Continuamos la publicación de numerosas columnas de Martín Cerda de difícil acceso de la mano de Marginalia editores, donde están preparando la edición de un volumen recopilatorio, y han tenido el amable gesto de ir compartiendo con los lectores de penúltiMa los textos de uno de los más excelsos ensayistas de nuestra lengua, que, en este caso, se acerca a una de esas figuras poco conocidas del pensamiento moderno, pero que merece más atención: Kostas Axelos, considerado de modo irónico dentro del ámbito del pensamiento francés como «el difícil». Martín Cerda en estado puro.

 

Durante los últimos años de su vida, mientras iba redactando las notas de La Voluntad de Poder, Federico Nietzsche intenta llevar a cabo una crítica radical de las “grandes palabras” en que, de un modo u otro, se sostiene el mundo moderno. La demencia, impidió, sin embargo, que el más abisal de los pensadores alemanes pudiese realizar este  propósito. Por los mismos años, en 1880, Gustave Flaubert cayó fulminado, en su retiro de Croisset, frente a las cuartillas inconclusas de Bouvard et Pécuchet, un libro que estaba llamado, según su autor, a mostrar “l´èternelle misere de tot”.

Quizás convenga retener estos dos intentos fallidos.

Los hombres de mi generación –de esta generación nacida entre los años 1920-1935– nos hemos encontrado de pronto, sin saber cómo ni desde cuándo, en un mundo de más en más inhóspito. Esta inhospitalidad está marcando, a su vez, a cada una de nuestras actitudes e interrogaciones, cualesquiera sea su signo, intención o destino, como puedo comprobárselo, un poco en todas partes, en los textos publicados por los escritores e intelectuales de mi generación.

La omnipresencia de este hecho no puede ser esquivada.

No hace muchos años, Kostas Axelos lo señalaba, desde otro ángulo, en un artículo publicado en la revista Arguments. “Vivimos –decía Axelos– en un mundo de conceptos arruinados, de palabras usadas, de concepciones del mundo vaciadas. Vivimos y construimos necrópolis agitadas, poblamos y movilizamos desiertos. Todos los horizontes parecen bloqueados, y hasta la misma cuestión del horizonte se ha vuelto enigmática…”

Kostas Axelos es, posiblemente, una de las figuras que más fielmente expresa la peripecia de mi generación. Como una parte importante de esta generación fue durante sus mocedades, un hombre de fe. Un hombre de esa fe que, emigrada de los predios de Dios, se encarnó, un día, en el socialismo, en la revolución, en la “salvación” del hombre por el hombre. Un hombre que creyó que se podía cambiar el mundo, aún cuando para ello fue preciso morir, como Enjolras, en las barricadas.

¿Qué queda de esa fe?

Resulta difícil responderlo.

La historia de estos últimos años ha terminado cuestionando no sólo al poder de las iglesias sino, asimismo, ha puesto en duda la legitimidad de su existencia. La certidumbre de que la historia tenía un sentido que, de un modo u otro, iba realizándose dialécticamente, ha terminado sustrayéndose cuando, tal vez, más seguros parecíamos de ella. Basta leer con algún cuidado lo que, desde hace unos años, vienen publicando los principales exponentes de esta generación para percatarse de la radical desilusión que, al llegar a la madurez de su existencia, ha invadido su espacio biográfico.

Los textos publicados, este año, en  las dos últimas entregas de Aletheia son, al respecto, trágicamente elocuentes. Los suicidios de Lucien Sebag y de Francine Combelles, dos promisorios pensadores, no sólo incumben a sus protagonistas sino que, en último término, implican una concreta experiencia del mundo. “No se puede –decía recientemente Pierre Verstraeten– eludir la cuestión que nos plantea la muerte de Sebag. Como él y con él estábamos sostenidos por un fin común: pensar al mundo y al hombre, hacerlos…”

¿Qué ha pasado en verdad?

Hace cuarenta años, al estudiar el mecanismo interno del espíritu revolucionario, señalaba Ortega que después de cada ciclo revolucionario se iniciaba siempre, casi irremediablemente, un tempo de servidumbre. En este tiempo –sostenía el filósofo español– el hombre “siente un increíble afán de servidumbre. Quiere servir ante todo: a otro hombre, a un emperador, a un brujo, a un ídolo. Cualquier cosa antes que sentir el terror de afrontar solitario, con el propio pecho, los embates de la existencia. Tal vez el nombre que mejor cuadra al espíritu que se inicia tras el ocaso de la revoluciones sea el del espíritu servil”.

Poco después, en la década siguiente, un escritor obsesionado por las más radicales tentaciones de este siglo, tanto que terminó extraviado, trágicamente, en una de ellas. Drieu la Rochelle, establecía la relación que, fatalmente establece la relación entre el afán de servidumbre y la idolatría de las masas hacia las figuras tiránicas de nuestro tiempo. “La estatua –decía Drieu– de los divinos emperadores. Tumbas de Lenin, Mussolini, de Hitler, de Stalin. Han vuelto los tiempos de las grandes masas débiles y de los grandes emperadores”.

En esta situación, en la que todo parece conducir, en escala planetaria, a la servidumbre de todos, la atroz desilusión que ha invadido el espacio biográfico de un puñado de hombres de mi generación tiene, por paradójico que parezca, un sentido positivo.

Es probable que esto se mal comprendido en países que, como los nuestros viven a la sombra de falsas seguridades de un tiempo irremediablemente perdido. El culto a las grandes palabras goza todavía, entre nosotros los hispanoamericanos, de un cierto prestigio, que bien administrado suele rendir algunas “utilidades” a los mistagogos de esta orilla del mundo.

Pero, frente a la efectiva textura del mundo actual, no caben extravíos ni burladeros.

Para nadie es un misterio que la situación señalada, entre otros, por Kostas Axelos no es justamente una situación holgada en la que, sin más, se pueda estar, sino que, al contrario, es una realidad en la que el mal-estar está forzando, de un modo u otro, a buscarle una salida. Esta búsqueda supone, por lo tanto, que todo pensamiento actual habrá de ser, de una manera u otra, un pensar la actualidad.

Esta tarea que, desde hace unos años, no conoce fronteras ni distingos de especie alguna, es más urgente de lo que usualmente se sospecha. El propio Axelos ha aludido al hecho que, desde hace un tiempo a esta parte, el pensar auténtico se ha vuelto insólito, determinando, a su vez que la realidad actual se haya vuelto, de más en más, impensada e impensable.

No creo estar abultando ninguna migaja.

Hace unos meses, en una conferencia dictada en la Universidad Católica de Santiago de Chile, sostuve que la importancia que está cobrando la muerte de la literatura actual está íntimamente vinculada a la cuestión aterradora del nihilismo. Recientemente, en París, discutiendo el caso Sebag con dos escritores franceses, coincidimos en esta perspectiva sobre este problema al que Aletheia acaba de dedicarle su última entrega.

Tal vez, a raíz de la desilusión que ha dibujado en los hombres de mi generación la historia mundial de estos últimos veinte años, toda cuestión de actitudes habrá de traducirse siempre en una actitud cuestionante, intentando en cada de uno de nuestros actos, eso que Ortega llamaba, con desesperada gracia idiomática, un ensayo de serenidad en medio de la tormenta.

 

Nota literaria fechada el 30 de noviembre de 1966, correspondiente a sus entregas intituladas “Punta de lápiz” del periódico La República de Caracas

 

Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón.