Un encuentro mágico, eso es esta columna Martín Cerda donde se aproxima a la labor de Jorge Luis Borges y eso la convierte en un auténtico encuentro de referentes ya que hay pocas veces en que podamos disfrutar de la opinión de un erudito sobre otro, siendo los dos, como son, más que relevantes para entender sus respectivas literaturas nacionales. Como siempre, gracias a Gonzalo Geraldo y Marginalia ediciones por permitirnos compartir esta sección Punta de lápiz con nuestros lectores. Disfrútenla.
Peu d’hommes ont-au complet cette
grace divinedu cosmopolitisme…
Baudelaire
Falta un examen del cosmopolitismo en la obra de Jorge Luis Borges. Lo señalaba hace unos años, la traducción francesa de Ficciones, llevada a cabo por Paul Verdevoye y Néstor Ibarra. “Nadie se ha atrevido —apuntaba Etiemble— a considerar (en Borges) uno de sus aspectos más seductores: la perfección del espíritu cosmopolita”[1].
Esta “falta” cobra, dentro de los estudios borgeanos, una particular importancia al ser referida a la increíble polémica entablada en torno a la “circunstanciación” de la obra de Borges en el espacio de la literatura argentina del siglo XX. Sospecho que su irrealización ha estimulado, entre otros hechos, la expansión de este fenómeno que, en otro lugar he denominado la calumnia de Borges.
“Toda la obra de Borges —sentenciaba, en 1954, Jorge Abelardo Ramos, haut fonctionnaire del nacionalismo literario argentino— es literatura cosmopolita”. “El bilingüismo de un Borges o de la directora de Sur —añadía el mismo plumista— no es sólo su definición, sino la cifra de su esterilidad. No hay una sola página de Borges que se desarrolle íntegramente en nuestro idioma…”[2].
Esta opinión —conviene recordarlo— tenía por contexto la mitomanía nacionalista de Perón. Estaba inscrita, en otros términos, en una de las situaciones más altamente riesgosas que ha conocido la existencia intelectual americana. Una de las medidas que mejor caracterizaron al pulso de Bonaparte fue su implacable persecución al grupo “cosmopolita” que encabezaba Madame de Stäel. Todos los aprendices de Bonaparte han aplicado, desde entonces, la misma regla.
No hace mucho, los poetas Bergolson, Pérez Markisc, Irtzk, Der Nistar fueron silenciosamente liquidados en la URSS, luego de haber sido declarados “cosmopolitas” por los comisarios culturales de Stalin. La misma acusación parece haber decidido el destino trágico de Isaac Babel.
Borges, por su parte, no ha eludido nunca la polémica, ni jamás disfrazado sus posiciones.
En su lección “El problema del escritor argentino y la tradición”, dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires, en diciembre de 1951, Borges enderezó una crítica abierta a los fundamentos del nacionalismo literario propiciado por el peronismo.
“La idea de que una literatura —decía— debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. Sin ir más lejos, creo que Racine ni siquiera hubiera entendido a una persona que le hubiese negado su derecho al título de poeta francés por haber buscado temas griegos y latinos. Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés. El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo”.
Este hecho ha sido reiteradamente escamoteado.
J.E. Erdmann recordaba a sus compatriotas, hace más de un siglo, que es antialemán ser sólo alemán. Tal vez del olvido de este hecho surgió, durante la cuarta década de esta centuria, la Blubo Literatur: el culto literario de la Blud und Boden, de la sangre y el suelo. Una forma de este culto es la que, de manera difusa e inconsistente, transita al fondo de los espejos del criollismo hispanoamericano.
Frente al nacionalismo literario, la obra de Borges está señalando la apertura de una novísima forma de nacionalidad. Está por verse todavía en qué medida han sido los escritores argentinos, con el autor de El Aleph a la cabeza, los primeros en formular, en Hispanoamérica, una respuesta adecuada al profundo cambio social producido por la inmigración. Resulta inquietante observar cómo, usualmente se esquiva o minimiza esta radicalísima cuestión, aun por aquellos que, como Juan Pinto, han llevado a entreverla[3].
Colmena zumbona, en la que un oído afinado percibe la multiplicidad de humanos rumores que caracterizan a todo new world, la Argentina ha sido el primer país hispanoamericano que, rompiendo con las estructuras coloniales, ha enfrentado el nuevo horizonte histórico social en que se mueven nuestros pueblos. En esta situación —irremediablemente vacilante como toda situación crítica—, el cosmopolitismo de Borges, la exégesis implacable de Martínez Estrada, la actitud ambivalente de martinfierristas, la apertura europea de Sur…, fundamentándose en la mudanza histórica, experimentada por su realidad social, representan la búsqueda de una ordenación intelectual de la existencia argentina.
Este hecho trasciende, en todas sus direcciones, al espacio de las letras.
“No podemos concretarnos —decía Borges al término de su citada conferencia en el Colegio Libre de Estudios Superiores, de Buenos Aires— a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentinos es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentinos es una mera afectación, una máscara”. Estas palabras, que concuerdan literalmente con la afirmación de Erdmann sobre el “ser alemán”, se complementan con una respuesta dada por Borges, en 1960, al suplemento literario de El Mundo, de Buenos Aires. “No hay que preocuparse —decía en esa oportunidad—por buscar lo nacional. Lo que estamos haciendo nosotros ahora va a ser lo nacional más adelante”.
Esta confianza en la tarea realizada está indicando la zona de gravedad en que se inserta la obra de Borges.
En un mundo que, como el nuestro, se cosmopolitiza progresivamente, la obra de Borges se abre como el anuncio de una nueva inteligencia concorde con la imagen sorpresiva e incitante, de una cultura en la que el hombre tendrá que pensarse quiéralo o no, en términos planetarios.
“Nuestro patrimonio —decía Borges en 1951— es el universo”.
Tal vez no sea su más humilde haber, en un tiempo que vacila en sus últimos principios, haber logrado enriquecer este patrimonio empleándolo en la realización de lo soñado por el viejo Terencio: homo sum; nihil humani a me alienum puto.
Nota literaria fechada el 18 de mayo de 1961, correspondiente a sus entregas intituladas “Punta de lápiz” del periódico La República de Caracas.
[1] Etiemble, “Un homme a tuer: Jorge Luis Borges, cosmopolite”, Les temps modernes num. 83. Paris, septiembre, 1952, pp. 512-526 (Recogido ahora Hygiene des Letres, II. Gallimard, París, 1955, pp. 120-141).
[2] Jorge Abelardo Ramos. Crisis y resurrección de la literatura argentina. Ediciones Indoamérica. Buenos Aires, 1954, p. 22.
[3] Cfr. Juan Pinto, Breviario de Literatura Argentina Contemporánea. La Mandrágora, Buenos Aires, 1958. Véase también: Adolfo Prieto, Sociología del público argentino. Ediciones Leviatán. Buenos Aires, 1956.
Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero