El 3 de mayo de 1981, en el periódico de circulación nacional El Mercurio, apareció esta nota en la que Martín Cerda se acerca a la figura del poeta Humberto Díaz-Casanueva, y en concreto a la publicación de su libro El hierro y el hilo, que se publicase en Toronto durante la dictadura de Pinochet. Como siempre, es una alegría poder poner a disposición de los lectores más atentos la obra de Martín Cerda, que pone a disposición de penúltiMa Marginalia ediciones.

 

Hace 30 años, en su certero elogio del Réquiem, Gabriela Mistral lamentaba que este poema (“bello, breve y mágico”) de Humberto Díaz-Casanueva no hubiese tenido una audición abierta, y atribuía este hecho a la indiferencia hispanoamericana hacia el asunto trágico. Esa lejana observación de la Mistral acorta hoy su distancia y resulta, en principio, pertinente a El hierro y el hilo (Oasis Publications, Toronto, 1980), último libro de Díaz-Casanueva, recientemente editado en Canadá por Ludwig Zeller.

Este libro exige, sin embargo, algunas precauciones.

No tolera, desde luego, una lectura lineal, confiada, excesiva o arrogantemente en sus propios cánones y, sobre todo, ejecutada en un solo plano. No hay en la literatura actual un texto realmente importante que pueda, en efecto, ser leído, comprendido y apreciado como si fuese una superficie plana, compacta y continua. Hasta la nota (literaria) más ocasional ofrece un tramado en el que es posible distinguir diferentes estratos textuales, brechas y bloqueos. De este modo, cuando Díaz-Casanueva introduce, en El hierro y el hilo, distintas tipografías, no es para acentuar o subrayar una u otra parte del texto, ni para despistar o abrumar al lector. Es sólo para señalizar sus diferentes estratos o, en algunas ocasiones, para indicar que el discurso poético ha pasado de un hablante a otro.

Aquí, sin embargo, está en juego ese yo ritual, omnisciente, memorioso y visionario que, durante largo tiempo, ha sido el único sujeto de la lírica moderna, y que parecía condensar, en su soledad ilimitada, todo el “dolor del mundo”. Hoy, por una razón u otra, ese gran Ego ha perdido casi todos sus privilegios (divinos o demoníacos) y, falto de apoyo ultramundando, ha debido residenciarse en la Tierra, descender hasta la calle y convivir entre los hombres. “El ser verdaderamente solitario —advierte Cioran— no es el que ha sido abandonado por los hombres sino el que sufre en medio de ellos”.

Esta extrema peripecia del sujeto lírico es la que, justamente, enuncia y anuncia Díaz-Casanueva cuando afirma que el “yo de hoy vuelve a los orígenes del Yo de Todos”, o cuando dice que sus palabras son sólo “tartamudeos de coros harapientos”. En este punto, sin embargo, El hierro y el hilo prolonga, diversifica y amplifica algo que, en verdad, venía esbozándose desde el Réquiem y, sobre todo, desde La estatua de sal. “Aquí se cierra —indicó en esta última obra— un ciclo de mi poesía y si vuelvo a cantar no olvidaré que el mundo es un coro”.

Ese algo es el asunto trágico.

En las últimas páginas de La muerte de la tragedia, luego de mostrar cómo el genio trágico se había sustraído de la literatura moderna a partir del siglo XVII, George Steiner creyó reconocer en algunas expresiones artísticas de nuestro tiempo el grito (o lamento) por la inhumanidad del hombre y la devastación de lo humano con el que la “imaginación trágica marcó inicialmente nuestro sentido de la vida”.

Es ese mismo grito el que irrumpe, desde el horizonte último de El hierro y el hilo, como un discurso espasmódico, violento e imprecatorio de una comunidad fantasmagórica, sin cuerpo ni rostro visibles, pero siempre presente, y en medio de la cual el yo, olvidando su pasado prometeico, sólo atina a sugerirse como “un Yo cada vez más anónimo”. Como un índice de alguien que, perdido en el laberinto del mundo, busca a tientas el hilo (mítico) que lo oriente hacia una salida que no vislumbra: “Yo soy el germen de una/ Razón venal/ ¡Laberinto!/ El hilo me tira y/ Se corta…”.

En un mundo privado o falto de Dios, la ruptura trágica se introyecta en el mundo, y el conflicto del hombre es transferido del Dios oculto (Deus absconditus) a la “realidad” del mundo en el que vive y desvive. Todo discurso trágico (conceptual, poético o “dramático”) retiene y, a la vez, rechaza al mundo, porque el hombre de hoy no conoce otro destino, ni éste satisface su ilusión o su deseo de Absoluto: “El mundo es inevitable/ Pero el/ Verbo/ Ya no es sagrado”.

No sabría decir cómo Gabriela Mistral hubiese leído, comprendido y evaluado El hierro y el hilo; pero sospecho que, sin duda, hubiese reconocido en sus páginas algunos signos mayores de ese asunto trágico que certeramente subrayó en el Réquiem. Cuando la Tierra, como dice Díaz-Casanueva, “se ha trocado en sombra mortal”, es porque el mundo (y, por ende, la historia) se ha convertido en una trampa, y la vida en una expiación inexorable, sin consuelo ni esperanza.

 

Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón.