Nouvelle inédita, que replantea la idea de unidad y fragmentos en su mismo proceso constructivo, Cosaas que no se pueden guardar en frascos es una muestra más de la personal manera de entender la literatura que lleva a cabo Carlos Ardohain, uno de esos autores que circula entre entendidos.
Conservar el cielo
Cuando somos niños nuestro paisaje de vida tiene el horizonte bajo, tenemos el cielo inmenso todo para nosotros, todo es vuelo, imaginación, futuro, libertad. Por eso creemos en cosas que los adultos dicen que son imposibles, como poner toda el agua del mar en un pocito en la arena, hacer entrar una nube en nuestra pieza, pensar que para hacerse invisible basta con cerrar los ojos, y otras cosas que se me han olvidado. Cuando somos niños todo nos rodea, todo está a 360 grados, vivimos en el centro del círculo, de la esfera. En el territorio del juego podemos cabalgar hacia nuestro próximo futuro siendo el jinete y el caballo al mismo tiempo azuzándonos a nosotros mismos para ir más rápido. Transformarnos en árbol o en pájaro o en ráfaga. Horizontal, vertical y aéreo. Después, de a poco, a medida que crecemos todo se va poniendo más plano, el horizonte sube y el cielo se achica, en un momento nos damos cuenta de que hay menos atmósfera, que el suelo se cuadricula, que las nubes pueden estar llenas de hielo. Una técnica para recuperar ese vértigo quieto de la infancia es dar vueltas muy rápido sobre un mismo eje, en sentido contrario a las agujas del reloj, girar girar girar. En un momento nos montamos en una espiral, una helicoide capaz de devolvernos la mirada sin velos. Me parece que lo que intento decir es que la pérdida de esa inocencia asombrada, que es uno de nuestros tesoros, nos produce una enorme tristeza, y que esa tristeza resignada ya no nos abandona nunca y pasa a formar parte del tejido que nos constituye como personas.
El cuartito del fondo
Cuando era niño tenía una vecina, en la casa de al lado vivía una chica flacucha, rubia y pecosa, se llamaba Susy. Jugábamos juntos a veces, yo dejaba de ir a jugar a la pelota para estar con ella, tomábamos la leche juntos, ella comía el pan con manteca poniéndole arriba un poco de sal en lugar de azúcar como hacíamos todos. Una vez nos metimos en una cucha que mi padre había hecho para el perro, una casita de madera con techo a dos aguas que nos podía albergar a los dos, ahí le pregunté si se había fijado que los perros se saludaban o reconocían oliéndose la cola. Ella se puso colorada pero no me contestó. Otro día nos subimos al techo para agarrar higos de la higuera del vecino, ya que le habían dicho que la leche de higo era buena para borrar las pecas y a ella no le gustaba tenerlas. Después recordé que quien le había comentado eso de los higos había sido yo, tal vez para llevarla al techo. A mí sus pecas me encantaban. Pero aún así me trepé al árbol y volví con un montón de higos. Se embadurnó la cara y estuvo un rato cubierta con esa sustancia blanca y espesa, después se la quitó con el pañuelo y se miró al espejo. Las pecas no se le habían ido y se puso a llorar sin decir nada, yo le pedí que no llorara, que las pecas le quedaban preciosas, entonces me miró y me dijo: no pasa nada, vos sos un amor. Una vez nos quedamos mucho rato en la pieza del fondo, sentados encima de una caja de madera pintada de verde donde mi padre guardaba sus herramientas. La habitación estaba en penumbras y nosotros mirábamos las sombras de las ramas que se movían en la ventana. Al principio hablábamos de cosas sueltas, no sé por qué lo hacíamos en voz muy baja, como si alguien nos pudiera oír. Después dejamos de hablar. Estábamos sentados uno al lado del otro. Hacía calor, o eso me parecía a mí, o eso creo recordar. Ella tenía puesta una pollera tableada que formaba un círculo a su alrededor, ese círculo me tocaba. En un momento yo empecé a deslizar mi mano derecha por debajo de su pollera muy lentamente, cada centímetro que avanzaba me parecía eterno, mientras mi mano reptaba hacia ella me parecía oír mi respiración y la de ella como amplificadas, estábamos lado a lado mirando hacia delante, yo pensaba si ella se daría cuenta de lo que yo estaba haciendo, si no se enojaría conmigo, mientras tanto la mano seguía avanzando debajo del género áspero de su pollera, apenas por detrás de su cintura. De pronto rocé con la punta de los dedos una tela suave y cálida, supe que era su bombacha, el corazón casi me salta del pecho. A esa altura ya estaba transpirando como si hubiera corrido, igual que cuando jugaba un partido con los chicos en la canchita. Me quedé quieto unos