una performance constante. Pero ello es posible porque en el fondo de todo escritor anida algo de performático o escénico: un escritor no solo debe hacerse escritor, sino también hacerse-el-escritor. Hacerse el escritor es difícil y fácil al mismo tiempo –como todo lo que no depende completamente de uno mismo–, igual que hacerse escritor. Pero me refiero en especial al hecho de hacerse el escritor cuando ya se es. Uno podría decir que en ese caso sería innecesario; no obstante, precisamente por ser escritor precisaría actuar como tal. No hacerse supondría, en muchos casos, poner en riesgo su identidad.

Las variadas posturas sobre la presencia pública instalan, desde mi punto de vista, la cuestión de la administración de la vigilia del escritor. ¿Debe estar regulada por la propia voluntad?; cualquier cosa que sea: intereses creativos, avidez de experiencia, interacción con los pares, todo lo contrario, etcétera. ¿O por decisiones acaso propias pero cuya lógica o intereses parecen responder a otros actores? No sé si tengo posición tomada, pero sostengo a modo de blasón privado un ensayo de João Cabral de Melo Neto orientado hacia el escritor que duerme, el artista sustraído de las fuerzas de la vigilia.

Dormir

El título del ensayo es intrigante: “Consideraciones sobre el poeta durmiendo”. Llama la atención su casi absurdo empirismo: se pregunta por el poeta, pero mientras duerme. El poeta ausente de sí, sujeto de la actividad más pasiva y misteriosa que pueda existir.

Cabral se preocupa por diferenciar el soñar del dormir. Dice que soñar es igual a ver una película; como el sueño se puede contar, eso es prueba de que pertenece al mundo real. Si algo se cuenta es porque ha ocurrido. Por lo tanto, el sueño se sitúa en el campo concreto de la vigilia, aunque tenga una relación de necesidad con el dormir. Sería la parte de la vigilia que precisa del dormir.

Pero del dormir no sabemos nada. Como Cabral dice aproximadamente: es una inmersión en las profundidades. Y por extensión es roce con lo misterioso, aquello que se ignora o no conoce. Un mundo necesario para el poeta porque debe convivir con lo oscuro y lo invisible, con lo inanimado y la muerte habitual representada en el dormir, para calibrar mejor su experiencia durante la vida despierto, según Cabral. Dormir es importante y Cabral también está seguro del sentido de la actividad: viene a representar aquello que mantiene despierto al poeta. No el universo que provee de temas, sino el hábito que recuerda su convivencia con lo oscuro e innombrable.

Me tienta pensar la participación pública del escritor como correlativa a una defección. Parafraseando a Cabral, cuando dice: “El dormir es un estado, un pozo en el que nos sumergimos, en el que estamos ausentes. Esta ausencia nos enmudece”. Yo traduciría: “Exponer –o exhibirse, algo equivalente a la intervención pública– es un estado, un pozo en el que nos sumergimos, en el que estamos ausentes” –aunque en este punto habría que hacer la salvedad de que si nos exhibimos se trata de una presencia–. “Esa ausencia nos enmudece” –aunque hablemos–.

Es cierto que es difícil encontrar una equivalencia solidaria entre las dos frases. En primer lugar, cuando Cabral sostiene que al dormir la ausencia nos enmudece, propone el dormir como actividad pasiva, a la que no se asiste. Todo lo contrario del escritor en los festivales, donde se asiste a su propia representación. Pero mi hipótesis es que, al estar presente, el escritor se ausenta –duerme–: deja en un cono de pasividad o sombra una porción de aquello que lo articula.

En todo caso creo que la analogía sirve como símil de aspectos relacionados con esta faceta del escritor cuando asiste a festivales. El escritor-expositor articula una red verbal con la que se viste, en primer lugar, y adicionalmente se oculta. La exposición y todos sus detalles escénicos sería una mediación construida por el mismo escritor con recursos similares a los empleados para escribir su “obra”. Esa malla hace escritor a un escritor porque lo viste e identifica, pero a la vez lo enmudece –y de esta manera lo duerme, en términos de Cabral–.

El escritor alcanza las honduras de lo innominado cuando se presenta en público. Habla igual que un sonámbulo mientras probablemente teje ademanes de un personaje en plena vigilia; ese es su sueño. Como en la vida real, donde para soñar se precisa dormir, el escritor precisa hablar en público para soñar. Cabral dice que la poesía no radica en el dormir; el dormir no es un depósito de temas, lirismo o expresividad. Más bien, el dormir predispone a la poesía y es bastante menos que una inducción. Para el poeta es imprescindible la inmersión en las aguas profundas del dormir, repite Cabral. Está claro que excluye de su pensamiento a los seguidores del lirismo onírico, del surrealista o del lirismo en general.

