Traducidos por Antonio Díaz Oliva, la editorial chilena Neón publica uel único libro de relatos, ella los llamó «cuentos y bosquejos» que Woolf llegó a publicar, en una edición pagada por ella misma, (no sólo una habitación propia, sino una editorial, podría decirse) y son prácticamente desconocidos en el ámbito castellano parlante. Por eso es doblemente interesante poder conocer esta faceta menos transitada de una autora cada vez más presente en la literatura de hoy.

 

Bueno, acá estamos, y si miras alrededor verás que el metro y los tranvías y los buses, también los pocos vehículos individuales, e incluso me atrevo a decir que los coches a caballo, parecen todos ocupados y tejen hilos desde una calle de Londres a otra. Aun así tengo mis dudas.

Si de hecho es cierto, tal como lo aseguran, que ya arreglaron la calle Regent, y que el tratado ha sido firmado, y que el clima no está demasiado frío para esta época del año, y que los departamentos están tan caros que ni pensar en arrendar uno por acá, y que lo peor de la gripe que anda dando vuelta son sus efectos secundarios; si justo ahora me acuerdo de escribir una nota sobre la gotera en la despensa, y que dejé un guante en el tren; si los lazos de sangre me lo piden, me tiran hacia adelante, que acepte esa mano que parece ofrecida con vacilación…

“¡Siete años desde que nos conocimos!”

“La última vez en Venecia”.

“¿Y dónde vives ahora?”

“Mira, me va mejor por la tarde, aunque, si no es mucho pedir…”

“¡Claro que me acuerdo de ti!”

“De todas maneras, la guerra dividió mi vida en dos…”

Si la mente está siendo atravesada por semejantes dardos, y debido a que la sociedad humana así lo impone, tan pronto uno de ellos ha sido lanzado, ya hay otro en camino; si se pone caluroso, y además han encendido la luz eléctrica; si decir una cosa deja detrás, en tantos casos, la necesidad de mejorar y revisar, provocando además arrepentimientos, placeres, vanidades y deseos; si todos los hechos a que me he referido, y los sombreros, y las pieles sobre los hombros, y los fracs de los caballeros, y las agujas de corbata con perla, son lo que surge a la superficie de esta realidad, ¿qué podemos hacer al respecto?

Cada minuto me cuesta explicar por qué, pese a todo, estoy sentada acá y pienso algo que ahora no consigo decir, y ni siquiera puedo recordar la última vez que me sucedió lo mismo.

“¿Viste la procesión?”

“El rey fue un poco frío”.

“No, no, no. ¿Pero qué era?”

“Imagínate que se compró una casa en Malmesbury”.

“¡Qué suerte que encontró una! Tan caras que están…”

Por el contrario, me parece que es obvio que ella, quien quiera que sea ella, está condenada ya que su vida es solo un asunto de departamentos y sombreros, o así parece ser también para las cien personas sentadas acá, todas bien vestidas y encerradas entre paredes, con pieles, tan seguras. No es que quiera presumir, pero aquí estoy tranquilamente sentada sobre una silla dorada, y mi mundo gira solo alrededor de una memoria enterrada, como todos lo hacemos, ya que hay señales, si es que no me equivoco, de que todos y todas estamos recordando algo, siempre buscamos furtivamente algo. ¿Entonces por qué tanto movimiento?, ¿por qué esa ansiedad de que si uno se sienta así puede arruinar los trajes, y que dónde hay que dejar los guantes, y que si abotonarse o no? Acá vienen; cuatro oscuras figuras con instrumentos. Se sientan bajo la luz; descansan la punta de sus arcos en los atriles; con un movimiento simultáneo los levantan; suavemente los posan y, luego de hacer contacto visual con el intérprete que tienen en frente, el primer violinista cuenta uno, dos, tres… ¡Aparece, florece, brota y explota! Te imaginas un árbol de peras en la cima de una montaña. Chorros de agua que salen de fuentes; las gotas caen. Pero las gotas de agua del Rhone fluyen rápida y profundamente, corren por debajo de los arcos, y barren las hojas caídas, lavan las sombras de los pescados plateados, los pescados manchados que se apuran por las aguas rápidas, y ahora caen en un remolino en el que se forma una conglomeración de pescados; saltan, salpican y raspan sus aletas afiladas; y se forma tal hervidero de corriente que los peces, como guijarros amarillos, se revuelven y gira, giran y giran; libres ahora, corriente abajo, o a veces hasta saltan en hermosos espirales por sobre le aire; están encorvados, arriba y arriba… ¡Qué bondad hay en aquellos que sonríen amablemente mientras caminan por el mundo! También en la alegres mujeres que pescan, acuclilladas bajo los arcos, oh esas escena de mujeres viejas, qué profundas sus risas y cómo sacuden y gritan, cuando caminan, de un lado al otro, ¡uhm!, ¡ah!

“Pertenece a la primera etapa de Mozart, sin duda…”

“Pero la melodía, como todas sus sonatas, lo desespera a uno, o sea digo, le da esperanzas más bien. ¿A qué me refiero?, ¡pero si esa es la peor música! Yo quiero bailar, reírme, comer tortas de todos los colores y tomar un buen vino. O escuchar una historia un poco cochina. Eso sí que me gustaría. Mientras más viejo se pone uno más le gustan las historias indecentes. ¡Ja, ja! Sí, me estoy riendo. ¿De qué me estoy riendo? No, no dijiste nada, tampoco del caballero que tienes frente a ti…. Pero suponte que… mira, imaginemos que… ¡cállate!”

