Uno de los proyectos más especiales que han surgido en España en fecha reciente es Dirty Works. Un modo de ver la literatura norteamericana y los clichés a los que nos ha acostumbrado la cultura pop que modifica de modo drástico la imagen del gran imperio gringo. Miguel Ángel Carmona del Barco se acerca a su catálogo en este texto.

 

Si quieres conocer una región (en este caso, el sur de los EE. UU.), su gente y sus costumbres, y que ese conocimiento te haga no querer viajar jamás allí, esta es tu editorial. Ahora bien, a mí no me importaría invertir todo el tiempo que no gastaría en visitar la América profunda, en leer los textos seleccionados y traducidos magistralmente por Javier Lucini (Madrid, 1973), uno de los fundadores del sello y principal artífice del milagro. Primero, hace unos meses, me hice con el archipremiado VOLT, de Alan Heathcock, que es una puta maravilla (perdonen el lenguaje, pero qué es una reseña de Dirty Works sin su correspondiente fucking): un híbrido perfecto entre el libro de relatos y la novela —en realidad, un perfecto libro de relatos y una novela perfecta—, en el que Heathcock observa (y hace observar al lector) el pueblo de Krafton, y uno no sabe si está contemplando una galaxia o un átomo, y qué más da. En la literatura que a mí me gusta, lo macro y lo micro se funden y lo particular y lo universal se alían, como en un ensayo de Clifford Geertz. Porque lo que propone Alan Heathcock en VOLT, y ya estaba en el Padre e Hjo de Larry Brown: es una descripción densa, etnográfica, que permite interpretar una cultura. VOLT es la obra de un antropólogo demasiado honrado como para llamarse a sí mismo científico.

Y sin embargo, no ha sido hasta terminar Padre e hijo, que he tenido tiempo para poner blanco sobre negro las impresiones de ambas lecturas. Esta novela de Larry Brown, publicada a finales de 2016 por Dirty Works, me ha sido más fácil de abarcar (aunque VOLT sea mucho mejor libro) porque las referencias me resultaban más claras: un poco de Las uvas de la ira (un protagonista que regresa a su casa recién salido de la cárcel por haber matado a alguien estando borracho, igual que Tom Joad; un predicador que tuvo que dejar de serlo después de hacer una reflexión muy parecida a la del reverendo Casy), otro poco de Los tipos duros no bailan, que publicaba Norman Mailer una década antes que Brown (lagunas en la memoria provocadas por el alcohol que funcionan como elipsis y que el lector se desvive por completar con una lectura compulsiva, página a página); una estructura cinematográfica, ramificada en subtramas que se alejan entre sí para generar tensión, y que se vuelven a cruzar para alcanzar repetidos clímax, en una suerte de narrativa multiorgásmica —estructura que ahora no nos es extraña porque es propia de las mejores series, como esa primera temporada de True Detective, por ejemplo—; y, por último, una ambientación entre la Savannah de Flannery O’Connor, y Dogville, donde cada vecino de ese pueblo que también podría ser el Krafton de Heathcock (como VOLT también es un libro de padres e hijos) parece vivir en una casa aislada, donde todo y nada se sabe, y los secretos tienen la consistencia de esos muros invisibles que Lars von Trier traza en el suelo con pintura amarilla.

No hay concesiones en el estilo de Brown, como no las hay en el de Heathcock. Ambos le rinden pleitesía a lo minúsculo, pero quizá Brown es en eso aún más auténtico: cada escena, cada diálogo, tiene un número exacto de cigarrilos y caladas, de sorbos a la cerveza o al café, de tragos de whisky y de caricias a un perro; y esa rutina que en otros espantaría al lector, en Brown le somete, y le obliga a observar atentamente, cuando no a levantarse para coger una cerveza del frigorífico, o servirse un whisky o encenderse un cigarro y seguir leyendo.

Hay quienes piensan que es más fácil narrar con verosimilitud la decadencia que el esplendor. Es posible. Pero tengo claro que lo verdaderamente difícil es hacer una descripción densa de esa decadencia, en el sentido de Ryle (descripción densa=conducta+cultura), esa descripción microscópica de la que el autor se sirve para revelar la relación entre conducta y cultura, y que convierte el acto de lectura en un privilegio de dioses que contemplan una galaxia o tal vez un átomo —qué diferencia puede haber para un Dios—.

 

Miguel Ángel Carmona del Barco

Miguel Ángel Carmona del Barco (Badajoz, 1979) es Licenciado en Humanidades y Diplomado en Biblioteconomía y Documentación. Ha publicado «Manual de autoayuda» (Salto de Página, 2016), que fue finalista del premio Setenil ese mismo año, y «La dignidad dormida» (El Alma Descalza, 2013). Actualmente dirige el Centro de Estudios Literarios Antonio Román Díez (CELARD), donde imparte talleres y cursos de escritura. También es colaborador habitual en diversos medios de radio y prensa escrita.

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.