minutos asimilando la situación, y para ver si ella decía algo. No pasó nada, seguíamos igual, sentados mirando como robots la ventana sin hablar. La mano empezó a moverse de nuevo, el dedo índice se levantó siguiendo el recorrido de la bombacha hasta llegar a un borde apenas abultadito que supe era el elástico. Entonces, no sé cómo, con qué coraje que no sabía que tenía, metí apenas el dedo entre el elástico y la piel tibiecita y suavísima y separé un poco la bombacha de su cuerpo, me di cuenta inmediatamente de que ella se tensó casi sin moverse, aguantó unos segundos la respiración, pero no dijo nada, no hizo nada, estaba esperando. Yo bajé un poco mi dedo arrastrando con él la bombacha y después hice pasar al otro lado de la frontera el resto de los dedos, la mano completa, todavía sin tocarla, manteniendo la distancia. Y después muy despacio fui acercando la mano hasta que toqué delicadamente su piel, su cola, inmediatamente reconocí las formas como si fuera un ciego que puede ver a través de sus dedos. La suave curva de las nalgas, la depresión y la hendidura donde se juntan los cachetes. La miré de reojo, estaba colorada y respiraba agitada, pero no se movía, no me miraba, no decía nada. Entonces avancé siguiendo la dirección natural de su cuerpo, de sus curvas, de su deseo y del mío, mandé como exploradores a dos de los dedos que incursionaron en territorio prohibido, yo iba sintiendo que había otra temperatura y otra humedad, otro clima a medida que me internaba entre los glúteos, me pareció que ella se inclinaba imperceptiblemente hacia delante, yo empujé un poco la mano y descubrí en la punta de uno de mis dedos una superficie circular que se contrajo súbitamente al sentir el contacto, era un redondelito tibio y un poco rugoso, como la boca de un animal pequeño, me hizo acordar a las anémonas que tantas veces habíamos tocado en las rocas de la costa para verlas cerrarse, retraerse, como flores ocultando su secreto. Dejé mi dedo quieto tocando suavemente el orificio prohibido, sintiendo la tensión expectante de ese músculo cálido. De alguna manera yo estaba seguro de que la proximidad les haría sentir confianza y empecé a sentir que la tensión disminuía, el músculo se estaba relajando, la flor empezada a abrirse. En ese momento se abrió abruptamente la puerta de la pieza y la luz del día entró rompiendo la magia y el silencio, la sombra enorme de un cuerpo se recortó en el marco y y se proyectó hacia adentro cayendo sobre nosotros, que, aterrados, abrimos los ojos como platos y giramos la cabeza hacia la puerta. Era mi madre que nos decía con su voz de radioteatro: ah, chicos, estaban acá? Vengan a tomar la leche que ya está lista. Dio media vuelta y se fue dejando la puerta abierta para que la siguiéramos hacia la cocina. Yo saqué la mano rapidísimo, nos paramos y fuimos detrás de ella, sudando y respirando como si hubiéramos estado a punto de ahogarnos.
La banda del auto roto
En el barrio había un auto abandonado hacía mucho tiempo. Era uno de esos autos grandes de la época, un modelo bastante viejo, estaba muy oxidado y le faltaba el asiento de atrás y todos los vidrios. Alguien lo había dejado estacionado alguna vez y nunca volvió a buscarlo, se rumoreaba que era un auto robado. Nosotros nos juntábamos a veces ahí y de vez en cuando nos metíamos adentro, nos hacía sentir más grandes, fingíamos que fumábamos mientras hablábamos, cosas así. Un día José nos dijo que había hablado con la gorda del almacén y que iba a venir una tarde a meterse en el auto con nosotros. Era la hija del almacenero del barrio, que estaba a tres cuadras, tenía un año o dos más que nosotros, usaba unas polleras muy cortas y siempre nos cargaba, nos hacía bromas que nosotros no entendíamos. Entonces le pregunté a José para qué iba a venir, y él me contestó: boludo, se deja tocar la concha. Todos nos quedamos duros, no nos imaginábamos tocar una concha, no sabíamos qué podíamos hacer con eso, ni cómo era, pero todos dijimos casi al unísono exhalando el aire despacio: bieeeen….. que era todo lo que podíamos decir. Y cambiamos de tema, pero nos quedamos pensando en la concha de la gorda, imaginando la forma, o el olor, o si tendría pelos. Otro día José nos dijo que la gorda iba a venir el viernes a la tardecita. Nos teníamos que juntar en el auto a las siete. Muertos de miedo, el viernes a las siete estábamos todos ahí como soldados, esperando sentados en el cordón de la vereda. José nos dijo que en un rato, en cuanto se pudiera escapar del almacén, la gorda vendría. Mientras tanto hacíamos tiempo hablando de fútbol.
Esperamos nerviosos un rato largo y se fue haciendo de noche, ya no queríamos que la gorda viniera porque estar adentro del auto con ella y encima de noche nos parecía demasiado, al final José fue a averiguar y cuando volvió dijo que no iba a venir, que otro día. A todos nos pareció evidente que no vendría nunca y nos sentimos aliviados y nos metimos en el coche a hablar como hombres de cosas de hombres y Raulito dijo: qué lástima, porque ya se me estaba por salir la leche de tan caliente que estaba. Y otro le contestó: callate, si no sabés ni de qué color es la leche. Y Raulito, que efectivamente no sabía, aplicó la lógica más elemental, empezó a pensar a velocidad supersónica, hizo asociación libre y la relacionó con otras secreciones, concretamente con los mocos que le salían cuando estaba muy resfriado, y entonces, en tono canchero, dijo: qué no voy a saber, boludo, la leche es verde. Y todos nos quedamos callados, sin animarnos a disentir ni a estar de acuerdo, sentados en el auto en la oscuridad hasta que sentimos los gritos de nuestras madres llamándonos a comer.
La mujer de arena
En el barrio había varios baldíos cuando éramos chicos. Nosotros teníamos uno favorito y lo usábamos como canchita para jugar a la pelota, y también como centro de reunión y refugio. Pero un día lo cercaron con alambre y empezaron a contruir una casa, la mañana que descubrimos la invasión de nuestro territorio nos enojamos mucho. Fuimos con la pelota preparados para un partido y lo encontramos lleno de ladrillos, piedras y una montaña de arena. Nos dio mucha rabia, considerábamos que ese lugar era nuestro, pero igual seguimos yendo y jugábamos con los materiales de construcción, siempre a la tarde, después de que se fueran los obreros. Una tarde estábamos aburridos charlando sentados en ladrillos, el día anterior había llovido y la arena estaba húmeda, y empezamos a hablar de mujeres desnudas. En eso estábamos cuando Raulito dijo: che, ¿por qué no hacemos una mina en bolas con la arena?
A todos nos pareció una idea buenísima y nos pusimos a hacerlo. Como yo era el que mejor dibujaba, quedé encargado de dirigir la construcción, y empezamos a formar volúmenes, a modelar el cuerpo. Desparramamos un poco la arena y preparamos dos montones, uno para el tronco y la cabeza y otro para la cintura y las piernas. Le dimos una forma un poco tosca pero cuando empezaron a aparecer los detalles fue mejorando. La cabeza y el cuello fueron fáciles, un cilindro y un óvalo con el pelo dibujado en líneas. Después los hombros y los brazos pegados al cuerpo y separados por una pequeña depresión. Uno dijo: che, hagámosle las tetas bien grandes, y todos dijimos: siiii. Le pusimos dos esferas que parecían pelotas de fútbol con un piquito en el centro a cada una, quedaron bárbaras. Después armamos el volumen de las piernas y lo unimos por la cintura, las piernas quedaron juntas pero separadas por una zanjita. Hicimos los pies y le dibujamos el ombligo más o menos donde nos parecía. Iba quedando terminada, pero faltaba algo. Alguien dijo: ¿y la concha? Yo dije: claro, la concha…
Y ahí vinieron las discusiones. Que va acá, que más arriba, que más abajo, que vos no sabés nada, qué no voy a saber… y así, hasta que Raulito, con aire y cara de conocedor del asunto, se agachó, y tomó una medida con cuatro dedos desde el ombligo hacia abajo y marcó el lugar: es acá, dijo. Nos impresionó el profesionalismo de medir como si estuviera jugando a la bolita y desde el hoyo marcara dónde apoyar el bolón, de modo que nadie le discutió y, por las dudas que de verdad supiera, nadie quería quedar en orsai. Así que hicimos un montículo en forma de dos paréntesis, bastante grandes y en el medio le hicimos un agujero. Quedó como una empanada aplastada, pero se veía bien, en la parte baja de la barriga nuestra criatura lucía una concha flamante. Hasta le dibujamos pelitos con una ramita. Nos paramos para verla de lejos, orgullosos de nuestra obra. Entonces Raulito dijo: cómo se nota que ustedes no cogieron nunca. Nadie dijo nada, pero nos pusimos colorados, aunque no creíamos tampoco que él lo hubiera hecho. Y entonces dijo: vengan que les muestro cómo es.
Se acercó a la mujer de arena y cuidadosamente se acostó encima de ella pero sin tocarla, apoyando sus manos en el piso y con los brazos extendidos. Entonces empezó a hacer movimientos con su cintura, tocaba con el pantalón la concha de la mujer y se apartaba, así muchas veces, hasta que pegó un grito y dijo: acabé, ya está. Y se levantó. Nos pareció un poco asqueroso y también me hizo acordar a la clase de gimnasia, cuando nos hacían hacer flexiones de brazos, así que pensé que debía cansar mucho y después dolería. No sabíamos qué decir, aunque uno dijo: andá mentiroso, si vos tampoco cogiste, pero no sonó muy convencido.
Estábamos en eso cuando empezamos a escuchar los gritos de nuestras madres llamándonos a comer y salimos corriendo, cada uno para su casa. Yo me quedé pensando y mientras comía me acordaba de la mujer de arena, acostada desnuda y sola en el baldío. Al final después de comer y mientras mirabamos televisión salí al patio y me escapé corriendo a la obra con un frasco vacío de mermelada. Entré en el terreno y la ví, me acerqué despacio y agarré la arena de la parte de la concha en dos puñados, la metí en el frasco, lo tapé y volví a mi casa, pero antes desarmé la mujer de dos o tres patadas para que no quedaran rastros, y también porque me daba impresión haberle robado una parte del cuerpo y dejarla así, incompleta. Después llevé el frasco a mi pieza y lo escondí debajo de mi cama.
Espejo
Yo huyendo de los gerundios y sin embargo. Ando endo indo. Yo odiando los uniformes y vistiendo sotana y roquete de monaguillo con la conducta obediente del potrillo. Yo buscando desesperadamente un adverbio de modo contracultural. Yo queriendo ser yo contra la corriente a pesar de la corriente tan fuerte. Yo escuchando a Janis Joplin y Jimmy Hendrix en un winco desvencijado en la pieza del fondo como si fuera la caverna de Liverpool y viviendo el deslumbramiento de una iniciación. Yo rompiendo cascarones todos los días, cambiando de piel cada dos por tres, abriendo los ojos a la maravilla del mundo sin conseguir abarcar lo que no se puede abarcar, sin lograr alcanzar lo único que vale la pena perseguir, lo inalcanzable, y estableciendo en ello mi deseo. Yo amando los verbos y sin embargo. Amar temer partir. Sean eternos los placeres que pudimos conseguir. Mis alas eran pequeñas pero eran mías y bien que volaba con ellas, bien que vuelo con ellas, que también han crecido. Y si el seis fuera nueve sería reversible como de hecho lo es, y como debe ser uno y el otro y viceversa. Valiente, audaz, fuerte, descarado, negro, como el amor. Yo el espejo. Yo el lobo erizado de la medianoche. El otro yo. El gato, el escorpión, el pavo real. El confundidor, el artista iconoclasta. Basta.
Insomnio
Cuatro de la mañana: en algún rincón de mi inconsciente cuelgo ropa recién lavada en una soga en el fondo del mar.
Campo
Yo tenía una prima mucho mayor, a mis diez años ella ya estaba casada y tenía un hijo casi de mi edad. No la veíamos con frecuencia porque vivía en un pueblo de la provincia, una zona chacarera. Era un lugar que a mí me gustaba mucho, mezcla de campo y ciudad, con calles de tierra y muchos árboles, veredas de pasto bien cortado, casas con parques inmensos. Una vez me invitó a pasar unos días en su casa, y por suerte me dejaron ir. Estuve feliz de cambiar de aires, de vivir las siestas en la calle, de andar a caballo, mejor dicho en pony. Uno de esos días que estuve en su casa me dijo que íbamos a ir al campo de unos amigos de la familia, saldríamos al día siguiente bien temprano. Nos levantamos con su hijo muy animados, tomamos un tazón inmenso de café con leche con tostadas y nos fuimos a la terminal. Teníamos que tomar un micro que nos dejaría en la ruta a la entrada del campo. Cuando bajamos del micro nos estaba esperando un señor en un carro, era Alfredo, el amigo de mi prima, nos saludó con una sonrisa debajo de sus inmensos bigotes. Nos subimos al carro y él azuzó al caballo, recorrimos un camino bastante largo entre dos filas de árboles altísimos con unas hojas doradas que filtraban el sol. Ïbamos contentos y cantando al ritmo del sonido de las ruedas, a las que me parece que les faltaba un poco de aceite. Llegamos a la casa y tuvimos permiso para jugar y corretear por cualquier lado, había un galpón inmenso lleno de herramientas enormes y raras, un tractor, fardos de pasto, aperos y correas de cuero, en el patio había animales sueltos, gansos, patos, gallinas, dos o tres perros, me parecía una especie de paraíso. Nos pusimos a jugar a la pelota y después de un rato nos subimos a un árbol muy frondoso que parecía un ombú. Más tarde nos llamaron, ya era media mañana y mi prima quería saber dónde estábamos porque Alfredo iba a sacrificar y carnear una vaca, así dijo. Yo no sabía qué quería decir sacrificar, y mucho menos carnear, pero fui con ellos. Llegamos a un corral al lado de un galpón que no habíamos visto, detrás de la casa grande, y los peones trajeron una vaca atada a una soga y la metieron por una especie de pasillo hecho de maderas altas. La sujetaron en medio de ese pasillo, un peón de cada lado con sogas atadas al cuello, la vaca estaba muy nerviosa y se movía, quería irse para atrás, pero alguien desde atrás la pinchaba con un aparato de hierro del que salía un cable. En eso que la tenían ahí, medio