Dice el propio autor de su libro: «Hay quienes consideran Construyendo Babel un ensayo, pero también hay quienes lo consideran una novela. Yo, sin embargo, creo que lo único de verdad importante es que no se lea como un libro, sino como una biblioteca. Eso quiere decir que sucede entre sus páginas y entre los libros que menciona porque se apropia de ellos, los hace suyos. Su historia no es solo la historia de una familia: es la introducción de esa historia en los espacios que hay entre otras historias, entre otras familias, en escenarios y tiempos distantes. Por eso comienza y acaba constantemente; por eso sus personajes pueden morir y resucitar en la misma frase; por eso el amor surge al mismo tiempo que se diluye; por eso, cuando uno acaba su lectura, tiene en realidad la sensación de estar comenzándola. El origen del libro fue un misterio familiar. Mi padre tenía un hermano a quien yo no llegué a conocer, que fue borrado de los álbumes y las conversaciones mucho antes de que yo naciese, y cuya pista se perdió en Portugal en 1953 y reapareció en un remoto pueblo de Brasil en 1992, cuando a mis abuelos les llegó un telegrama en el que les comunicaban su muerte. Sobre ese tío mío descubrí algunas cosas cuando, a la muerte de mi padre, encontré entre los libros de su biblioteca una gramática de lengua akroá, que era la más hablada en la zona donde —según me dijo mi madre sin desvelarme mucho más— vivió mi tío los últimos veinte años de su vida y que hoy es una lengua casi extinguida. Aquel libro extraño, que fue el último vínculo que unió a mi padre y su hermano, se acaba de convertir ahora mismo, mientras lees esto, en el primer vínculo que me une a mí contigo, querido lector, querida lectora». Por gentileza de Contraseña, la editorial que lo pone en circulación y del propio autor, compartimos con nuestros inquietos lectores el nuevo prólogo que acompaña esta reedición.
CONSTRUYENDO BABEL 2023
Anoche soñé que había vuelto a Manderley. Me encontraba ante la verja del parque, pero durante algunos momentos no pude entrar. […] Entonces, como todos los que sueñan, me sentí de repente dotada de una fuerza sobrenatural, y atravesé como un espíritu la barrera que me detenía.
Daphne du Maurier
Mamá ha muerto, aunque no sé exactamente cuándo. El email en el que me lo comunicaban lo leí ayer, pero estaba fechado hacía varias semanas, como si su trayectoria hacia mí hubiese sido cualquier cosa menos una línea recta o como si yo, durante estas últimas semanas, hubiese decidido ausentarme del mundo moderno. He cogido un vuelo nocturno para visitar su tumba, que —según las quince palabras con las que me llegó la noticia— está al lado de la de papá. Llegué con tiempo para pasar antes por casa, temeroso porque no sabía si mi vieja llave aún sería capaz de abrir la puerta de entrada y por si encontraba allí a alguno de mis hermanos, a quienes no había visto y con los que no había hablado en los últimos dieciocho años, desde la publicación de Construyendo Babel, y no sabía, por tanto, en qué términos me recibirían. Pero la llave abrió la puerta y la casa estaba vacía.
En el camino de vuelta del cementerio, tras una parada intermedia, me vi de pronto en el mercadillo de sellos, que seguía abriendo los jueves y los domingos, tal como me dijeron en varios puestos. Mi padre había comprado y vendido sellos toda su vida y yo, aun así, no había mencionado una sola vez su extraordinaria colección en Construyendo Babel. Ignoro si me lo habría reprochado de haber estado vivo cuando el libro salió a la venta, pese a que en él moría diecisiete veces y diecisiete veces volvía a la vida. Ahora que se reeditará dentro de unos cuantos meses escribo estas líneas con urgencia, no sé si para corregir mi olvido o para decir en realidad que mi madre nunca coleccionó sellos, otro dato importante, más que nada por compensar la escasa importancia que le otorgué a lo largo y ancho de Construyendo Babel (o al menos así fue como me lo hizo ver ella misma). La verdad es que jamás supe si mi padre le había dado una gran importancia a su colección de sellos o no; tampoco sé si a mi madre le había afectado no haber tenido una. Fuera cual fuese la relación de ambos con los sellos, uno por coleccionarlos y la otra por no hacerlo, es uno de los secretos que se han llevado a la tumba.