Ese río de melancolía que nos arrastra a todos y todas. Cuando la luna aparece a través de las ramas del sauce veo tu cara, oigo tu voz y un pájaro trina a la vez que pasamos cerca de una cama de mimbre. ¿Qué estás susurrando? Tristeza, pena. Alegría, placer. Estamos juntos, tejidos juntos, inextricablemente mezclados, unidos por el dolor y tejidos por la tristeza. ¡Crack!

El bote se hunde. Las figuras ascienden, pero ahora, delgadas como hojas, afilándose hasta convertirse en un tenebroso espectro que, como si fuera de fuego, extrae de mi corazón ciertas pasiones. Éste abre mi pena, ablanda la compasión, inunda de amor el mundo sin sol, y tampoco, al cesar, cede en ternura, sino que hábil y sutilmente va tejiendo y destejiendo, hasta que en esta estructura, esta consumación, las grietas se unen; ascienden, sollozan, se hunden para descansar, la pena y la alegría.

¿Por qué apenarse entonces?, ¿qué quieres?, ¿permanecer insatisfecha? Yo creo que todo se arregló; sí; acostada bajo un cobertor de pétalos de rosa que caen. Mira cómo caen. Ah, pero justo ahora se detienen. El pétalo de una rosa cae desde una enorme altura como un pequeño paracaídas desde un globo inflable e invisible, gira, vacila. No nos alcanzará.

“No, no. No he visto nada. Eso es lo peor de la música: los sueños estúpidos que uno tiene. ¿Ah?, ¿dijiste que el segundo violín se queda atrás?”

“Mira, esa es la señora Munro. Solo puede caminar con un bastón. Está cada día más vieja, pobre mujer, y además con este piso resbaladizo.”

Vieja mujer ciega, esfinge canosa… ahí la veo pararse en el pavimento, tan rígida, hace señas para que uno de los buses rojos se detenga.

“¡Qué hermoso! ¡qué bien que tocan! Qué bien, qué, qué…”

Su lengua no es más que una campana. Pura simpleza. Las plumas del sombrero que tengo al lado son igual de brillantes y agradables que el sonajero de un niño. Una hoja de plátano destella verde por la rendija de la cortina. Qué raro todo.

“¡Eso! Sí, sí, sí… ¡cállate!”

Estos parecen enamorados en un parque.

“Si me dejaras tomarte la mano querida…”

“Todo lo que tú me digas corazón. Además, parece como si hubiéramos dejado los cuerpos en el salón. Y eso que ves sobre el césped son las sombras de nuestras almas”

“Entonces, esto son abrazos de nuestras almas

Por la ventana los limoneros se mueven como si dieran su aprobación. El cisne se aparta de la orilla y flota ensoñado hasta el centro de la corriente.

“Pero para continuar. Me siguió por el pasillo y, mientras dábamos la vuelta a la esquina, me enredé con cordón de la falda. ¿Qué más podía hacer que gritar ‘ay’ y detenerme un momento para componerme? Pero entonces él sacó su espada, hizo como si estuviera peleando alguien a muerte, y gritó: ‘¡Loca, loca, ¡loca!’ Después de lo cual grité y el príncipe, quien estaba escribiendo algo en un libro grande con papel de vitela desde un balcón, salió con su capa de terciopelo y pantuflas peludas, cogió una espada de la muralla (un regalo del rey de España), y yo me escapé y me cubrí con una manta para ocultar los hoyos de mi falda, pero entonces… ¡escucha!, ¡las campanas!”

El hombre le responde rápido a la mujer, y ella se escapa hasta la escalerilla del tren con un intercambio de palabras tan lleno de elogios que ahora culmina en un sollozo de pasión; en éste las palabras son indistinguibles aunque el significado sea más bien obvio: amor, risa, vuelos, búsqueda, felicidad celestial. Todo parece flotar sobre las leves olas de una ternura agradable, hasta el sonido de las campanas de plata, primero distantes, gradualmente más y más distinguibles, como si los mayordomos recibieran el amanecer o como si anunciaran abyectamente que los amantes se están escapando… el jardín verde, una piscina iluminada por la luna, limoneros, amantes y los pescados se disuelven en el cielo ópalo, a través del cual, a la vez que a los cuernos se les unen trompetas apoyadas por los clarinetes, se ven arcos blancos firmemente sobre pilares de mármol… campanas. Sonidos metálicos y estruendos. Marchas innumerables. La confusión y el caos caminan por la tierra. Pero esta ciudad hacia la que viajamos carece de piedra y carece de mármol, se alza inconmovible, y tampoco hay rostro, y tampoco hay bandera, que reciba o nos dé la bienvenida. Los pilares están desnudos; auspiciosos para nadie; no se proyectan sombras; resplandecen; todo es tan severo. Entonces me caigo, no más ansiosa, solo deseando ponerme en marcha, encontrar la calle, marcar los edificios, saludar a la señora que vende manzanas y decirle a la empleada que me abrirá la puerta: qué estrellada está la noche.

“Buenas noches, le hago una consulta: ¿usted va en esta dirección?”

“No, voy para el otro lado”.

 

Virginia Woolf (Londres, 1882). Gracias a novelas y ensayos como La señora Dalloway, Al faro, Orlando y Una habitación propia, es considerada una de las figuras centrales de la literatura del siglo XX. Murió en 1941. El presente relato pertenece al libro Lunes o martes, editorial Neón (Santiago de Chile), traducción de Antonio Díaz Oliva.