Desde que los Cuentos Grotescos de José Rafael Pocaterra aparecieron por goteo en las páginas de El Fonógrafo a principios del siglo XX, sus imágenes y sus personajes han sido fundamentales para el imaginario venezolano. Nunca como ahora, sin embargo, parece haber un público tan dispuesto a asimilar la prosa de este intrépido narrador, periodista y hombre de acción, que se enfrentó a “las condiciones más oprobiosas de la cristiandad” de su tiempo y que nos legó un testimonio inigualable de su tierra venezolana.
Caobo Ediciones se lanza a la recuperación de su obra y lo hace con un evento que tendrá lugar esta semana en Madrid. Quienes deseen asistir al mismísimo José Rafael en el proceso de darle vida a su personaje más conocido (el malandrito cuasisocialista de Panchito Mandefuá, invitado de honor de aquella famosa cena con el Niño Jesús), el próximo viernes 16 de abril podrán darse cita en la librería Los Pequeños Seres, en un evento único de creación colectiva; una oportunidad irrepetible de ser parte de esta obra que pertenece a los tiempos.
El texto que sigue es el prólogo escrito especialmente por el autor para la edición hecha en un solo volumen por “Edime” en 1955, año de su muerte.

 

Esta edición, revisada y corregida, contiene en uno solo los dos tomos de los «Cuentos Grotescos”, y consta de cuarenta y cuatro trabajos, éditos e inéditos. La única impresión del primer tomo data de hace más de treinta años… En breve quedó agotada. Desde entonces otros cuentos, no todos «grotescos”, novelines y si se quiere novelas (algo de esto publicado en otros idiomas en el exterior y retraducidos a mi propia lengua), vinieron a engrosar la serie. Ya no eran paisajes y perspectivas de mis llanos del Guárico, del Occidente lacustre, de la Caracas refitolera, tremenda provincial que anegaba de lágrimas, al desemboque del cerro, en la vallada de techos rojos y palomas caseras, los ojos del poeta vuelto a la patria; ni menos aquella otra de don Heriberto García de Quevedo:

“…en la falda de un monte que engalana
feraz verdura de perpetuo abril,
tendida está cual virgen musulmana
Caracas, la gentil…”

Y que según el vate engolado era un “noble plantel de heroicos ciudadanos”. No, señor, no era ya nada de eso… “Alta y en alto” la saludó Eduardo Marquina mucho después, en una hora de aplastamiento escandaloso, ¡y las mil tonterías que conferencistas, escritores y portaliras trashumantes ofrendaban a la hospitalidad pueblerina de la pueblerina villa! La afrancesada aldeota que no sabía francés, tuvo su temporada ingenua, pequeñas islas de la cultura que el viejo Humboldt disfrutara en las reducidas tertulias «mantuanas”, cuando un negrito valía cinco pesos y un indio, ni dos. La plebe caraqueña era sumisa o escandalosa y procaz entre dos bochinches, y el ingenio “local» vengaba, a punta de chistes agudos o idiotas su vieja murmuración colonial. La gente “decente» —ya que para un humorista antañón, los demás debían de ser gente indecente— vestía muy bien, arrastraba coche, iba a la ópera y barítonos de salón, poetas domésticos, damas contraltos, sabios a domicilio, con mucho de política parda y otro poco de entusiasta ilusión “por el arte”, daban pábulo a las hablillas venenosas de la gente “de segunda» y a ese admirable regocijo plebeyo que se agolpaba a las ventanas de los bailes o vendía sus granjerías a lo largo de las aceras, entre el empedrado enmarcado con “yerba -e- pollo» y la fachada de apliques imitación mármol y hierros de ventana barrocos. Había un silencio solemne cuando en el rincón del piano una de esas celebridades locales —¡siempre tan caraqueñas!— que era “jurisconsulto» o “mago del bisturí», tocaba flauta o violín o había escrito un tratado de Derecho romano o fue el primero que descubrió la propiedad diurética de la pata de grillo, o sencillamente, ocupaba el rectorado de la ilustre Universidad, pulsaba su lira y, cabe un pianista ocasional, deleitaba a las mujeres lindas, gordas, encorsetadas que delicuescían tras sus abanicos, al recitado de la patética melopea “¡Oh Cazador!”…

Esto exasperaba las pocas villas provincianas que envidiaban e imitaban aquellas soirées de un modo ingenuo y lamentable. El país, mientras tanto, iba a la diabla: guerras civiles, guerras sociales, guerretas, conspiraciones con los tres toques simbólicos al postigo y periodismo “doctrinario”. ¡Qué Caracas aquella! Políticos sin política. Generales por tablones. Intelectuales de chambergo y revólver. Brandy. Las «americanas” de Puente de Hierro. Los tiroteos urbanos y rurales. Una mezcla de Gustavo Adolfo Bécquer y Xavier de Montepin.