Cuando luego, ya en casa, los he visto en una fotografía vestidos de faraones de Egipto, más que sentirme su heredero, he pensado que en lugar de escribir libros me gustaría construir pirámides. De modo que ahora mismo mi principal deseo es que os sintáis como si estuvieseis en el interior de una. Creo que no hace falta que os recuerde que antaño los ladrones que conseguían introducirse en la cámara del sarcófago de una pirámide para robar sus tesoros se aseguraban de destruir o borrar los ojos y las extremidades de las esculturas, los bajorrelieves y las pinturas, de modo que pudiesen actuar con total impunidad y sin arriesgarse a sufrir la venganza de los muertos o de sus custodios. Os cuento esto porque no me extrañó ver en casa la mayoría de los muebles cubiertos por sábanas; solo me pareció extraño que también el espejo del vestíbulo estuviese cubierto por una. Pese a la curiosidad, no me atreví a destaparlo. En Holanda, en el siglo xvii o quizás en el xviii, a la muerte de cualquiera, sus familiares tapaban los espejos hasta su entierro con el fin de evitar que en el camino del alma hacia el cielo un reflejo la detuviera e hiciera que quedase atrapada en el cristal, convertida así en una amenaza para los vivos.
A cualquier desconocido que ahora recorriese el pasillo principal de esta casa o que entrase en alguna de sus habitaciones, lo que encontrase le parecería una falsificación, despojado todo de los recuerdos y el trato que convierten las cosas en cosas. Ya no está mi madre para defenderlas, para proporcionarles un alma, una historia. Tampoco mi padre. Me pregunto si a mi madre la enterraron con las cartas que le envió mi padre durante los dos años anteriores a su boda. ¿Le daría a ella tiempo para despedirse de su colección de dedales de cerámica?
¿Le dio tiempo a mi padre para despedirse de sus libros? Su biblioteca hace años que desapareció, convertida luego la habitación donde estaba en un dormitorio que nadie llegó a usar, al menos permanentemente. De no ser por mi presencia, ahora mismo la casa entera podría considerarse como los restos de una civilización, como la cripta donde se amontonan sus secretos, a punto de quedar sellada para siempre. Ojalá fuese japonés y pudiera despedirme de todo con una ceremonia en un templo; ellos, los japoneses, lo hacen con los pinceles para escribir, con las gafas, con los kimonos de seda, con la cerámica reconstruida gracias a la técnica del kintsugi… Dicen adiós en los templos; nosotros decimos adiós en los libros.
Veo en una de las estanterías del salón los cinco tomos de la tesis de mi padre y al lado del último está Construyendo Babel. Lo abro y, mientras recorro sus páginas, me encuentro tickets de compra casi borrados, dibujos de mi sobrino Diego, una postal de mi hermano Carlos desde Pekín y recortes de prensa que no sé cómo interpretar. Me gusta, no obstante, la idea de que los libros sean, además de libros, espacios y que en esos espacios quepan muchas cosas, no solo historias. Pero, sobre todo, me gusta que los libros sean aventuras capaces de convertir a sus lectores en aventureros que se adentran en sus historias como exploradores abriéndose camino en la jungla a golpe de machete o avanzando en una zona de arenas movedizas de donde no resulta fácil salir con vida. Esa es mi idea de la literatura: la de los libros que dan forma a su propio género, la de los libros que no fundan una única memoria porque cada lector combina sus elementos de una forma distinta y los entiende a su manera.
Hace unos días, antes de venir a la casa de mis padres, a casa, fui al Museo Reina Sofía a ver una exposición sobre el escritor Ernst Jünger y su estancia en París durante los años de la ocupación en la Segunda Guerra Mundial. Delante de las fotografías de oficiales de las ss posando al lado de alocadas francesitas con un corte a lo garçon y una sonrisa postiza pensé un par de veces en la pirámide que hoy en día sirve de entrada al Museo del Louvre, de las mismas proporciones que la de Keops. Pensé en la pirámide al sentir, ante las fotografías, las estilográficas y los cuadernos con cubierta de cuero desplegados minuciosamente en expositores, que no estaba viendo objetos artísticos, sino más bien objetos que pertenecían a los muertos, y que todo aquello, de ser arte, era a lo sumo arte funerario. Ahora me doy cuenta de la exactitud de mis sentimientos al ver a mis padres convertidos en faraones de Egipto y al notar que este libro, que hace años se propuso ser una biblioteca de la memoria, ha acabado convirtiéndose en una pirámide.