quieta, vino otro peón de costado, levantó una maza enorme y la dejó caer con fuerza en la cabeza de la vaca, se oyó un sonido fuerte y seco y la vaca tambaleó y abrió mucho los ojos, yo me sobresalté y contuve la respiración, nos miramos con el hijo de mi prima asustadísimos, volvimos a mirar a la vaca y justo en ese momento el peón le dio otro mazazo en el mismo lugar, ahora la vaca movió un poco la cabeza, miró hacia donde estábamos nosotros y dobló las patas delanteras, intentó levantarse y no pudo, entonces se desplomó de costado, sosteniendo todavía el cuello un poco en alto con la cabeza floja y enseguida dejó caer el cuello y la cabeza golpeó el suelo de tierra seca con un sonido apagado. Yo estaba petrificado del susto, no me animaba ni a llorar, tenía la garganta cerrada y no dije nada, lo miré de reojo al hijo de mi prima y él estaba igual, de modo que nos quedamos quietos. Después recuerdo cosas sueltas, arrastraron a la vaca cerca del galpón, a un lugar que tenía piso de ladrillos y un árbol de ramas desnudas no muy altas. Los perros se acercaron, ladraban mucho, parecían nerviosos o enojados. Dos hombres ataron las patas traseras de la vaca y la levantaron entre todos, colgándola de una de las ramas del árbol cabeza abajo, sin tocar la tierra. Después vino la carnicería. Le cortaron la cabeza, empezó a salir sangre a borbotones y a chorrear por el piso metiéndose entre los ladrillos y haciendo pequeños arroyos colorados. Los perros olían la sangre con ansiedad, se les erizaron los pelos del lomo y sus ladridos se hicieron más fuertes y continuos, iban y venían rodeando el cuerpo colgado. Todos los hombres se juntaron alrededor de la vaca con botas altas de goma y mamelucos, empezaron a tajearla con cuchillos y a sacarle el cuero hasta que la dejaron desollada. El suelo estaba totalmente cubierto de sangre y había muchas moscas gordas y zumbonas volando lento y rondando por todas partes. El aire se llenó de un olor dulce y fuerte, un olor asesino, crudo, salvaje. Los hombres seguían con sus cuchillos alrededor de la vaca y la empezaron a cortar en pedazos, por partes. Yo me empecé a marear y descomponer y me fui caminando para alejarme de la sangre y de los cuchillos, fui hasta el árbol en que habíamos estado antes y me acosté en la sombra. Tenía ganas de vomitar, pero no pude hacerlo. Me quedé un rato largo en silencio abajo del árbol hasta que mi prima vino a buscarme y me preguntó si no quería ir a comer. Le dije que no me sentía bien y entonces me preguntó si quería dormir la siesta en una de las piezas y acepté. Ella me dijo que descansara tranquilo que después íbamos a ir a pasear. Me acosté en una pieza con techo altísimo y la persiana de madera cerrada a través de la que entraban rayitas de color amarillo que se proyectaban en el piso y en la cama. Sin darme cuenta, de a poco, me dormí. Cuando me desperté no sabía adónde estaba, la luz había cambiado, era mucho más suave y había un silencio enorme en el cuarto. Entonces oí una conversación a lo lejos, me levanté y salí a un corredor, caminé hacia las voces y llegué a la enorme cocina donde estaban todos tomando mate. Me saludaron riéndose y Alfredo me preguntó si estaba impresionado, tenía un sombrero negro muy grande y un pañuelo rojo que me hizo acordar a la sangre de la vaca. No le dije nada, pero moví la cabeza para un lado y para otro en silencio y me fui a sentar en un rincón al lado de mi prima que me abrazó y me dio un beso. Estuvimos ahí un rato, cuando terminaron de tomar mate me dijeron que íbamos a ir a pasear y nos subimos al carro de Alfredo. Salimos por el mismo camino de antes y tomamos un desvío que había antes de llegar a la ruta, ya el sol estaba cayendo, era esa hora en que las nubes se ponen rosadas y todo parece moverse y transcurrir más lento. Llegamos a un lugar amplio donde había una casa grande al lado del camino y varios caballos atados a unos palos. Bajamos del carro y mi prima me dijo: es el almacén de Don Segundo, vení, vas a ver qué lindo. Entramos. Era enorme. Había un mostrador de madera larguísimo y muchas bolsas de arpillera apoyadas al lado, estaban abiertas y llenas de porotos, arroz, garbanzos, maíz, papas. Había cosas colgadas en una pared: riendas, correas, lazos, estribos, palas, cuchillas de arado, cueros de oveja. Detrás del mostrador las estanterias estaban repletas de frascos de todos los tamaños, botellas de muchas formas y colores con etiquetas muy lindas y llamativas, paquetes de papel y tela y cajas de varios tamaños. Encima del mostrador había dos o tres balanzas y en la parte de adelante una gran reja de barrotes de hierro dividía el salón, tenía un hueco en el medio