Próximo a aparecer el libro Dame letra que yo me ocupo (Libros del Cardo, Valparaíso, Chile, 2020), de Gonzalo León, aprovechamos para compartir con los lectores de penúltiMa una entrevista inédita aún que hizo a la escritora ecuatoriana Daniela Alcívar Bellolio que está incluida en dicho libro. No se pierdan este diálogo entre uno de los críticos más atentos la literatura latinoamericana y una de las nuevas voces más interesantes que pueden encontrarse en las librerías.
Daniela Alcívar Bellolio (1982) debe ser no sólo una de las narradoras ecuatorianas más interesantes de la actualidad, sino –y aunque suene exagerado– una de las voces latinoamericanas que hay que seguir con atención. Jorge Carrión en una nota sobre narrativa ecuatoriana en el New York Times en español sólo la mencionó al pasar, no deteniéndose mucho en su obra, prefirió a Mónica Ojeda, María Fernanda Ampuero o Gabriela Alemán. La verdad es que más allá de eso Alcívar Bellolio desde hace unos años viene trabajando silenciosa y rigurosamente en su narrativa. Vivió en Buenos Aires entre 2005 y 2017, donde estudió e hizo investigación en el Conicet. Aquí obtuvo una beca de creación del Fondo Nacional de las Artes (FNA) para terminar una novela.
Pero el debut de esta autora fue con el libro de cuentos Para esta mañana diáfana (2016), que ya ha sido editado en Ecuador y Chile; aquí el paisaje idílico de guía turística dialoga con personajes extraviados, perdidos, en un borde, que justamente se encuentran o llegan a esos paisajes. Habitualmente llenos de gente, Alcívar Bellolio los muestra solitarios, despojados del ruido, en definitiva del mercado del turismo, cosa casi imposible, por no decir imposible.
Siberia, su primera novela (editada ya en Ecuador con una tirada de 40 mil ejemplares, en Bolivia con una tirada más modesta, en España en Candaya con una interesante repercusión y ahora en Argentina bajo el sello Beatriz Viterbo), redobla la apuesta de los mundos de su libro de cuentos, por muchas razones: esta vez el tiempo narrativo no es único, como exige muchas veces el cuento, sino que aborda pasado-presente-futuro, es decir una vida contenida en una narración. La otra razón por la que esta es una gran novela es por la profundidad de su prosa: cuesta encontrar algo que sobre, todo está en función de la narración, como si no hubiera nada más allá ni más acá, pero además esta prosa escarba en la naturaleza humana hasta hacerla sangrar. Alcívar Bellolio arriesga, va un paso más adelante en su propuesta narrativa, sin miedo, y cuenta, de modo indirecto y como en un torbellino de emociones y pensamientos, la pérdida de su hijo Benjamín. No es una historia cronológica, porque el dolor y el trauma, conviven con el pasado, el presente y el futuro y con la ausencia de explicaciones.
Al leer esta novela da la sensación de que así fuera la vida, cosa que recuerda la novela Servidumbre humana, de William Sumerset Maugham, donde se plantea que uno viene a la vida a sufrir. La diferencia con el novelista inglés es que paralelo a eso esta autora plantea el deseo. Sufrimiento y deseo se van intercalando. El deseo de ser amada, el sufrimiento de ser amada; el deseo de tener un hijo, el sufrimiento de tener un hijo. También hay una observación por el detalle que llama la atención, con momentos donde se detiene la narradora para contemplar en el pasado una toalla. La charla con Daniela Alcívar Bellolio es fluida, quizá porque es una buena conversadora.
Conversando con Edmundo Paz Soldán me contaba el modo de clasificación que tiene la academia estadounidense para abordar la literatura latinoamericana. Está la del cono sur que la forman Chile, Argentina y Uruguay, la andina que la forman Ecuador, Perú y Bolivia, Colombia que se aborda sola, México y Centroamérica, Cuba y el Caribe. Dentro de la narrativa andina, de lo que se está haciendo actualmente, ¿qué narrativa te parece más interesante en términos de calidad y por qué?
La verdad es que las clasificaciones norteamericanas generalmente me resultan completamente ajenas. Me encanta pensar en una “narrativa andina”, pero sospecho que por razones distintas a las de la academia estadounidense. Creo que lo andino, si es que existe, tiene que ver con unos afectos geográficos singulares. Tanto discurso sobre lo global y tanto elogio al cosmopolitismo (hablo ahora de las ideologías literarias predominantes en Ecuador) a mí me resultan irritantes porque descartan la potencia de la geografía. No creo que la literatura tenga que ser registro, retrato ni nada de eso, pero sí creo que una literatura se torna verdadera cuando sus afectos lo son, y, al menos a mí, las montañas me generan muchas pasiones.
