Se insiste demasiado en las ventas de los libros y muy poco en las reventas de los mismos, que es donde queda en evidencia realmente la decepción que generan en los lectores. ¿Puede decirse que un libro es bueno porque tenga muchas ventas si luego los que lo compraron se deshacen de él de modo masivo? Sobre los disparates del mercado editorial y la influencia que proyecta en estamentos que se pretenden más legitimados y, peor aún, legitimantes, como el de la crítica, versa esta columna del director de la revista.
Desde hace ya bastante tiempo el de las cifras de ventas viene siendo uno de los criterios a los que se recurre más a menudo para decidir qué libros tienen éxito y son importantes. Al menos, eso es cierto, es el único que es demostrable de modo más o menos objetivo, y quizás en ese sentido no sea tan descabellada su preeminencia. Salvo que es un criterio que no se extiende a otros ámbitos de la existencia: una cadena de hamburguesas vende más que un restaurante con tres estrellas Michelin, y nadie diría que eso lo convierte en un establecimiento hostelero mejor. En cambio, un libro vende mucho y ya los medios dan por sentado que es bueno, si no a efectos estéticos y/o literarios, sí a instancias del mercado que parece regir los designios de nuestras vidas. Así, resulta muy extraño ver a los periodistas despacharse con ironía o sarcasmo con bazofias como las que firma Dan Brown o, por ceñirnos a cánones patrios, Pérez Reverte. De hecho, conviene recordarlo, ha sido a base de vender libros que algunos autores han entrado en esa institución un tanto decadente y apolillada que es la RAE. Es, por supuesto, el caso del mismo Pérez Reverte. Venden mucho, y por lo tanto son líderes de opinión, y se permiten opinar sobre todo desde sus púlpitos, transformados ahora en cuentas de Twitter, donde son adorados por una multitud de feligreses que bendicen cada uno de sus exabruptos u opiniones caprichosas sobre cualquier tema. Es lo que hay. Si alguien se permite cuestionar esa influencia lo tildan, en el mejor de los casos, de elitista, y en el peor, de envidioso. Porque se conoce que el ciudadano promedio piensa que la felicidad y el prestigio pasan por vender muchos libros o que la opinión de uno sea escuchada incluso en ámbitos donde uno no cuenta con autoridad alguna. Basta con comprobar que tiene más peso social la opinión de cualquier deportista al que le cuesta horrores el mero hecho de leer una página de un periódico, no digo ya de entenderla, que a cualquiera de estos exitosos autores, y es más que probable que la opinión de cuáles son las mejores bazofias escritas para vender de Nadal tenga más peso que el parecer de Brown o Pérez-Reverte que las escriben.
En los últimos años, desde que se editase, ha habido pocos libros con un éxito tan fulgurante y mantenido en España, y parte del extranjero, como el de Patria de Fernando Aramburu. Ha conseguido, incluso, convertirse en un tema candente en los programas televisivos de cotilleo gracias a que la exitosa autora, si seguimos el criterio anteriormente descrito es un exitosa autora, Belén Esteban, confesase haber disfrutado su lectura y recomendarla públicamente. Hay incluso una serie de televisión, de HBO creo, a punto de ser estrenada. Posiblemente con la idea de captar el público que sigue a la siempre energética Esteban. O sea, todos convencidos de que, solo por esos motivos, Patria, es una buena novela, y como tal se habla de ella en los medios. De hecho, conviene recordarlo, la novela se llevó el premio de la Crítica y el Nacional de narrativa. Una novela que gusta por igual a legos y a entendidos y todos tan contentos. Haciendo un poco de hemeroteca resulta que no es la primera novela con la que sucede algo así, y quizás sea aventurado presagiar cómo tratará el tiempo a la novela, ya que ese «doblete» lo consiguieron también, por poner dos ejemplos, una novela como El Jarama, que ha pasado ya a formar parte del canon literario español, o Ignacio Agustí con 19 de julio, autor y libro de los que hoy nadie se acuerda.