por donde pasaba el dueño para un lado y para el otro, y en el salón, delante de las bolsas, tres o cuatro mesas cuadradas con sillas de madera alrededor. Había hombres con sombreros sentados en dos mesas, me pareció que estaban jugando a las cartas. Las ventanas a los lados de la puerta por la que entramos estaban abiertas y tenían rejas también. La luz del sol que se estaba yendo entraba oblicua y dibujaba en el suelo la forma de las ventanas, en el aire que era atravesado por la luz había pelusitas de polvo bailando en suspensión, me quedé viendo eso un ratito. Lo que más me impresionó del lugar fue el olor, un olor fuerte pero rico, una mezcla de aromas, a semillas y granos, a tierra húmeda porque el piso era de tierra, a cuero y a tabaco, este último como sobrevolando por encima de los demás. Era un olor que quedaba bien en ese lugar, me pareció que no podría haber sido diferente. Los hombres que estaban jugando en las mesas ni nos miraron cuando entramos. Nos sentamos en la mesa vacía y mi prima pidió un café con leche para mí y otro para su hijo y para ellos una cerveza. Cuando terminaron nos dijeron que nos quedáramos ahí un rato que ellos tenían que ir a la casa de no se quién y después nos pasaban a buscar. Así que le dijeron a Segundo: le encargamos los chicos, en un rato volvemos. Segundo les dijo: vayan tranquilos nomás, y se fueron. Y nosotros nos quedamos en el almacén, que uno de los hombres de las mesas nos dijo que se llamaba pulpería. Se estaba haciendo de noche, empezaron a prender velas y unos faroles a querosén que colgaron de unas vigas. Nosotros nos acercamos a una de las mesas y uno en cada punta nos pusimos a ver cómo jugaban al truco. Anotaban los tantos con porotos con los que hacían montoncitos al lado de cada jugador y cada uno tenía una copa de ginebra. Todos fumaban, el humo se elevaba zigzagueando y salia del círculo de luz para esconderse en la sombra del techo. Hablaban poco, se miraban y de vez en cuando hacían alguna seña al compañero, tiraban una carta y esperaban. El que tenía que jugar miraba la carta, observaba al que la había tirado y después a su compañero. Después ojeaba sus cartas y volvía a mirar a su compañero, era su turno de hablar y decía solamente una palabra: voy, pongo, empardo, mato, y recién entonces apoyaba lentamente su carta en la mesa, al lado de la otra. Y se volvía a repetir todo el proceso, el otro jugador lo miraba a él y a la carta que había jugado, miraba a su compañero, ojeaba sus propias cartas y también decía su palabra, diferente a la que había dicho el jugador anterior. Me parecía que todos hacían lo mismo y muy lentamente. No entendía bien cómo era el juego. Después de apoyar la carta en la mesa tomaban un trago, daban una pitada al cigarro y tosían, o nos guiñaban un ojo, o se peinaban el bigote con la mano. Así mucho rato, hasta que anotaban con los porotos y barajaban y daban de nuevo y todo volvía a empezar. Aburridísimo. Ya era de noche, el lugar había cambiado mucho con las luces de las velas y los faroles, había sombras por todos lados cerca de las paredes y en los rincones. La luz hacía un círculo y más allá de eso todo era oscuridad, las sombras se movían, era un mundo oscuro y animado el que nos rodeaba. Ahí fue que vi a un par de gatos sentados en las bolsas, arriba de los granos. Les brillaban los ojos en la penumbra. Nosotros no nos movíamos de al lado de la mesa y no nos venían a buscar. No hablamos en todo el tiempo, de vez en cuando nos mirábamos con mi primo y se nos veía el miedo en los ojos. Los dos pensábamos lo mismo. No iban a venir más a buscarnos. Don Segundo nos trajo unas sillas para que nos sentáramos y un poco de salame cortado con rodajas de pan que puso en un costado de las barajas. La cosa mejoró un poco, pero no mucho. Los hombres jugaron dos o tres partidos de truco, ahora entendíamos un poco más el juego. A mí me estaban dando ganas de llorar, no sabía si por el humo de los cigarrillos o por el miedo. Una vez miré para afuera por la puerta que todavía estaba abierta y se veía todo negro, y por las ventanas también. Ya no quería estar más ahí. Y en eso escuchamos el ruido de las ruedas del carro y el caballo que llegaba, y la voz de mi prima que gritaba: chicos, llegamos. Salimos corriendo sin saludar y nos subimos al carro, le dimos un beso a mi prima y a Alfredo, nos tiramos atrás y nos tapamos con una lona. Mi prima saludó y dijo: Adiós Don Segundo, y gracias. Y el carro empezó a moverse hacia la casa de Alfredo, el suave traqueteo hizo que nos durmiéramos enseguida. Al otro día nos levantamos temprano, tomamos otro tazón de café con leche gigante y nos fuimos a esperar el micro a la ruta.
