El poeta Álvaro Hernando ha decidido arriesgarse y colaborar en penúltiMa con un cuento inédito dentro de la sección Poe y compañía.

 

El poeta es un ser de polos opuestos. O está superficialmente dormido, o está profundamente despierto. O tiene una felicidad que le avergüenza o una tristeza que necesita regalar. O tiene saciada la vista o un hambre tan atroz como mundano. Es un ser silencioso como la sombra de una piedra o, por contra, es ruidoso como un silencio violento. Este poeta estaba hambriento ese día.

Buscaba alrededor, en lo que tocaba, en lo que veía, en cada pequeña sensación, el alimento y cambio. Todas las cosas permanecen, todo menos lo que el poeta mastica. Todo el mundo se alimenta de lo que le rodea. Todos mordemos aquí o allá, para no morir de hambre y hastío. Comemos del paisaje, de la bella mujer conocida, del joven de embaucadores ojos verdes, de la proeza de nuestro equipo favorito o de la derrota del rival. Arrancamos del mundo la realidad y la mezclamos en el buche, con piedras, con pedazos de madera y grano.

Y nuestro buche hace el resto.

Amedrentamos esa realidad y la trituramos, convirtiéndola en una masa digerible. Es necesario tragar un par de piedras para machacarlo todo bien fino. No es posible degustar la vida en toda su profundidad sin rasgarse antes la garganta con una piedra filosa y dura. Además hay que tener un buche fuerte y siempre dispuesto. De esto, de poner el buche en forma, se encargan en las escuelas, pero esa es otra historia que ahora nos separaría de nuestro poeta.

El poeta vio la noche estrellada y sintió conexión con cada una de las pequeñas luces del firmamento. De una dentellada arrancó varias constelaciones y una parte oscura y plateada de la noche. Masticó. Masticó. Masticó.

Tragó.

Y súbitamente su espalda quedó cubierta de una fina capa de plumas grisáceas. Al poeta nada le parece antinatural, incluyendo este cambio, pues en su naturaleza está el observar la realidad con otros ojos y descubrir nuevos paisajes, mundos enteros hasta en los simples posos de una taza de té.

Al poeta le sorprendió el amanecer. Sus ojos se llenaron de intensidad y su corazón de emoción. Día recién naciendo y él, desde su apetito voraz, arrancando con los dientes un pedazo de luz nueva. Masticando. Masticando. Masticando.

Tragando.

Entonces sus zapatos saltaron en pedazos. Ya no tenía pies, sino unas garras semejantes a pequeñas manos musculosas, comprimidas sobre las uñas. Equilibró su peso de nuevo, sobre sus piernas. Miró sus zapatos desgajados completamente en la metamorfosis. Sintió cierta nostalgia de sus pies y un color sepia lo inundó todo. Sus nuevas garras de pájaro, el día nuevo, sus propias manos, sus mismos ojos: todo sepia. Y no pudo resistirse ante la suculencia del color melancólico y mordió de ese paisaje sombrío y bello. Arrancó un buen pedazo. Y masticó, de nuevo, masticó, masticó.

Y tragó, de nuevo. Tragó.

Y su pecho quedó cubierto de plumaje oscuro, fino y denso.

Cualquier otro hubiera buscado una roca, llena de cantos, grietas y cortes, para tragar, para meter allá adentro, en el buche, junto con todo el alimento y hacer de ello una masa digerible y nutritiva. Hubiera sido la manera más franca de poner vida en la vida. Él no. Evitó engullir cualquier piedra, pequeño palo o todo aquello que pudiera ser útil. La utilidad no le servía, le repugnaba. Acercar uno de estos pedazos a su boca era sentir nacer una arcada, un dolor en el estómago revuelto.

La mirada se le perdió entre aquellas piedras y palitos, y vagó hasta que se encontró con una minúscula, diminuta hormiga que cargaba con el cadáver de una enorme araña. La araña tenía las patas contraídas contra su propio cuerpo, como si fueran alfileres queriéndose clavar sobre un alfiletero. Y la hormiga, no más grande que el ojo de una araña, sostenía en vilo aquel cadáver, mientras recorría en ida y vuelta el camino marcado. Una y otra vez, entre piedras y palos, haciendo un surco mil veces recorrido anteriormente, la hormiga había ido por siglos por el camino esperado. Había seguido el dictado para todas y cada una de las hormigas de aquél hormiguero. ¿Salirse del redil? Morir en soledad, ignorada por sus hermanas y hermanos. Eso nunca. Siempre por el camino, portando esa semilla, esa hoja, o aquella muerte que será engullida.