Como ocurre con los poetas cuando se entregan al dormir, el exponer ubica al escritor en la ausencia. Se somete a bucear entre disposiciones y premisas abstractas que pueden ser ajenas, hostiles, amigables, etcétera; así de contradictorias a la vez. Por otra parte, están además los escritores que priorizan expresarse a través de lo escrito –que casi nunca lo hacen en público–. En ese caso puede verse también cómo el sistema de Cabral resulta muy descriptivo, porque esos escritores adquieren un perfil de personas insomnes dedicadas a velar la propia escritura y esquivar la menor transfiguración.

Tenemos entonces los escritores dormidos –los proescénicos– y los escritores insomnes –los no escénicos–. Una misma insensibilidad en sentidos divergentes se adueña de ellos. No sería aconsejable tomarlos como modelos antagónicos: precisan de la desaparición, aunque servidos de distintas magias. El deseo de ausencia puede expresarse de muchas maneras. Acaso la más común sea el deseo de comenzar de nuevo, cuando los escritores quieren dejar atrás las huellas de la escritura habitual y empezar de cero. La noción de nuevo comienzo tiene una relación capciosa con la exposición pública. La confrontación con el público es el naipe más débil en el castillo del nuevo comienzo. Ello es así porque para cualquiera es difícil comenzar de nuevo sin pagar un alto precio, como cuando el público se ríe de los cómicos cuando tienen papeles dramáticos. (Existe una expresión de Cortázar muy pertinente: “a tal o a cual ‘se le vuela el tabaco’”. La menciono para decir que, en mi opinión, tanto un escritor empeñado en un nuevo comienzo, como otro, en el extremo opuesto, resignado a la repetición de sus formas y premisas, están en claro peligro de que se les vuele el tabaco.)

Nunca entendí qué tipo de papel yo debía asumir. Me mantuve a la sombra de la inseguridad desde un principio. Si frente al público me hacía el gracioso, sabía que mi gracia terminaría trastrocada en amargura; y que si iba por la opción aplomada acabaría en la impostación. Adoptaba el registro irónico, aunque terminara pareciéndome falso. Y si quería mostrarme distante, tarde o temprano ello se tornaba irrelevante porque parecía que ni yo creía en lo que decía. Ignoraba mi papel porque, en gran medida, y como me dispongo a aclarar, en realidad provenía de los mecanismos del espectáculo al que me plegaba.

El despertar

Estuve a merced de esos mecanismos en mis comienzos de somnoliento, para decirlo según Cabral. En mi caso el dormir comenzó con una mesa de autores jóvenes en la que todos eran escritores menos yo, que tenía unas pocas páginas para mostrar –escritas con inconstancia–. Entre el público había quienes reunían mejores condiciones: varios más jóvenes que yo y con libros publicados. Pero, en cualquier caso, comenzaron en ese momento mis parlamentos; expuse mis opiniones. No evadí aquel promisorio llamado poniéndome a dormir, o sea, hablar, frente a los asistentes.

Pese a mis temores nadie me desenmascaró. Habitualmente no se presta demasiada atención a lo que se dice en las mesas. Nunca más que la necesaria para mantener el hilo, como cuando escuchamos un cuento. Pero esa noche en que se dijeron cosas sin importancia, como en tantas otras, ocurrió algo de orden inesperado. Magia o milagro, creí que estar en la mesa me hacía escritor. Sentí que mi primera visita a las honduras insondables del espectáculo podía dar frutos –sin duda equívocos, pero tanto como los de los otros–.

Hablar en público implicó acariciar el adormecimiento, una levitación que me calificó como escritor. Vestirme de frases y ponerme a hablar era lo que calificaba mi condición más allá de la naturaleza o de la existencia de lo escrito. Porque ante los demás había nacido una sombra, una nube de texto supuestamente adosada a mi presencia –globo de escritura, como el de las historietas–, que no existía sino como virtualidad y, sin embargo, para todos era cierta.

Resultado de este comienzo entre equívoco y también fraudulento –para mi conciencia medio puritana–, siempre las mesas redondas me han inspirado temor a ser descubierto. Es un temor propio, que me pertenece, pero dudo de que me sea privativo. Dada la impostura evidente de escribir y encima hablar, todo escritor malicia que, llegada la ocasión, lo pueden desenmascarar. Y en mi caso cada aparición pública en cuanto amenaza potencial se ha convertido en una de las más fuertes señales de conflicto con el mundo. Puede sonar amargo, pero es así.

No confío en la faceta presencial de los escritores debido a ese inicio profano, aunque a la vez creo mucho en ella; es casi en lo único que creo. Igual a una religión que consideramos infalible, pero en la que desconfiamos. Los autores en cuerpo presente poseen una forma de verdad que me cuesta desde hace bastante encontrar en los libros. Acaso “verdad” no sea la palabra adecuada. La presencia corporal de los escritores tiene un matiz de contundencia, de hecho tangible, que, contrastada con la naturaleza engañosa de cualquier relato, me permite establecer relaciones caprichosas, pero plausibles y materiales, entre lo escrito y lo no escrito.

Por lo general se admite que la escritura puede ser un tanto solipsista. Uno supone que la conversación con el mundo debe pasar esencialmente por la letra escrita, que se convierte así en una primera y tortuosa distancia. Esto ha provocado un pacifismo del distanciamiento, y mi experiencia real a veces no encaja con esas presunciones. Porque buena parte de lo que escribo últimamente remite a mi actividad dramática, digamos espectacular, de escritor frente al público. Como si me persiguiera un relator verista que ha descubierto en el episodio cierto, sobre todo teatral, la coartada que disculpa ante el mundo el hecho de escribir; y como si escribir y después hablar sobre ello, y después escribir sobre lo ocurrido en el festival o evento, fuera el único documento en el que puedo basarme, el único trance válido para ser expuesto.

Mis textos tratan de eso, últimamente; la suspensión de la vigilia, la inmersión en las profundidades del exponer, y todo aquello que está alrededor de los eventos: el traslado, las personas, la dimensión gremial de los hechos –porque cada vez más los encuentros de literatura se parecen a convenciones profesionales–. Pero también los textos tratan del roce provisorio con lo diferente, la oblicua recuperación del sentimiento romántico del curiosear, la experiencia untuosa de la soledad. En más de una ocasión, se trata simplemente de lo que digo o creo decir ante el público, o sea, un discurso autosuficiente.

Tengo la impresión de que una zona de la identidad literaria se compone cada vez más de estos modos de exposición pública. Las conferencias, congresos, festivales y coloquios no son nuevos. Sin embargo, la reverberación de la experiencia pública no es igual que en el pasado. En la medida en que el escritor no solo escribe su obra, sino también inscribe su vida dentro de ella, y ambas –obra y vida– son bastiones solidarios de una misma creación, la performance adquiere ribetes de intervención estética y escenografía privada al mismo tiempo. Se trata de la vida que todo escritor debe vivir, para lo cual precisa también escribirla.

A esta forma flotante de existencia pública se suma un elemento de la actual sensibilidad literaria. La relación cada vez más implicada que tiene la novela o la narrativa en general, o hasta la literatura como un todo, con lo documental. Es como si la ficción pudiera tener cabida solo en cuanto discurso medianamente tributario de la incoherencia o la desconexión de la narración –por lo tanto, irrelevante en sí misma como ficción–, y entonces los lazos con lo documental, los enlaces con la vida cierta y a primera vista coherente de cierta dimensión del mundo, fueran el anclaje necesario para sostener un relato que, de otro modo, se invalidaría por pertenecer a la invención.

La banalidad de la vida ha impregnado de banalidad la ficción. Y dado que el narrador es, desde cierto punto de vista, lo más artificioso que la literatura puede proponer, el mismo autor debe recrear su vida como una manera de atenuar unos promiscuos lazos con una ficción que la época de ahora tiende a denostar.

Es como si el escritor dijera que su primera y más atenta ficción es su propia vida. Y, por lo tanto, cuando habla sobre ella descansa, se toma una pausa, duerme y escribe.

Sergio Chejfec

De Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) ha dicho Enrique Vila-Matas «Adicto a Chejfec. Me atrae su narrativa en voz baja y el frío trato irónico que le da a la literatura, a la que sin embargo ama. De sus relatos no olvido un ascensor y un vecino invisible en el cuento que abre Modo linterna, ni tampoco la felicidad de aquel narrador, tan satisfecho por el hecho mismo de esperar un ascensor, y quizás también por la posibilidad de que en lo alto espere la realidad más densa y resistente. Últimas noticias de la escritura, Mis dos mundos, Sobre Giannuzzi, están entre sus obras más turbadoras. ¿Es narrador o ensayista? Ahí a veces dudo, como ahora mismo; titubeo bastante, nunca sé qué decidir. Pero no importa. Después de todo, a él le atraen las indecisiones. Con todo, de algo creo estar seguro: en sus textos, poblados de fantasmas tenues y etéreos, acabo siempre de golpe comprendiendo que no pasa nada, pasa sólo que son excepcionales».

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.

La imagen que ilustra el texto pertenece al artista Eduardo Stupía, y es la que se ha usado para la cubierta del libro.