Continuamos la publicación de numerosas columnas de Martín Cerda de difícil acceso de la mano de Marginalia editores, que se encuentra ahora mismo preparando la edición de un volumen recopilatorio y ha tenido el amable gesto de ir compartiendo con los lectores de penúltiMa los textos de uno de los más excelsos ensayistas de nuestra lengua, que, en este caso, se acerca a uno de los espacios más connotadamente literarios de toda la Historia occidental: el café. Lugar de reunión, de tertulias, escenario de la socialización de los solitarios artistas, el café parece ya desaparecer como el espacio que fue durante tres siglos. Pero, ¿qué será de nuestro arte sin los cafés?
Confieso que no he llevado vida de Café durante varios años. Los suficientes para que me resulte un poco penoso de resucitar su hábito. Tanto como debe resultarle el retorno a la pista al atleta que ha pasado retirado largo tiempo de los estadios. La comparación me parece bastante exacta. El hábito del Café –que no debe confundirse con el simple hábito del cafecito– es, al fin de cuentas, una especie de atletismo verbal.
Un diario entrenamiento.
Quizá sea preciso que aclarar que llevar vida de Café no consiste en tomarse uno, dos o más negritos a la carrera, sino, más bien, en el acto de hilar un par de horas al día en un cafetín, para discutir sobre los temas del día con un pequeño grupo de personas que suponen suelen transitar por la misma vereda por la que, de un modo u otro, acarreamos nuestras sombras e inquietudes. Esto debe, naturalmente, aprenderse.
Pero, ¿dónde?
Es probable que el sitio más indicado para este aprendizaje sea aún Madrid. Basta leer las venerables Charlas de Café de Ramón y Cajal, para percatarse del grado de refinamiento espiritual a que llegó el pueblo español en materia de vida de Café. Recuerdo que, hasta hace algunos años, Camilo José Cela acostumbraba despachar su correspondencia desde una mesa del Café Gijón de Madrid. Este establecimiento no sólo se beneficiaba de la sombra tutelar del variado anecdotario de las peñas de antaño, sino también, de la sombra húmeda de las arboledas del Paseo de Recoletos.
Esto me hace pensar que el Café ha cumplido en la Historia un papel más importante del que usualmente se le suele atribuir.
Desde que los árabes tuvieron la graciosa idea de introducirlo por las puertas del Mediterráneo oriental –es un hecho sabido que el primer establecimiento fue abierto por dos sirios en Constantinopla durante el siglo XVI–, el Café se ha convertido en una especie de plaza cerrada de las inquietudes políticas, sociales, económicas e intelectuales de los pueblos.
Es probable que, por esta razón, el Poder siempre haya recelado un poco de los parroquianos de Café.
Los historiadores han referido que los mutis de Constantinopla, inquietos por la suerte de conversaciones que tenían en el cafetín de los sirios, obtuvieron su clausura. Un siglo más tarde, cuando el hábito del Café había echado raíces en Europa Central, Carlos II de Inglaterra ordenó cerrar todos los cafetines argumentando que estos establecimientos se habían convertido en lugares de sedición.
Los resultados de esta carolina medida son conocidos.
Desde su aplicación, los bravos ingleses no sólo han perdido el hábito del Café –amén del más rudimentario buen gusto por el cafecito–, sino, también, `parecen haber perdido la costumbre del coloquio en público. Londres me ha resultado siempre un estupendo monólogo que, por una misteriosa sincronía, se repite en la cabeza de cada una de los disciplinados súbditos de su Graciosa Majestad.
Esto se comprende al cruzar el canal de La Mancha.
El Café ha jugado en Francia un papel difícilmente comparable con el de cualesquiera otra institución pública o semipública. Sólo que viñateros, al fin de cuentas, los franceses, le han añadido el vinillo, el aguardiente, el cognac… No cabe ninguna duda que la presencia del Café se ha dejado sentir, desde el siglo XVII, en todas las actividades políticas, artísticas e intelectuales que ha emprendido la gruñona nación gala.
Este hecho ha tenido, sin embargo, sus detractores.
El viejo Montosquieu solía advertir que el Café servía para que entrasen algunos hombres de mediana inteligencia, que, luego de sorber dos o más cafecitos, salían convertidos en verdaderos leones de la Inteligencia. Quizá tuviese razón. Es probable, por ejemplo, que el mal de humor de Voltaire sólo fuese el resultado fisiológico de la excesiva cantidad de café que consumía diaramente chez Procope.
Sin embargo, un hecho reciente –ocurrido, esta vez, en nuestra pobre América– me plantea una feroz interrogante sobre el uso del café en la vida de los pueblos.
Grandes bebedores de café, parlanchines e ingeniosos como pocos, los brasileños acaban de ser despojados de su más rudimentaria legalidad política. Ninguno de ellos –al menos, en mi conocimiento– se ha muerto de colapso cardíaco. No puedo entenderlo.
Es probable, que en su imaginación, el pueblo brasileño haya estimado que la caída de Goulart no guardaba el mismo carácter catastrófico que tuvo su caída en Maracaná.
Todo es cuestión de perspectivas.
Cuestión de cafecitos.
Nota literaria fechada el 23 de abril de 1964, correspondiente a sus entregas intituladas “Punta de lápiz” del periódico La República de Caracas.
Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero