Antonio Báez, un habitué de estos pagos, amenaza con iniciar una serie de relatos protagonizados, o al menos bautizados, por estrellas de la música pop, y nosotros tan encantados de disfrutar con él de este particular recorrido por la radio fórmula de cuando esta todavía lanzaba música y no música para cortinillas televisivas.
Los trajecitos que me llevaba, de color crema, de color celeste, de color calabaza, le quedaban tan pintados como a David Bowie, estrechitos y pegados al cuerpo. Bebía de pie delante de la barra, sin llegar a apoyarse con el codo como hacía su amigo, y parecía que se mantuviese sobre una cuerda floja, después de unas cuantas copas de ginebra, a las que acercaba los labios inclinándose con la timidez de un galgo joven. No creo que tuviera, que tenga, si vive, muchos más años que yo, pero en aquel tiempo me parecía que nos separaba un abismo. Yo recién empezaba en la facultad, pero mi aturrullamiento me provocaba todavía muchas incomodidades, si alguien me hablaba notaba cómo un intenso calor me subía por los mofletes y al saber que estaba enrojeciendo de vergüenza, esta se redoblaba. No le quitaba ojo de encima y como no sabía cómo se llamaba lo acabé bautizando David Bowie, a quien por cierto no se parecía más que en la estrechura y delgadez de su afilado cuerpo, que yo veía en los vídeos musicales. No dio, por otra parte, nunca muestras de interesarse por la música, era ajeno a todo lo que sonaba, a todo lo que emitía la televisión, nunca lo vi mirar la pantalla. Sonreía, miraba a los lados, a la calle, a su amigo, con el que nunca lo vi hablar, cogía su copita, que era como las que usaba mi madre para ponerle el anís a las visitas en Navidad, pero la suya se la llenaban de Larios, y se la bebía con una discreción que hoy llamaría sanadora, entonces no sabía definirla, con una gracia que yo no había visto nunca, el arrebato que me producía me provocaba un raro efecto en las encías, era como cuando un terrón de azúcar absorbe de una cucharilla un resto de café. No sé si era amor o admiración, pero había una curiosidad más allá de la curiosidad. No lo había visto hasta entonces fuera del bar, nunca me dio por seguirlo, nunca me presenté, nunca crucé con él una palabra. Pero enseguida me di cuenta de que ninguno de los que hacíamos ruido allí, ninguno de los que lo ofendían cuando se dejaba invitar, ninguno de los que se plantaban en la barra con la seguridad de un botarate, tendríamos la más mínima oportunidad de colocarnos ni siquiera cerca del lugar por el que él transitaba, con su amabilidad, con su frágil compostura, con su manera suave de beber copita tras copita tras copita. Tarde o temprano desaparecía, se esfumaba, supongo que siempre en ese punto previo a caer redondo por la borrachera, su amigo, sin embargo, se quedaba hasta resbalarse barra abajo y quedarse dormido entre los pies de la gente. Yo solo iba los sábados pero David Bowie era un cliente diario. Hubo un momento en el que dejé de verlo, me pilló entretenido disipando la timidez con un grupo de chavalas que habíamos conocido en los comedores universitarios y con las que quedábamos allí, así que no me dio tiempo e echar de menos su figura de rock and roll star desmejorado. Volví a verlo al cabo de unos meses por la calle, acompañaba a una chica con esa pinta de pequeña ave zancuda que se le pone a las yonquis. Yo arrastraba, ayudado por uno de mis compañeros de piso, una estantería de zinc que había ido a buscar a una chamarilería, donde estaba a precio de ganga. Nos paramos a descansar y David Bowie y la chica pasaron a nuestro lado, disculpa, dijo él, al sobrepasarnos por la acera rodeándonos, cuando debíamos de habernos excusado nosotros por interrumpir el paso repentinamente. Soltó una voz de pito, aflautada, que nunca le había oído. Iba fumando y una bocanada de humo se me metió por la nariz, la chica parecía exigirle algo, hacía sonar en una mano unas cuantas monedas, que a todas luces le parecían insuficientes, pero la actitud de él era tranquilizadora. Le puso una mano en un hombro y la chica la dejó estar allí. Mi compañero me urgió a