Pero creo que si pienso “literatura andina” en estos términos que te digo, lo que me interesa es sobre todo la poesía actual: Juan José Rodinás, Andrés Villalba tienen una relación íntima con las montañas. “Esa fiebre de melancolía”, le llama Villalba al Pichincha, el volcán que nos custodia a todos los quiteños. Un escritor biempensante ecuatoriano te diría que el escritor debe ser del mundo, internacional, que quedarse en detalles locales es casi como ser del realismo social. A mí eso me emociona, saber que alguien se agitó mirando la misma montaña que estoy mirando yo, y que eso lo hizo escribir algo que ahora me conmueve.
La narrativa ecuatoriana es hasta cierto punto desconocida. Jorge Carrión hizo en el NY Times en español la abordó una nota. ¿A qué crees que se debe este desconocimiento?
Como todo, la literatura es parte de la lógica del mercado. Creo que a eso se debe. La lógica del mercado influye también en la crítica, como en todo, y es hoy profundamente colonial y muy machista aquí en Ecuador. Esto nace de adentro, además. Aquí si publicas en Bolivia, Uruguay o Perú nadie se inmuta. Pero si publicas en España pasas inmediatamente a ser una escritora “de verdad”. A esto se suma el desprecio de nuestros críticos cosmopolitas por el mercado nacional. Hace poco un muy conocido y admirado crítico literario ecuatoriano afincado en Estados Unidos, Willfrido Corral, dijo en una entrevista que la mayoría de escritoras que ahora ganan fama en España, de haber publicado en editoriales ecuatorianas, “hubieran quedado en nada”. Creo que esto evidencia las prácticas normalizadas de la crítica y el campo cultural en Ecuador. De todos modos, yo cuestiono la misma idea de que la literatura ecuatoriana sea desconocida. ¿Desconocida por quién? ¿Somos desconocidos hasta que nos lean en Europa? No sé, siento que es necesario desarmar estas estructuras ideológicas. Ahora vos me estás haciendo una entrevista para un libro que saldrá en Chile, mi novela Siberia tuvo un tiraje de 40.000 ejemplares. Está bien, circulan en Ecuador esos ejemplares, pero no sé cómo conjugar eso con un supuesto desconocimiento. Es como negarles entidad a los lectores ecuatorianos. El meridiano cultural debe pronto dejar de pasar por España, son rezagos de nuestra cultural colonial.
Yendo a tu narrativa, en los cuentos de Para esta mañana diáfana hay un aspecto que me llamó la atención y es el trabajo con el paisaje. Son lugares idílicos entre comillas, pero tú los muestras sin gente, y parecen desérticos, despojados de lo idílico de guía turística, y gracias a eso cumplen la función de dialogar con los personajes. Es como si el paisaje fuera una extensión del estado interior de ellos.
No siento a los paisajes como una extensión de los personajes. Para mí al contrario los espacios son extrañísimos, mudos, indiferentes y ajenos por completo a lo humano. Es lo que siento frente a un paisaje, que le importa un carajo si yo estoy o no ahí. Está bien, sé lo que es un paisaje, sé que es un concepto que cruza mirada con espacio, sé que sin presencia humana tampoco existe paisaje… pero a mí lo que me fascina –y me asusta, y me entristece a veces– es saber que todo eso que miro es mucho más longevo que yo y seguirá estando mucho tiempo después de mi muerte.
Ahora, con respecto a lo del diálogo, sí, en eso sí estoy de acuerdo. Pero es un diálogo mudo, no hay palabras. Yo miro el Pichincha o miro el mar y siento, como dice Borges, que algo me quiere decir, o que algo me dijo que no debí haber perdido… en ese misterio agoto mucho de mi escritura. Porque me resulta misterioso, escribo el paisaje, porque me rebasa y no sé por qué me emociona de tantos modos. Escribo para entender, pero igual nunca entiendo.
Los personajes por otro lado parecen un poco extraviados o buscando algo.
Es verdad, están perdidos casi siempre. Igual que yo [risas]. Siempre me pierdo, hasta en la esquina de mi casa, tengo cero ubicación espacial. Pero más allá del chiste, ahora que me lo haces pensar, creo que el extravío es una fantasía persistente para mí. Justamente porque soy incapaz de extraviarme de verdad. Me acuerdo cuando leí Poste restante, de Cynthia Rimsky, y no podía pensar críticamente (es una de las novelas que trabajo en mi tesis doctoral), no podía armar hipótesis porque estaba muy angustiada. Pensaba en mí misma yendo a Ucrania como el personaje de la novela y me entraba una inquietud horrenda. Soy una persona muy arraigada, no sirvo para el extravío, pero me seduce mucho la idea, o me dejo seducir por ella porque sé que no la voy a encarnar nunca, al menos no voluntariamente, entonces ficciono alrededor de eso, de ese deseo incumplible.
En tu novela Siberia me parece que toda la apuesta de esos cuentos se redobla, es decir está el diálogo con el paisaje –esta vez incluso urbano de Buenos Aires donde viviste–, el extravío de la protagonista. ¿Lo sientes así?
Sí, lo siento así. Creo que en Siberia todo lo que antes era más o menos teórico se hizo brutalmente carnal. Y ocurrió con los paisajes. Más aun porque la novela fue escrita en los meses antes de irme de Buenos Aires después de casi trece años y los primeros meses después de haber vuelto a vivir a Quito. El paisaje, la geografía, se hicieron extremadamente cercanos, casi apabullantes en esa época. Fue un duelo duro que se agregó al fundamental, por mi hijo. Ahora que lo pienso, me sorprende cómo un cuerpo se sostiene cuando es obligado a transitar por tantos lugares atroces. A tres meses del nacimiento y la muerte de mi hijo, mi pareja y yo metimos trece años de vida en algunas maletas y nos fuimos a otro país. Era imposible que esto no se viera de algún modo en Siberia.
Pero hay una cosa que diferencia la novela de los cuentos y es que hay un juego más evidente y desarrollado con los tiempos narrativos, es decir no transcurre en un solo tiempo, un año en particular, es todo el tiempo sucediendo a la vez, pasado, presente y una intuición del futuro. Hay una cosa heideggeriana de ese sujeto-personaje que es un ser involucrado en el tiempo.
Siberia es una novela a la que ahora recién puedo empezar a ver con cierta mirada analítica, aunque sólo lateralmente. Veo el tema temporal que mencionas y es cierto, pero yo, como autora, no lo llamaría juego, porque el juego implica un planteamiento a priori que en este caso no existió. Siberia es así porque no podía narrar –o describir– más que fragmentos. Siempre quise ir hacia una literatura verdadera, y lo que me faltaba era la verdad. No hay nada más verdadero, más ineludible, que la muerte de un hijo. Entonces, Siberia da cuenta, como puede, de esa verdad, que es la verdad de la pérdida total. Como no hay palabras –es un lugar común pero es atronadoramente cierto–, entiendo que la linealidad se rompió, que las cosas, la lengua, se rompieron.
Hoy muchas novelas latinoamericanas contemporáneas apuestan primero a hacer un guiño sobre lo que el autor escribe, un guiño literario a tal género o a tal autor o a tal tradición, pero tú en vez de eso haces un guiño a la vida. La historia te hace pensar en qué medida convertiste tu experiencia de vida en experiencia literaria.
No me gustan los libros librescos. No me interesan en general (hay excepciones) los personajes escritores o intelectuales. Me irritan las visiones heroicas del escritor, como la de Bolaño. Por supuesto todo lo que hemos leído va a estar de algún modo presente en lo que escribimos, no voy a posar de escritora naif. Tengo un bagaje literario y un bagaje cultural que no quiero negar, pero nunca he escrito nada pensando en qué tradiciones quiero homenajear o qué técnicas quiero perfeccionar. Para mí la escritura es un ejercicio heterogéneo, de autoconocimiento, de salvación, de conversación. Siempre escribí para hablar con alguien. En el caso de Siberia, me fui dando cuenta cuando entendí que todos esos fragmentos que escribía para aliviarme en un proceso horriblemente doloroso, a quien le quería hablar era a mi hijo, a Benjamín. A él vuelve siempre todo ese caos de la novela.
Siberia fue escrita en parte gracias a un aporte del estado argentino y aborda, como dices, la pérdida de tu hijo. Quiero preguntarte en qué medida esa novela fue modificándose con la pérdida de tu hijo.
Tengo la mala costumbre de escribir únicamente cuando atravieso crisis. Apliqué a las becas de creación artística del FNA con un proyecto de novela sobre una crisis matrimonial. Gané la beca y poco después la crisis matrimonial desapareció, y me quedé sin ganas de escribir… Poco después me quedé embarazada y la verdad es que yo estaba muy feliz con mi embarazo, más allá de los miedos obvios, fue una época muy feliz para mí. Así que todo este tiempo estuve sin escribir, muy contenta y tranquila. A veces escucho a escritores que figuran la escritura como el punto más alto de sus vidas, como su misión, y yo la asocio más bien con la dificultad, de modo instrumental, como un salvavidas. Volví a escribir un par de semanas después de salir del hospital, en un estado calamitoso en todos los sentidos, y no pensando en lo absoluto en la novela, sino como un modo de descargar todo el peso indescriptible de dolor que tenía encima. Era una solución instantánea y muy fugaz, pero me ayudaba a respirar un poco. Con el paso del tiempo y con muchos fragmentos acumulados, ya con un poco más de perspectiva sobre mí misma y sobre la vida, me di cuenta de que todos esos fragmentos sueltos podían armar algo, y así se fue construyendo Siberia.
