Entregamos hoy a nuestros lectores un nuevo relato inédito de uno de nuestros colaboradores más habituales, el guatemalteco Adolfo Mazariegos, que ha tenido a bien remitirlo para que pueda ser disfrutado por los lectores de la revista antes que en ningún otro espacio.
Me mudé a San Francisco hace poco. Había decidido, desde algunas semanas atrás, cambiar de aires para ver si el clima fresco de la época y la brisa marina de la bahía me ayudaban a olvidar el asesinato que presencié frente a mi casa y, del que nadie quiso creerme sino hasta que los detalles empezaron a salir en los diarios y en los noticieros.
Renté un apartamento, sencillo, en el segundo nivel de un pequeño edificio frente a un diminuto y tranquilo puerto de veleros que familiares y amigos me habían recomendado reiteradamente. «No necesitas más que cruzar la calle para tocar el agua salada y fría del mar», me habían dicho. Por eso decidí venirme para acá, para olvidarme de una vez por todas de ese oscuro acontecimiento que me ha perturbado durante todos estos meses. Pero, en fin.
Ayer, después de un largo descanso, comencé la mañana con la firme decisión de meterme de lleno en el trabajo. Lo dispuse todo desde el día anterior. Hasta me preparé un té antes de sentarme a escribir el informe en el que actualmente trabajo. Afortunadamente, el trabajo vía Internet me ha facilitado bastante las cosas.
Tomé un par de sorbos de mi té, y, con la taza en la mano, me asomé a la ventana para observar por unos instantes el mar. Los blancos veleros atracados en el pequeño puerto hacen del paisaje una verdadera postal de esas que antes solían enviarse por correo. No pude evitar dirigir la mirada hacía el muelle de enfrente. Una escena, contraria a la tranquilidad que el paisaje transmitía, me sobresaltó: un hombre, alto y fornido, de unos treinta y tantos años, enfundado en unos jeans azules muy ajustados, camiseta blanca y viejas sandalias, golpeaba con brutalidad a una joven y hermosa mujer de cabellos rubios. Luego, ya casi inconsciente, sin compasión, la lanzó con fuerza al agua fría de la bahía. Se sacudió varias veces los brazos y se limpió la frente con el dorso de la mano, como si el esfuerzo de golpear a la mujer y hundirla en el agua helada lo hubiera hecho transpirar y fatigarse como si de una jornada extenuante de trabajo se tratara.
Golpeé el vidrio de mi ventana varias veces, gritando «hey, hey», pero nadie se dio cuenta.
Todo sucedió muy rápido.
No tuve tiempo para pensar en cuál era la manera más adecuada o correcta de proceder. Debí llamar a la policía. No obstante, sin saber lo que hacía exactamente, bajé corriendo las gradas y de forma estúpida crucé la calle hasta el muelle. Aún llevaba la taza de té (que ya había regado por todos lados) en la mano.
Al llegar al área donde están los veleros me sorprendí al ver que, de uno de los botes atracados, salía la víctima que yo acababa de ver desde mi ventana. Ella, al notar mi presencia, sonrió amablemente. Me saludó con mucha cortesía y confianza, como si me conociera de tiempo atrás. Tuve entonces una extraña sensación de déjà vu, como si todo aquello ya lo hubiera vivido en otro momento, quizá en otro sitio.
Confundido, le devolví el saludo a la chica. Y seguí caminando de largo, sin detenerme, sin fijar mi atención en nada concreto, tratando de disimular mi sorpresa y mi inevitable desconcierto.
Llegué hasta el final del muelle, me detuve unos breves instantes y luego regresé, cruzando nuevamente la calle hasta mi apartamento. Seguía confundido. Realmente confundido. No pude dejar de pensar en ello el resto del día y, sin embargo, no comenté lo ocurrido con nadie, tampoco volví a acercarme a la ventana. Sentía temor de que sucediera lo mismo de la vez anterior…
***
Hoy, al bajar por el diario, como cada mañana desde que me mudé a la ciudad, encontré esta noticia en la primera plana del San Francisco Chronicle:
«Joven heredera muere ahogada tras caer accidentalmente de su bote […] su esposo y su hermana gemela, ambos en shock, quienes no pudieron hacer nada por salvarla según manifestaron, informaron del trágico accidente a las autoridades. Aún se desconocen los detalles […]»
Adolfo Mazariegos es politólogo y escritor. Ha publicado los libros “Utópolis” (No-Ficción, 2019); “Cuestión de tiempo” (Novela, 2018); “Régimen de Convención” (No-Ficción, 2013) y “Un lugar igual… Pero distinto” (Cuentos, 2011). Varios de sus relatos han sido incluidos en compilaciones y antologías en España, México, Uruguay, Argentina, Guatemala y Estados Unidos. Actualmente es docente universitario y escribe semanalmente la columna de opinión Utópolis, en Diario La Hora (Guatemala). Su sitio web es www.adolfomazariegos.com
La imagen que ilustra el texto es obra del fotógrafo Tomasz Kawecki.
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