Prueba y error
Correrse más allá. Pararse en otro lugar para ver mejor, para entender más. Qué se yo si era así, si lo recuerdo como fue. El punto de vista. La construcción de la memoria. La ficción de la mixtura entre el pasado y el hoy. A eso voy, de eso vengo. Nada más condenado al fracaso que tratar de recordar todo, nunca funciona, no puede funcionar, no hay punto en el espacio, debajo de ninguna escalera de ningún sótano que pueda reflejar todo lo que vivimos como si fuera vivido de nuevo. No hay magdalena capaz de evocar la totalidad de nuestro pasado, aunque la belleza del esfuerzo por conseguirlo se lleve incluso la energía que sería preciso invertir en vivir lo que se vive en el presente. Pero sería hipócrita condenar lo que uno mismo elige en la disyuntiva del instante. Y también demostraría una conducta poco inteligente, en especial porque para condenar haría falta ocupar el instante siguiente al instante condenable, con la consecuencia de privarse de vivirlo. Otro corrimiento, pero mucho menos feliz que los efectuados para mejorar la visión de lo que uno quiere y pretende recordar o evocar. Para reflejar luz es preciso ser opaco, sólo desde ahí se puede brillar. Lo otro sería tener luz propia, pero eso es otra cuestión. Ser la luna o el sol.
También se puede tejer una maraña de palabras para tapar el dolor, con la intención de permanecer atento a la oportunidad de develarlo de un tirón, en la ocasión que uno crea propicia, como si al correr una cortina nos encontráramos con una mujer desnuda que siempre estuvo ahí esperando por uno, un poco aterida, un poco furiosa por la espera. Y la única manera de calmar y entibiar su cuerpo sería fundirse con ella. O intentarlo, aún sabiendo que la primera reacción será el rechazo. Como el dolor nos rechaza cuando fingimos comprenderlo, poder convivir con él como si supiéramos, como si se pudiera. Es en esas ocasiones cuando más nos lastima, cuando más lacera.
Blando
Siempre me pensé ola y, como ola, parte del mar, o mar, sin más. Pero ahora entiendo que soy agua, además de ola y mar. Y para ser ola soy movimiento, roce, cohesión, electricidad, iones, ya se sabe: ondas y partículas. Y para ser agua soy esencia, magma, elemento, fluido, materia y energía sin forma. Y como agua, no soy sólo mar, soy aire, nube, lluvia, lágrima, secreción, sudor, exudación, humores, cuerpo, atmósfera. Atmósfera y ganas. Hoy y mañana. Yo, vos y todos. Elemento que conduce lo que no conoce y no le importa, porque lo que no conoce también es él, soluble y lábil, lo más blando del universo; como escribió Homero Expósito: más blando que el agua blanda.
Yo
Una mañana desperté, me vi en la cama y pensé: estoy solo, después me di cuenta de que el yo siempre está solo, es una condición inherente a él, entonces empecé a pensar en esa palabra: yo. La veía dibujada en mi mente con toda claridad. Dos letras, dos grafismos, dos componentes distintos. No me interesaba ver las cosas desde el punto de vista psicoanalítico, me quedé en el análisis de las formas, es decir, partí de ahí. Dos letras. La y. Primero lo que significa: incluye, suma, atrae, considera al otro y lo quiere con ella, sería la parte social de la palabra, la que sale al mundo, al otro, la que se brinda, sobre todo por su forma, su dibujo, es un tronco que se abre en dos, como un árbol que se ramifica, se abre, se da, son dos caminos en uno. Vista de modo invertido el sentido varía y enriquece la lectura, son como dos vertientes que se avienen a formar un mismo río, una misma cosa, dos cosas que se unen y se fortalecen y se hacen una, en algún punto es una letra erotizada, y ese punto sería el vértice donde las tres líneas confluyen, pero ese es otro punto. Y después la o. Una letra autosuficiente, concentrada en sí misma, en algún sentido presuntuosa, letra que siempre significa una elección, es esto o lo otro, obliga a optar, impone una exclusión, en algún sentido es ella o nada, o nadie. Es como una barra que separa una cosa de la otra, presume de perfección, se parece sospechosamente al cero, a la nada, su vocación de circunferencia la asimila al movimiento perpetuo alrededor de sí misma, algo que se parece mucho a la inmovilidad. Es la parte introspectiva, solipsista, profunda, secreta, ¿ontológica?. La fuerza centrípeta de la palabra. El agujero que lleva al ser.