Inevitablemente tu novela dialoga con otros textos, de ficción y de no ficción, que abordan la maternidad o más precisamente el deseo de tener hijos. Pienso en las chilenas Lina Meruane, la mexicana Valeria Luiselli, la colombiana Carolina Sanín, la argentina Luciana Sousa, entre otras. ¿Sientes afinidad por alguna de ellas? ¿Y por qué crees que la maternidad vuelve a ser tema en autoras actuales, que publican en el siglo XXI?
Para mí el tema de la maternidad no vino dado por la literatura ni por otros libros, sino por el nacimiento de mi hijo. Mi interés e investigación alrededor del tema de la maternidad en la literatura fue a posteriori. Cuando leo libros sobre este tema en la modulación adecuada, me siento acompañada. De todos modos suelo encontrarme con escrituras que tratan las dificultades de la maternidad, y no logro enganchar. Es obvio. Para mí la dificultad es no tener a mi hijo, ser una madre sin hijo. Todas esas miserias que vienen con la maternidad para mí son la constatación de la pérdida, de la ausencia.
Con respecto a tu segunda pregunta, creo que la idea de que la maternidad –como tantos otros temas muchas veces considerados “menores”– está en auge tiene que ver más que todo con una percepción crítica. Son temas que fueron muy menospreciados como “femeninos”, en el paquete ese que arma la crítica biempensante para meter todo lo que no considera suficientemente “literario”. Suelen incluir ahí todo lo que les huela autobiográfico, “sentimental” o poco trascendental. Me cuesta leer todo esto fuera de los términos políticos que han venido a actualizar y revalorar los feminismos. Aquí en Ecuador, al menos, la crítica hegemónica equipara escrituras autobiográficas abiertamente atravesadas por la elaboración de los afectos con literatura de segundo orden, chantaje sentimental o moda pasajera. El hecho de que existan escritoras reconocidas en el campo cultural (no estoy hablando de mí, sino más bien de las autoras que nombras en tu pregunta y varias otras) que aborden estos temas, que pongan en valor su voz más allá de los moralismos esteticistas del bien decir institucional, genera la impresión de una novedad, pero en realidad las mujeres siempre hemos examinado detenidamente las ondulaciones discretas del afecto. Por eso leo cada vez más a las mujeres.
En una charla que tuvimos cuando aún vivías en Buenos Aires hablamos de la centralidad en la literatura argentina y de cómo se ocupa. Hay una cosa que escribes en Siberia que es muy decidora, y es que no se puede alcanzar el centro: «El centro es una amenaza porque no se lo puede alcanzar, como no se alcanza el origen de nada». ¿Se puede alcanzar el centro en cualquier literatura hoy?
No soy muy afecta a las metáforas. No recuerdo a cuento de qué venía en Siberia esa cita que mencionas, pero estoy segura de que no tenía que ver con nada relacionado con el campo cultural. Como a cualquiera, me preocupa el destino de mis libros y quiero tener ediciones, etc., pero el tema me resulta muy poco interesante para tratarlo en una novela. Siento que es algo a conversar con amigos, o en la academia como dato lateral con respecto a algo más interesante que eso. Tal vez eso sea lo bueno de ser ecuatoriana (en la estela de Borges hablo): que el centro no es algo que deba preocuparme. Ecuador es la periferia de la periferia y cada vez me amigo más con esa condición, y hasta me voy enamorando de eso. No me gusta la literatura central, menos la centrada. La literatura debería ser siempre una práctica menor, en los límites. La literatura hegemónica es aburrida y estéril.
Gonzalo León (Valparaíso, 1968) es escritor y periodista chileno. Ha publicado las novelas Serrano (Mansalva, Argentina, 2017), Manual para tartamudos (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2016), Cocainómanos chilenos (Mansalva, 2012), Vida y muerte del doctor Martín Gambarotta (La Calabaza del Diablo, Chile, 2011), los libros de cuentos Un imbécil leyendo a Nietzsche (mención honrosa del Premio Municipal de Santiago, 2010), Orden y Paria (LCD, 2001) y La Ley del Hielo (TiempoNuevo, 1994). Además publiqué el ensayo Espejo converso (Indómita Luz, 2019) y la reunión de textos críticos Silabario (Tammy Metzler, 2019). Compiló, prologó y anotó Lemebel oral (Mansalva, 2018). Además ha hecho dos antologías críticas: La Última Gauchada (Alquimia, 2014) y Degenerados (La Güey, Chile y España, 2018). Entre 2007 y 2012 fue editor del sello independiente La Calabaza del Diablo. Escribe periódicamente para secciones de cultura en Chile y Argentina. También dicta talleres y clínicas de obra. Vive y trabaja en Buenos Aires desde 2011.
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