El 25 de septiembre 1984, en el diario chileno La Tercera, aparecía esta nota en la que Martín Cerda se acercaba a la figura de Edwards Bello, uno de los mitos de la cultura del país, acaso poco conocido fuera de él, y del que esta columna de Cerda que llega, como siempre, de la mano de Marginalia ediciones, sirve como pórtico idóneo.
Entre mis obsesiones —o, si se quiere, pequeñas manías— está la de releer regularmente a Joaquín Edwards Bello. Nunca dejaré por eso de estar en deuda con Alfonso Calderón, porque gracias a su labor de rescate de una parte importante de los escritos dispersos de Edwards Bello puede leerse hoy en libros.
Estos días, aprovechando el obligado ocio patrio, en el que se confundieron los aires folklóricos, los acordes marciales y los cambios de humor del barómetro, volví a digerir las Crónicas del Centenario, publicadas por Calderón poco después de la muerte de Edwards Bello. Fue mi doméstica contribución al ritual colectivo del Dieciocho. Si este día puede reunir a los jefes de las iglesias para pedir a Dios que se ocupe de Chile y, el siguiente, que los uniformados marchen al mismo paso, parece lógico que un escritor invoque a uno de sus más perspicaces e indoblegables predecesores.
Suele decirse que Edwards Bello fue el mayor cronista de nuestra “historia menor”. Esta afirmación resulta hoy sin embargo, una frase hecha que es preciso, desde luego deshacer. La expresión “historia menor” es inoperante, torpe y, por ende, tonta. La vida de una sociedad es, en verdad, enteramente histórica, desde el paisaje que la sostiene, pasando por sus ocupaciones y diversiones hasta sus deseos y frustraciones. Por eso, justamente, la crítica francesa actual reconoce en el romántico Michelet al fundador de la etnología de Francia.
Sería justo reconocer en Edwards Bello igual cosa. Sin haber pretendido ser un historiador, no dejó aspecto sustantivo de la vida chilena que no interrogara históricamente, en cada una de esas cuartillas manuscritas, que, durante más de medio siglo, volaron desde sus manos a la rotativa y desde ésta a la cabeza de sus lectores.
Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón.
La imagen que ilustra el texto es un conocido fotograma de la película de Víctor Erice El sol del membrillo, brillante ejemplo de ensayo fílmico.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero