La voluntad de constante reelaboración y corrección de los textos propios, como esencia misma de la cepa que nutre al ensayo, queda evidenciada en este texto donde Marín Cerda reescribe el apartado “Nuestro tiempo” de su libro La palabra quebrada (1982). Lejos de considerar la publicación de un libro como cierre del mismo, Cerda seguía reflexionando sobre los diversos aspectos que había puesto en juego en cada uno de sus textos o capítulos, nutriendo de ese modo la esencia de la ponderación y de la intención de sopesar, mediante la escritura, el mundo, que no es sino la simiente de un género dúctil e inagotable, incluso en las correcciones que admite. Es un placer poder compartir con nuestros lectores este texto que llega, como siempre, de la mano generosa de Marginalia Ediciones.

 

 

“La historia –decía Ortega al participar, en 1954, en el Congreso sobre Apokalypse und Geschichte organizado por el “Centro italiano di studi umanistice e filosofici” de Munich– es inexorable cambio, es movilidad. De aquí mi lema para el hombre actual: mobilis in mobile”.

Estas palabras del pensador español descubren su sentido más radical cuando se las remite al escenario en que fueron dichas originalmente: Munich, Alemania, nueve años después de la Segunda Guerra, es decir, un horizonte que iba poco a poco siendo “limpiado” de las ruinas a que redujo ese brutal suceso a toda Alemania y a la mayor parte de Europa. Por esos años, para los alemanes vivir consistía, en lo más esencial, en un ensayo de repartir –como decía Herbert Thring en su Berliner Dramaturgiede cero, es decir, de nada o casi nada.

No debió ser tarea fácil.

Cada generación, en efecto, suele representarse a su tiempo, presente o actualidad como un horizonte fijo –o, si se quiere, como el telón de fondo– de un escenario en el que ocurren innumerables sucesos de distintas magnitudes y texturas. Pero la verdad es, sin embargo, que ese tiempo que cada generación llama su tiempo es solamente un tramo de una historia mayor, que lo trasciende por ambas puntas. Viene de ayer y va hacia mañana. Es decir, es puro movimiento, permanente cambio, dinámica absoluta.

Ocurre cada cierto tiempo, como ocurrió en Alemania, que el presente o la actualidad ofrece un aspecto extremo inhóspito que apenas permite sobrevivir a la intemperie. La historia parece haberse, por así decirlo, desgarrado y los hombres ofrecen a su tiempo respuestas patéticas, desoladoras, nihilistas. Un ejemplo de ellas la constituye el artículo “Del estilo de nuestro tiempo” de Walter Heist, aparecido en la revista alemana Skorpion en 1948, y reproducido en Francia, un año después, por la revista de los existencialistas franceses, Les Temps modernes.

“La esencia de nuestro tiempo –decía Heist– es la ruina. No sólo las ruinas de las fundaciones económicas, del orden político y de los valores cardinales, sino, además, la ruina en el sentido de que no existe ninguna orientación para construir lo nuevo, ninguna fuerza transformadora en movimiento, ni energías capaces de reemplazar a aquellas que habían perecido”.

Esta proposición registraba el “estado de ánimo” de los intelectuales alemanes de la generación que participó y presenció el colapso apocalíptico del Tercer Reich. Todo estaba reducido a nada, a cero, en estado de ruina. Esta presencia de las ruinas era, a la vez, la ruina de toda presencia. No otra cosa decía, en último trámite, esa joven literatura alemana que, por los mismos años, Heinrich Böll describió certeramente como la Trümmerliteratur, es decir, como “literatura de las ruinas”.

Pero ¿qué significa realmente que en determinadas ocasiones pueda llegar la ruina a ser la “esencia” de eso que cada generación llama su tiempo?

El estado de ruina es, en efecto, siempre la conclusión de un proceso de deterioro, degradación o, como decía Maquiavelo, corruzione. Las cosas, por ejemplo, se arruinan por desgaste, negligencia o accidente. Un hombre se arruina cuando pierde su patrimonio, fracasa en una gestión o asunto importante, enferma o enloquece. Esto ocurre a diario, pero sólo en las ocasiones extremas –esas que llamamos catástrofes– realmente el hombre se percata de que la adversidad es parte de su vida.

Frente a ella, sin embargo, suele el hombre responder con ese gesto patético que es la melancolía. Ha habido épocas, como la llamada romántica, esencialmente melancólicas, fatigadas, casi sin aliento, suspirantes. Ni siquiera el enorme Hegel pudo escapar al vendaval de desencanto que trajo el “alma romántica” a la sociedad europea desde las postrimerías del siglo XVIII hasta aproximadamente 1848. En el ocaso de su vida, retomando Les ruines de Volnay que había leído cuando joven, Hegel deslizó en las páginas iniciales de sus Lecciones sobre la filosofía de la Historia Universal el siguiente párrafo:

“La historia nos arranca de lo más noble y hermoso, que tanto nos interesa. Las pasiones lo han hecho sucumbir. Es perecedero. Todo parece pasar y nada permanecer. Todo viajero ha sentido esa melancolía. ¿Quién ante las ruinas de Cartago, Palmira, Persépolis o Roma no se  ha entregado a consideraciones sobre la caducidad de los imperios y de los hombres?”.

Este párrafo, originalmente dictado en la vieja Universidad de Berlín, fue retomado por Ortega en 1949, al hablarle a un auditorio masivo de jóvenes alemanes que tenían aproximadamente mi edad –es decir, que pertenecían a mi generación histórica– y entre los cuales una parte importante había participado en los últimos combates de la Segunda Guerra y, por consiguiente, había vivido la humillación de la derrota y del cautiverio. Hablando de cara a las ruinas de Berlín –“dentro del inmenso esqueleto que es hoy Berlín”–, Ortega, en vez de invitarlos a una meditación sobre esas ruinas, los incitaba a comportarse “ante su atroz catástrofe no sólo con dignidad, sino con elegancia, viendo en ella lo que es, algo normal en la historia, una de las caras que la vida puede tomar. Porque muchas veces la vida toma, en efecto, un rostro que se llama derrota”.

El fracaso es, en efecto, inherente a la vida humana porque estando el hombre siempre obligado a escoger lo que será –y, por ende lo que hará– mañana, puede elegir mal y está, por consiguiente, siempre expuesto a fracasar. Puede, por ejemplo, proponerse llegar a ser algo/alguien que no está de acuerdo con su efectiva capacidad o que es incompatible con el mundo o sociedad en la que vive. Esta inadecuación doble o sencilla, lo ex-pone al fracaso de su vida. Es lo que, en último trámite, siempre narran la mayoría de las novelas modernas. Cada vez que un hombre “absolutiza” un proyecto –ser escritor, “militante” o tenista–, un fracaso real o aparente puede persuadirlo que ha arruinado su vida, y esta convicción puede arrastrarlo a esa determinación extrema que es la muerte voluntaria o suicidio.

Esto vale para la biografía de un hombre como, asimismo, para la historia de una sociedad o de un grupo social.

Todo hombre debe escoger, a cada momento, entre las posibilidades que la sociedad le ofrece, y para ello debe confrontarlas con sus capacidades o calificaciones efectivas. Llamamos expectativa, justamente, a toda posibilidad confrontada con la capacidad o calificación de un individuo para realizarla. No hay, pues, expectativas abstractas, genéricas, válidas para todos.

 

Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón.

La imagen que ilustra el texto es un conocido fotograma de la película de Víctor Erice El sol del membrillo, brillante ejemplo de ensayo fílmico.