De pronto pensé que me había ido lejos y decidí volver. Y pensé que si la o se parece al cero, la palabra yo en inglés se parece al uno, I. Coherencia formal con el sentido ¿o casualidad? ¿O el viejo vicio de rizar el rizo? Volví al castellano, me gusta que la palabra tenga dos letras, lo encuentro apropiado, sin saber nada del ser, me parece que es mejor así. Entonces tenemos una parte inclusiva y otra introspectiva, una letra abierta y otra cerrada, y ambas forman una sola cosa que es yo. Ahora bien, ¿y vos? Vos que no estás, ¿cómo sos? Una letra más y dos muy parecidas. Me gusta que tenga tres letras, también me parece apropiado. La v, casi una evolución de la y, algo más perfecto, las dos vertientes o ramas unidas para siempre en una sola forma, ya superada la etapa de lo que eran antes de dividirse, una forma triangular y aguda, impecable, una punta de flecha, una afirmación en sí misma. El punto que se apoya en el mundo o la nada y lo sostiene todo. El punto que señala y del cual a la vez todo parte. La o, ya se sabe, ya está dicho, pero aquí tiene otra ubicación, central y equilibrante, gira entre dos formas, es como el fiel de una balanza. Y por fin, la s, sinuosa, elegante, femenina y sensual, la misma forma que simboliza la unión del yin y el yang, la letra que abraza, que sonríe, que es serpiente siempre y movimiento y unión, la letra que dice sí. La letra sexy. La sex symbol de las letras. Entonces se me ocurre algo, superpongo las imágenes, las palabras, yo encima de vos, da una unión, una suma impecable que forma una nueva palabra, yos. Me parece una palabra perfecta, aunque alguien pueda decir que es incorrecta, ya que un yo más otro yo son dos yoes. Para mí está bien así, yos, no falta ni sobra nada. Después le estaba contando a un amigo estas reflexiones y me dijo: deberías escribirlo. Yo le contesté: lo voy a pensar.
Origen
Hay veces en que no sé adonde voy, pero siempre sé de dónde vengo: vengo del mar que recibe todos los ríos.
Umbral
Escribiendo algunos recuerdos, algunos vividos, otros soñados o imaginados, cosas que forman parte de mi acervo personal, íntimo, me di cuenta de que estaba incurriendo en muchas omisiones. Pensé que si quería ser fiel a mí mismo debería hacer un esfuerzo para incluir hechos, pasajes que no estaban contados ni mencionados, relaciones, referencias a personas y vínculos que fueron importantes y lo son todavía, lo serán siempre para mí. También pensé que, sin embargo, podría dejarme tentar por la arbitrariedad de elegir aleatoriamente episodios mínimos y construir con ellos un mosaico distinto, ineficaz pero verdadero también. Me sentí un poco cansado de antemano al pensar en todos los intentos que deberia hacer para esculpir en el vacío un cuerpo con palabras, una forma que no se podía explicar más que por su ausencia. Ya hay tantas palabras en el mundo, cuál sería el sentido de sumar algunas más describiendo nimiedades, repitiendo lo que millones de seres sentían y habían sentido antes, en otros lugares, de la misma manera, y habían dicho y escrito infinidad de veces antes que yo, y de forma mucho más bella y profunda.
Pero igual lo hice, o intenté hacerlo, a mi modo, como pudiera. Me dejé llevar por mi impulso interno y abrí la puerta, del otro lado no había nada, o mejor sí: vacío, espacio continuo y luz. No me sorprendí, después de todo era el otro lado, y en el lado anterior había demasiado de todo, como su contrapartida. A punto estuve de volver a cerrarla y desandar mis pasos, pero no lo hice. A punto estuve de dar un paso hacia adelante, pero no lo hice. Me quedé ahí inmóvil, mirando y sintiendo la tensión de ser el nexo, la intersección, el pasaje.
Carlos Ardohain (Mar del Plata, 1953) es pintor y escritor. Ha publicado poesía en el libro Poesía en Tierra editado en 2005 por el Fondo de Cultura Económica. Publicó cuento breve en el libro Voces con Vida, México, 2009; y en el libro Más allá de la medida, España, 2010. Su primera novela, Los incógnitos, fue publicada en España en 2011 por el sello Caballo de Troya. Su segunda novela, Bonarda López, resultó finalista en el Premio Herralde de Novela 2014 y fue publicada a comienzos de 2018 por la editorial cordobesa Alción. Algo de su trabajo poético puede verse en su blog http://tancarloscomoyo.blogia.com/
La imagen que ilustra el texto es de Bryan Mollett, su trabajo puede disfrutarse en su fotolog: http://bryanmollett.tumblr.com/
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