Ahora le tocaba el turno al cadáver de esa araña, por ocho alfileres atravesada, en volandas, en demostración de fuerza de la pequeña hormiga. El poeta, impresionado por el detalle, pensó: «Qué bella dedicación y entrega». Y acercó su boca a la hormiga, entre piedras y pequeños palos, y silenciosamente absorbió, colando entre sus labios toda aquella muestra desproporcionada de fuerza, aspirando a la hormiga y a la araña. Y¡ masticó. Aquello crujió. Masticó. Masticó. Masticó.

Tragó.

Y entonces sus piernas se tornaron patas finas, bien emplumadas hasta la base de las garras.

El poeta caminó, torpemente y desorientado. No tenía una idea clara de cómo podría andar y ni siquiera sabía hacia dónde hacerlo. Se le vino a la cabeza el recuerdo de esas carreteras que vienen y van, llenas de personas que nunca pisan fuera del asfalto, por miedo, como las hormigas, a morir solas, ignoradas. Todas aquellas personas apiñadas, tan cerca unas de otras que no había espacio ni para verse el calzado de los pies. Saturadas carreteras en las que la multitud hace imposible caminar con normalidad. Pensó en esos ríos, de caudal humano rebosante, desbordados de emociones, frustraciones y sueños delicados, marchitables. Es fácil perder los sueños en un lugar así, arropado, anónimo, por la masa. Sintió la necesidad de encontrarse ausente entre la gente y decidió encaminarse a lugares más poblados. Los caminos poco transitados se fueron cubriendo de huellas, las huellas de pisadas y las pisadas se cubrieron de personas que recorrían el camino esperado, el que rara vez se abandona, como hormigas en procesión tediosa. Un tedio multicolor: unos iban alegres, otros tristes; algunos optimistas, otros apesadumbrados; algunos ligeros, otros con pesadas cargas. Y, de repente, ella. Belleza desbordada y tranquila. Envuelta en una hermosura severa, seguida por otros torpes caminantes, la mujer parecía caminar sobre el aire, dejando una estela en forma de esencia, perfume nacido en las mismas fuentes del placer y la felicidad. El Poeta, ciego de apetito desmedido, se le acercó de frente y la engulló. Y masticó. Masticó. Masticó.

Y tragó.

Todas y cada una de las cosas que el poeta había engullido le habían ido transformando por partes. Pero de todos los cambios, el más significativo fue este que se dio tras engullir a la bella mujer. Se le desaparecieron los brazos, las manos, y en su lugar desplegó dos magníficas alas de enorme y algodonada envergadura. Su apariencia humana quedó reducida a la cabeza, a su pelo moreno y a los lentes que cubrían sus aumentados ojos castaños.

Muchos de los que seguían a la mujer continuaron distraídos su camino. Otros, con desgarro, habían caído arrodillados, a espaldas del poeta, y se lamentaban desconsolados. Unos en silencio, con llanto ahogado, otros a gritos desesperados, mostraban la mayor expresión vista de dolor por soledad y ausencia. La hybris y la serena tristeza juntas, disputándose la voz en ese canto. El poeta, conmovido por tal demostración de emoción, giró su cuello más de cien grados y abrió la boca cuanto pudo. De un bocado arrancó la cabeza de todos los arrodillados. Masticó, masticó, masticó.

Tragó.

Toda su cara se cubrió de plumas pequeñas y oscuras, salvo alrededor de unos ojos que ahora eran enormes y negros. Allí las plumas, más claras, formaban un aro mágico alrededor de los cristales azabache. De toda su presencia humana no quedaban más que la nariz y la boca.

Qué más da, pensó. Los poetas siempre hemos sido raros.

Batió las alas y alzó el vuelo. Un vuelo majestuoso, en silencio, casi invisible. Y el viento cálido acarició sus labios. Y el aroma de la primavera, del otoño, del invierno y del verano, el aroma eterno del tiempo, le abrazó en su aleteo. Sólo tuvo que abrir un poco la boca, ni siquiera masticó. Y tragó, tragó. Tragó.

Y entonces su boca y su nariz se desdibujaron, formando en gris y negro un pequeño pico, muy curvo, en forma de gancho.

El poeta-búho voló sobre enebros, sobre olivos, pastos, arroyos y brezos. Pantagruel insaciable, devoró parte de un río, la cima de una montaña nevada, una porción de mar, incluso una ración de tormenta. Y así hubiera seguido, hasta reventar, pero algo en su interior le hizo interrumpir el vuelo.