Antes de lo que llámase la “era del petróleo» (1915-195…?) el lago de Maracaibo era de agua salobre, acusaba su riqueza grasa en las franjas de moaré tornasol que se tendían por la superficie plomiza, o en los charquillos de asfalto, tierra adentro. Una población de calles de arena, mitad alquería circunscrita a unas cuantas vías en derredor de la plaza central y más allá, buen trozo de techos pajizos de tipo tahitiano. Abogados poetas, médicos poetas, curas poetas, mercaderes poetas, muy amantes de su tierra, en verdad bastante instruidos para su medio, fanáticos de sus creencias de tipo político o de tipo religioso, todos excelentes, todos simpáticos, todos poetas.

Entre aquella gente de Oriente y de Occidente, un poco gárrula, criadero de caudillos y emporio de tristes hazañas de campamento o de encrucijada, lejos de la atolondrada capital, más allá de la mesocracia de las villejas de la zona central, al socaire de las cordilleras que se ven desde el valle de Caracas, costa abajo a anudarse en la Pamplona colombiana, el gran silencio de las llanuras… El pastor con su mecha de carne y su potro flaco, la desolación sin caminos, ni voluntad, ni esperanza. El Llano. Un aleluya que se convirtió en de profundis. Allí también capté el paisaje y el hombre que tanto éxito ha alcanzado después en el asfalto del Distrito Federal, estilizándose en joropos o pintándose en grandes murales literarios de tipo simbólico…

Lo que yo creo que no debe soportarse, ni en el arte ni en la vida, es esta especie de heroína literaria con que se está drogando a las plebes urbanas, describiendo con aciertos indudables un fondo de sabana, la majestad de los ríos paternales, la infinita angustia de las distancias para poner a bailar unos muñecos novelísticos rellenos de aserrín lírico y con los que se pretende crear lo que la realidad del arte debe mirar tal como es y devolver honradamente a la perspectiva de su propio pueblo: el aniquilamiento positivo de una raza que se extingue, para que otros hagan literatura con su úlcera, su catástrofe económica y su decadencia. ¡Pero si hasta las pésimas estrofas de nuestro himno nacional están llenas de embuste! Tenían que tener un éxito esas artificiosas imágenes de que entre la Selva, el Llano y los hombres palúdicos de hace una buena parte del siglo pasado y lo que va de éste… íbase a comenzar la llamada «revisión de valores” en un «afán de superación”. Y el escenario de las letras contemporáneas de mi país se pobló de disfraces de llanero, hablando en llanero y cantando con zapatos de botines ciudadanos el ritmo tosco y bravío de quienes largaban el estribo de punta para desahogar el entumecido cabalgar de sus sabanas. Lo dice la fabla ruda de los pastores, de los pastores de los Guáricos y de los Apures: «deseos no empreñan”. En mis cuentos y en mis novelas («Vidas obscuras”, «La casa de los Abila”, algún otro trabajo) yo he querido dar otra noción: la real. La que yo vi en luengos años en el corazón de las llanuras, bajo el castigo de las plagas, de las guerrillas salteadoras que acometían, surgidas del Centro o del Oeste, las últimas reses, los últimos caballos, las últimas gallinas, en hatos, potreros y ranchos… De paso quedaban mujerucas encintas y hambre adelante como estrella de Belén, camino de poblados despoblados. Y dale con la literatura patiquinesca de estar forjando lindas novelas y masoquineando la pueril vanidad criolla que remata, en cada pedazo del país en que vivimos, con aquello de: ¡“este heroico y sufrido Estado”! Puede haber un arte sin honradez, como una mujer es bella sin honestidad.

Esos trozos de ambiente son «el ambiente” de mi literatura. Ni rectifico, ni sacrifico: Narro.

Por eso «las modalidades» cogidas aquí y allá, unos copiando, adoptando, otros recopilando y glosando, son, a la severa dignidad de las letras, como esos recursos de las pobres gentes que en vaso abyecto recogido entre las basuras de la casa rica, al que ciñen un papel rizado, plantan un geranio «para cuando pase la Procesión”. Y esto es patético y perdonable por su desinterés. ¡Lo otro, no! De ese arte, falso, de ese relumbrón necio pasan al desenfado de dictaminar y analizar con el tremendo desparpajo que parece ser el signo fatal de una frustración agresiva. Yo he sido testigo de etapas sucesivas de este desenfreno que, a la postre, conduce al mismo sitio de donde surgió: la cacografía recurrente. Hablan de «nobleza de estilo” mulatos luangos que ni saben pronunciar su lengua, y de «técnica” novelística y cuentística quienes no logran pergeñar algo que perdure más allá del tobo de los papeles del día antes.

Retratarse en camello de alquiler contra una pirámide, trepando la gradería del Templo del Sol en sandalia de Miami, o asomado a una terraza de un café de París, o saliendo del capitolio de Washington o metiéndose en el Empire…, cuando no es la otra forma de «cultura” para la que Venecia hiede a agua posma, Roma es muy calurosa y sólo la Côte d’Azur deja su recuerdo porque vieron pasar al Rey Faruk en bi-ki-ni ¡y las ostras son divinas!

Y esto no es Venezuela, no señor. Esto es el mestizaje hispanoamericano, frutas del trópico enlatadas por Campbell.