Todo esto, como siempre, es relativo. A mí, personal, y como resulta obvio, subjetivamente, la de Aramburu me parece una novela completamente inane. Ni siquiera llega a aburrida, es banal. No puede uno ni disfrutar la plasmación del tedio vital en ella que han logrado otros autores, es intrascendente, reemplazable, como un pañuelo de papel usado. Es la novela que sirve para convencer a tirios y troyanos de las bondades del relato oficial sobre el terrorismo vasco. O sea, que aporta más o menos al asunto lo mismo que cualquier columnista de suplemento dominical puede aportar, aunque con muchas más páginas. Pero, lo que resulta más relevante incluso a efectos de este contexto, es, literariamente hablando, retrógrada. Lo es por estructura, por estilo, por filiación estética, por todo. Es el tipo de novela que viene a sancionar la deriva convencional y reaccionaria de lo que se llamó «nueva narrativa española» en los años ochenta y se ha convertido ya en el discurso dominante de los novelistas actuales. Si precisamente una lectora como Belén Esteban disfruta de ella es porque requiere de un esfuerzo comparable al de cualquier telenovela de media tarde, y si es fácilmente trasladable a la pantalla es porque no requiere esfuerzo alguno intelectual por parte del lector: ni por lo que cuenta ni por cómo lo cuenta. Es una novela que, pasado el tiempo, caerá en el olvido como le sucedió a la de Agustí. La de Sánchez Ferlosio, precisamente, sería todavía hoy una novela moderna, que huye de los clichés de la narrativa de mercado porque huye del clímax, establece con la realidad una relación tensa de mimetismo que termina por desenmascarar la ficción a la que hemos decidido llamar lo real, y escarba en los rincones de la lengua para explorar sus debilidades y fortalezas.
En realidad, y es a donde quería llegar, es el mismo mercado capitalista el que desactiva esas supuestas bondades de libros como Patria. Los aficionados al mercado del libro viejo, que lo somos entre otras cosas por la imposibilidad de leer ciertos textos descatalogados, por la preferencia estética de leer los libros en ediciones cuidadas (basta con ver el modo espantoso en que la calidad de las ediciones ha ido descendiendo con el paso de los años) o sencillamente porque tenemos menos dinero y, ante la tendencia actual de muchas editoriales de recuperar libros que pueden encontrarse sin problema en las librerías de usados, preferimos gastarnos menos dinero en comprar ejemplares que, es más, vayámonos a los hechos, como en el caso de Henry y Cato de Murdoch, se pueden comprar a mitad de precio en la mejor, sin duda alguna, basta con tenerla en las manos, edición de 1981 de Alfaguara que en la reciente de Impedimenta, que ofrece, para más inri, la misma traducción de aquella. Mismo texto, mitad de precio, mejor edición. Blanco y en botella.
Bien, si alguien, como hace uno, se molesta en pasear por librerías de viejo, o los portales destinados a la venta de libros usados en internet, comprobará que el mercado está saturado de ejemplares de Patria. Los hay para todos los gustos, en tapa dura o blanda, en mejor o peor estado, y siempre mucho más baratos que en una librería donde lo venden nuevo. Y todo esto me lleva a hacerme una pregunta muy sencilla: hasta qué punto un libro es bueno cuando tanta gente se deshace de él. El mercado del libro usado en ese sentido es mucho más justo que el de novedades, y acaso por eso es menos atendido por editoriales y medios. Los libros buenos salen de la circulación, los compradores los atesoran, y es solo tras el fallecimiento de algún buen coleccionista que salen al mercado nuevos ejemplares de esas joyas. En cambio, cuando al lector el libro le es totalmente indiferente lo devuelve a la circulación y, cuando son libros especialmente inanes, como el de Aramburu, que suelen generar en sus lectores indiferencia o, si son más ingenuos, decepción, son vendidos y saldados sin cargo de conciencia alguno y prácticamente intactos. Como son muchos los lectores que han vivido esa experiencia, el mercado de ejemplares usados de este libro, como de muchos otros, se satura, y comienzan a estar cada vez más baratos, más arrumbados en los estantes de saldo. Llegará un momento en que España tendrá tantos ejemplares de Patria como de El nombre de la rosa en la edición de RBA que se vendía en los quioscos a 50 pesetas (30 céntimos al cambio). En los pueblos deben usarlos para encender las chimeneas en invierno.
Por lo tanto, si algo resulta evidente en todo este asunto es que son los publicistas los que deben ser felicitados en casos como el de Patria, ya que han conseguido vender ejemplares y más ejemplares de una novela completamente banal. La reventa lo dice: es como la falsa moneda que de mano en mano va y ninguno se la queda. Otro asunto, acaso más doloroso, es el de los jurados, en concreto los de la Crítica y el Nacional de Literatura, que por lo visto tienen una capacidad lectora equiparable a la de Belén Esteban. A ver qué hacemos con esos, porque esa es, en realidad, la mayor decepción que deja todo este asunto.
Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor, crítico y traductor. Su libro más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países y una digital de alcance global, y Mezclados y agitados. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.
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