seguir, pero le dije que esperase un momento hasta que vi que la pareja se colaba en un callejón. Esa misma noche intenté referirle a varias personas la importancia que tenía en mi vida aquel individuo, el modelo de aquel hombre frágil y desubicado en el aquí y ahora hacía que me entendiese mejor a mí mismo y que fuese capaz de ver en los demás y en mí la zafiedad en la que estábamos siendo educados, pero todos debieron pensar que estaba muy borracho y me sentí ridículo, hasta que una de las chicas, metiéndome una mano en el bolsillo de los vaqueros, consiguió enderezar mi rumbo. En los periodos más agitados de mi cortísima existencia de estudiante tenebroso me olvidaba de él, en los momentos de depresión me ayudaba recordarlo y revivía la colección de imágenes suyas que tenía ante la barra del bar y la vez de la calle con su amiga; su delicadeza, su resistencia, su sutil tozudez para otra copita más, su salida de escena antes del derrumbe etílico, su inestable equilibrio me confortaban como un amigo que te comprende porque él sabe mejor que tú lo que te ocurre, tiene en sus carnes las mismas cicatrices. En mi habitación sonaba siempre a todo volumen David Bowie, que me hacía compañía doblemente, como quien era y como quien yo había bautizado con su nombre. Tuve durante unos meses una novia que parecía un chico, porque llevaba el pelo muy corto y le gustaba vestirse con prendas masculinas, y si me empezó a gustar fue porque de alguna manera la primera vez que la vi me lo recordó a él; luego, la cosa se torció por motivos que ahora no soy capaz de precisar. El caso es que el curso se acabó y para las vacaciones de un verano de mierda volví a casa con mis padres. Conseguí trabajo en una fábrica de lejía. Mi tarea consistía en aguar todas las partidas que salían del almacén. En septiembre volví a la facultad sabiendo que no me interesaba nada, compartía piso con un estudiante de teología que se pasaba la vida en el cuarto de baño pelándosela con las revistas del corazón y con una aspirante a actriz que había caído en desgracia entre sus compañeros porque la consideraban gafe. Me pasé un trimestre dando tumbos por los bares, por las calles, empecé a aburrirme con mis amigos, que seguían más o menos interesados en ir aprobando los exámenes. Un día oí en un autobús a alguien hablar del trabajo en las islas, y la idea se me metió en la cabeza con una fuerza que a mí mismo me sorprendía, las islas, la posibilidad de trabajar. Me marché a la francesa, no le dije nada a nadie, tampoco lo dije en mi casa, donde tardaron todavía un par de meses en descubrir que había abandonado los estudios y me había largado, no sabían adónde. Me empleé en los hoteles, hice de todo, era fácil conocer a mucha gente y meterse en muchos trapicheos. Poco a poco no fue quedando nada del chico tímido y formal que todavía era hacía un par de años. Me sobrepuse a ciertas manías de orden y limpieza que traía de casa; mis hábitos se fueron desordenando, tenía comportamientos imprevisibles, me desentendí de los vínculos familiares, llamé un par de veces a mis padres, pero como por teléfono cada vez montaban una tragedia, le dije a mi hermano que no se preocuparan por mí, que estaba bien, trabajando, que cuando menos se lo esperasen volvería, pero que no insistieran en saber dónde estaba porque no lo iba a decir. No voy a decir que lo pasara mal, pero tuve momentos muy duros; sin embargo, me divertía. Murió mi padre, no fui a su entierro; mi hermana se casó, no fui a su boda. Adonde sí fui fue al concierto de David Bowie. Saqué la entrada en cuanto vi por las calles los carteles que lo anunciaban. Compré varios cedés recopilatorios y volví a oírlo con la intensidad de mi corta época de estudiante. Me acompañaron un par de amigos a los que su música les era indiferente, así que en cuanto entramos en el recinto me escabullí. Como conocía al promotor y me debía un par de favores, le pedí que me lo presentara. Me hacía mucha ilusión estrechar la mano del músico, tenerlo delante aunque fuese escasos minutos. Me dijo que no había problema, así que disfruté el concierto con la ilusión de