Náusea, revuelto. Ganas de vomitar. Absoluta revolución, dolor, miedo. Pobre poeta sin buche, sin piedra ni palo con que triturar el alimento. Qué desgracia para un poeta tener que enfrentarse a lo que devora del mundo, directo, con las tripas. Si al menos hubiera tenido esa molleja, como la gallina, el gorrión o el cuervo. Un buche en el que rumiar el mundo, darle tiempo, desgranarlo, aplastarlo, amasarlo, entenderlo.

Así está condenado el poeta a vivir el mundo. A grandes bocados y sin hacer de él una masa digerible. No era posible comer tanta belleza sin cambiarse entero.

Al poco de posarse en una rama, sobre el mismo camino transitado en el que un día conoció a la bella mujer de hermosura severa, su cuerpo empezó a contraerse y a expandirse, rítmicamente, como a pequeñas pulsaciones. Su estómago dolía, su pecho dolía, respirar dolía. Todo fuego. El poeta-búho notó arder su interior. El vómito fue inevitable. Una enorme bola se abrió paso al exterior, obligándole a abrir el pico tanto que parecía quebrarse su boca.

Y allí cayó, la egagrópila, entre los pies de la gente que caminaba por el estrecho sendero de alquitrán.

Algunos ni apreciaron la caída de aquel objeto. Otros, aún fijándose extrañados, ni frenaron su marcha. Sólo unos pocos, muy diferentes al resto, se entretuvieron con aquella egagrópila. Arremolinados a su alrededor, había quienes trataban de interpretarla, mientras otros, muy excitados, proponían desmenuzarla y descubrir qué hacía que aquello les resultará tan conmovedoramente bello. Uno de ellos, silencioso, agarró aquella pelota disforme y comenzó a desmenuzarla. Saltaron pelos secos al viento, huesos quebrados, unos ojos negros de mujer, el olor del mar con su brisa, la muerte de la araña y la aceptación de la hormiga. ¡Había tantas cosas bellas en aquella egagrópila! Todo ello bien ordenado, rimado y compactado. Una sinfonía de belleza.

Desde su rama el búho, observador reflexivo, permanecía atento a las reacciones y a los comentarios.

– Tanta belleza me emociona – dijo un hombre menudo, mientras limpiaba de tierra la noche estrellada.

– No podría haberse expresado con más belleza – murmuró otra, que había reconocido el pelo de una bella mujer, de hermosura severa, allí dentro del vómito.

Y, mientras tanto, con cada interpretación de aquello, al poeta-búho se le secaban las plumas, se le agrietaban los ojos, se le quebraba el pico. Y comenzó el proceso de recuperar la forma humana. Todo ceniza, en sentido inverso. El ego bien alimentado no recupera la humanidad, se hace ceniza en todas sus dimensiones.

Primero la nariz y la boca, luego la cabeza y sus ojos marrón avellana: todo barro seco.

– Pura poesía. – Lloró un señor calvo. Se consumieron hasta ser escoria sucia lo que antes fueran manos y brazos.

– Mirad qué mar. Como el de mi niñez. – Se oyó una voz y se hicieron sal las piernas.

Pronto aquella egagrópila había pasado de mano en mano, de boca en boca, de labio en labio. Y todo el mundo admiraba la rareza vomitada desde las tripas de aquel poeta. Aquél, medio búho, medio humano.

Llegaron los homenajes. Todos querían reconocer el talento del hombrerapaz, capaz de poner toda la belleza del mundo en un momento sin forma, en una pelota compuesta por todos los elementos que él no podía digerir. Algunos picaban partes de su egagrópila. Eran pocos, pero incluso estos se tomaban un respiro de tanta poesía engullendo una noticia de un periódico por aquí, un cotilleo por allá, o algún anuncio del producto perfecto. Y todo al buche. Amasaban. Trituraban. Amasaban. Ellos sí tenían buche. Aún así, la pizca de egagrópila les hacía más digerible la realidad, dura como piedra o palo. Todo sin abusar, con los pies bien aferrados a su calzado.

El interés sobre el poema-egagrópila no duró mucho. Lo mismo se alargó la vida del poeta, ya escultura en ceniza y sombra. La poesía que vivía en él, ahora habitaba en lo que le rodeaba.

No mucho después, un hombre, taciturno y de polos opuestos, de hambre atroz y en plena contradicción, se detuvo ante los restos. Qué bello le pareció aquello. Así, sin poder evitarlo, desencajó su mandíbula y devoró todo.

Y masticó, masticó y masticó.


Álvaro Hernando
(Madrid, 1971), vive en Illinois desde 2013 trabajando como maestro de primaria. Ha realizado diversas colaboraciones y trabajos en conjunto donde se privilegia el intercambio de ideas entre creadores. En 2016 publicó su primer libro de poemas, Mantras para bailar, en la editorial de Chicago Pandora Lobo Press.

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.