¿Un arte propio? El arte no es propiedad ni de un país ni de una raza, ¡y menos de dos docenas de pelafustanes que salen por ahí con la sigla de “nuestra generación” que años apenas luego son nuestra degeneración. Que con los instrumentos que se posean —como un preso labra un coco bien labrado o Cellini trabaja la pata de una custodia— puede hacerse arte, es lugar común. Sólo que por el hecho de estar recluido no todo convicto labra coco ni todo modesto platero cincela custodias. “Catorce versos dicen que es soneto”, comentaba hace más de tres siglos Lope de Vega; y le advierte quién sabe qué petulante de su época: “sólo que entre los versos hay que poner talento”.

Claro está que cuando uno de los Mann —y no sé si Tomás es mejor que Henrique —o un Somerset Maugham, un Green, un Sartre o un Camus, ya tenemos el chaparrón de “nuevas sensibilidades en un delirante enanismo…” Y cada artículo crítico es un catálogo de librería y los papanatas se quedan boquiabiertos ante esas erudiciones que saltan de la interpretación de Rimbaud a los principios de la economía animal o a la palingenesia de la lírica en el Renacimiento italiano… Esto tampoco es nuevo, porque es eterno. Hojeando una vieja colección de la “Revista Ilustrada” que editaba en Nueva York entre los 90 y 95, un “crítico” de la época, contemporáneo del autor del “Bel-Ami”, escribe ingenuamente:

“En los cuentos y novelas cortas se distinguió mucho Guy de Maupassant; pero tiene competidores que lo igualan y algunos que lo sobrepasan en Francia. Le falta en estos cuentos el arte de cristalizar en una frase todo un concepto filosófico, esa perfección suprema de los cuentos de Voltaire”.

Lo mismo hubiera significado dicho al revés ahora:

El cuentista, es decir, el escritor que logra encerrar en pocas páginas lo vital, lo artístico y lo que necesite dos o trescientas para comunicar al lector en dos o tres días lo que él logre en pocos minutos, es la simiente del novelador copioso cuyo mérito es extenderse, explicar, explicarse, y cuando lo logra es porque la simiente prendió. De lo contrario, la generalidad de “fabricantes” de intriga novelesca con sus tres clásicas dimensiones y la cuarta en veremos, no pasan de ser festones más o menos vistosos de un arco de cartón que al marchitarse toman la más triste forma de la basura: la marchitez vegetal y el papel sucio.

Esos maestros como Faulkner, Steinbeck o el italiano Pirandello algo antes, o Aldous Huxley, cuyo cordón umbilical —¡parece mentira!— venía desde “Un drama nuevo”, de Tamayo y Baus que hace tiempo se consideró “un culebrón”, no reventaron a la celebridad porque estuvieran preocupados en devolver lo que las olas sucesivas del arte —de su arte— les vino acumulando desde Bélgica basta Barbey D’Aurevilly, o desde Dickens hasta Oscar Wilde. No: como cada uno de ellos tenía su mensaje (y escribo este horror de expresión para que lo entiendan los pucherólogos de las letras) ellos escribieron así porque así lo pensaron de la imagen material a la sensible, porque algunos lo vieron o lo vieron vivir de cerca… Porque lo sufrió su hiperestesia finísima del ambiente, de la sociedad, del mundo, en fin, en que se agitaron o vivieron u observaron. Y cuando un Proust enfermizo se encerraba entre malhadados emplastos y recogía las huellas de sus “tiempos perdidos” entre los vahos de creosota, al dorso de cuanto papel le caía a la mano, ya regresaba con las gavetillas cerebrales cargadas de datos, de aspectos, de asombrosas inducciones, de deducciones calofriantes en el proceso de una vida literaria de “salonard» que no aspiró a ser un “salonard” de la vida literaria. Las divinas comedias surgen de las pequeñas tragedias: el ámbito no importa. Las luchas civiles de un poblacho florentino, las corrientes corrosivas de una sociedad “faisandée” que se pudría antes del ‘14 para volverse «maquis” el ‘39… Esto no es. Lo que importa es el genio que las interpreta.

¿Escuela… estilo… tendencias? Hace ya tiempo, desde el «preciosismo” que se impuso la tarea de desprestigiar la difícil facilidad a punta de retorcimientos y palabras escogidas y de imágenes tomadas a la música, a las artes plásticas y aun a la repostería, hasta la penúltima moda surrealista que trajo como pleamar de entusiasmo juvenil piedras, conchas y mariscos con y sin s; todo eso que en la playa vomita la inexhausta energía del mar literario con su resaca de «generación» de tal a cual año, ha venido intentando, a fuer de análisis, sacar de quicio el concepto de claridad, de simplicidad, de escueta belleza, eso que a través de los siglos fue la elegancia esbelta de altura, de equilibrio en la arquitectura de las grecias frente a las babilonias de jardines colgantes…

 

José Rafael Pocaterra (Valencia, 1888 – Montreal, 1955) Escritor venezolano que destacó como uno de los mejores novelistas venezolanos de las primeras décadas del siglo XX, periodo literariamente dominado por la narrativa realista y naturalista. También cronista y poeta, José Rafael Pocaterra es considerado, además, un gran maestro del relato breve, los Cuenos grotescos es su obra más acabada y reconocida dentro del género.