que después estaría cerca del que desde ese momento no tuve reparo en llamar mi ídolo. Cuando el concierto acabó me dirigí a la zona en la que había quedado para conocer a David Bowie, y allí se formó un grupo escogido, que tendría el privilegio de saludarlo. Estábamos nerviosos, excitados, contentos, nos metimos un tiro de coca cada uno, invitados por el promotor, que presumía de tener una relación casi familiar con David, como lo llamaba. Estuvimos esperando más de tres cuartos de hora en una habitación en la que un televisor emitía vídeos y actuaciones de la gira. De repente alguien nos avisó, sería mejor que nos trasladásemos al mismo hotel en el que se alojaba, que no nos preocupásemos, que un coche de la organización nos llevaría hasta allí. Nos subieron a una suite en la que había una fiesta, así que no solo lo conoceríamos sino que compartiríamos con él un buen rato de diversión. Nos dijeron que la disfrutáramos. Había comida, bebida, música, gente que no sabíamos quiénes eran, pero que parecían artistas, porque el aire que se daban era el de que todo el mundo debía de conocerlos, alguien identificó al bajo que había tocado en el concierto y al batería también, lo cual redobló nuestras ilusiones, porque eran señales que nos aproximaban a nuestra estrella, que de alguna manera nos anunciaban la presencia inminente del Duque. Todo el mundo era simpático y amable, todo el mundo estaba drogado o borracho. Era la mejor fiesta en la que había estado en mi vida, un desconocido al que me acababan de presentar a su vez me presentaba a otro desconocido, y en cinco minutos ya había varias personas llamándome por mi nombre, ilusionadas con mi compañía. Se me olvidó a qué había ido allí, cómo no, hasta que en un momento dado se armó un pequeño revuelo. Al fondo del enorme salón en el que íbamos y veníamos de corrillo en corrillo, con juegos que no terminaba de comprender, no tengo suficiente nivel de inglés para ello, se formó un corro mayor, en cuyo centro solo podía distinguir una espalda embutida en un traje aguamarina con algunos destellos de pedrería y el cabello rubio y encopetado de aquel a quien todo el mundo atendía en ese momento. Me deshice del abrazo de alguien que pretendía introducir su afilada lengua en mi pabellón auricular y corrí hasta aquel punto, pero a mitad de camino fui interceptado por uno de los compañeros que como yo había llegado allí invitado por el promotor para conocer a la estrella. Me dijo, Bowie está en la terraza, vamos a conocerlo. Lo cual me desconcertó, porque yo creía que Bowie era la figura de espaldas que charlaba amigablemente con aquel grupo en el fondo de la habitación. ¿Estás seguro?, le dije. Creo que es aquel de allí, y se lo señalé. No, está en la terraza, ven, es el momento. En el avión de vuelta a la isla me volví a acordar de aquel David Bowie de pacotilla a quien yo mismo un día bauticé en honor a mi ídolo. Dormité una resaca agridulce. Por supuesto, el Duque se me escapó. Si pasé a la terraza, no estaba allí, pues era quien yo había visto dentro de la fiesta y al regresar ya se había ido. Si me dirigí hasta donde yo pensaba que se encontraba de espaldas, me di con alguien que simplemente lo imitaba y al llegar a la terraza ya no había nadie. Sea como fuere, estuve a esto de estrecharle la mano. No pudo ser. El mismo anhelo, el mismo deseo, la misma curiosidad más allá de la curiosidad, que había sentido por aquel muchachito, no sería mucho mayor que yo mismo, que cada sábado veía en la barra del bar con su trajecito de color crema o celeste, que le quedaba pintadito como un guante. Ahora uno y otro, los dos Davids Bowies, el mundo entero, mis padres, la isla, están a la misma distancia que la luna, que el sol, que la estrella que se hunde en el cielo.
Antonio Báez visto por Curro Romero
Antonio Báez (Antequera, 1964) ha participado en diversas antologías de microcuento y relato breve y ha publicado los libros La memoria del gintonic, Griego para perros y su título más reciente es La magia de los días, publicado por la editorial Talentura.
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