En 1939, como quizás ya sepáis, se trasladaron tres mil seiscientas noventa obras de arte del Museo del Louvre a lugares desconocidos. El museo cerró y abrió de nuevo en octubre de 1940, cuando París ya había sido ocupada por el ejército alemán. El acceso era gratuito para todo el mundo menos para los franceses. Los visitantes, en su gran mayoría, entraban sin sospechar que las obras que veían eran reproducciones o falsificaciones almacenadas desde hacía años en los sótanos del museo, así como cuadros considerados menores o de autoría dudosa. Ningún experto, de entre los pocos que no se habían unido a la Resistencia o se habían montado en un transatlántico rumbo a América, quiso ir el día de la reapertura porque sabía con qué se encontraría. Varios periódicos, a falta de personal especializado, les encargaron a sus críticos de cine una crónica del evento. Como si unos y otros se hubieran puesto de acuerdo, aquel día los invitados bebieron de más, los invasores nazis sin prestar demasiada atención a los Rembrandt y los críticos de cine confundiendo los Cezannes con los Matisses y los Van Gogh con los Gauguin. Al cabo de cuatro cajas de champán, un pastel de merengue acabó sobre un autorretrato de Gustave Courbet porque a un obergruppenführer le pareció que se burlaba de él. Y La libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix, recibió dos o tres escupitajos, también de oficiales nazis de alto rango, estos últimos ofendidos por el excesivo patriotismo del cuadro.
Ernst Jünger, en la primera entrada de su Diario de guerra y de ocupación, del 13 de abril de 1941, recién llegado a París, dice que fue directamente al Museo del Louvre, pese a que era domingo por la noche, y pidió a los soldados que hacían guardia en el exterior que avisasen a su superior para que mandase abrir las puertas. Media hora después estaba dentro con una linterna (había pedido que no se encendiesen las luces). Iba solo. Con un mapa de las diferentes plantas, recorrió tres salas antes de llegar a unas escaleras que lo condujeron al primer piso, donde, después de atravesar en una especie de trance un enorme salón, se detuvo al fondo, ante tres lienzos de Georges de La Tour. Según comenta en su diario, durante el período de entreguerras se había propuesto ver los treinta y ocho cuadros suyos que se conservaban por aquel entonces (que hoy ya rondan la cincuentena), de los cuales algunos habían sido atribuidos antes a Zurbarán, Velázquez y Caravaggio. Los tres que vio aquella noche eran los últimos que le quedaban, aunque ninguno era original: eran copias hechas de manera apresurada en un concurso de pintura rápida organizado por la directiva del Louvre para sustituir los originales que no tenían duplicado en el sótano, entre ellos los tres de Georges de La Tour. Sin embargo, Jünger no se dio cuenta. Ni siquiera le llamaron la atención las dimensiones de las copias, mucho más pequeñas que los originales. Aquella noche, en el hotel, después de haberse bebido a solas una prohibitiva botella de borgoña, escribió unas cuantas líneas en su diario, dando cuenta de su contacto con los falsos La Tour, que él consideró perfectos y sobre los cuales dijo las tonterías suficientes para rivalizar con cualquiera de las grandes monografías dedicadas al pintor francés. En sus frases empleaba las palabras milagro e iluminación como quien utiliza una fórmula alquímica, en busca de oraciones hechas de oro puro. Jünger no entendió, ni entonces ni después, que la información destruye el arte, como los géneros y las historias destruyen los libros. Los cuadros y los libros son inmortales porque en el fondo no dicen nada, porque no los vemos o los leemos para informarnos de algo. En los cuadros y en los libros, los significados van y vienen sin detenerse. Detenerse es morir. El movimiento en ellos calienta el corazón.
¿Qué habría pensado Jünger en la casa de mis padres? ¿Lo habrían engañado las cosas como lo engañaron las falsificaciones en el Museo del Louvre? ¿Habría pensado, al ver los álbumes de fotos, que toda familia funda su leyenda con las imágenes que escoge para verse representada? Georges de La Tour nació en la región de Lorena en una época de peste, hambrunas y guerras, y, sin embargo, sus cuadros muestran seres humanos iluminados por la luz de una vela, como si aspirasen a la santidad, la pureza o la perfección; nadie diría que tratan sobre aquello que ocultan: los horrores de su época. Así es como se secuencian los álbumes de fotos, dejando fuera las imágenes imperfectas o tristes en busca de una narrativa sin tragedia porque de ese modo la tragedia es más obvia, se palpa con más facilidad. Uno ve a la familia judía bromear en el jardín la tarde antes de que los deporten a todos a Auschwitz, y en el fondo Auschwitz es lo único presente en las imágenes. También es lo único presente detrás del uniforme de Ernst Jünger. Y es lo único presente detrás del retrato de Ernst Jünger vestido de civil. Auschwitz.
Mentimos cuando vamos a los museos a ver cuadros porque los cuadros nos mienten a nosotros. Mentimos al leer porque quienes escriben libros mienten al hacerlo. Construyendo Babel no es la excepción. Pero al menos mintiendo actuamos; y quienes actúan rompen su contrato con lo existente y colocan algo nuevo en el mundo. La literatura, como el arte, lo permite todo, es capaz de todo, lo imita todo o lo crea todo. Por lo tanto, ahora mismo podría abrir la puerta de casa, después de haber llamado a mis hermanos, y dejarlos entrar con mis padres, a quienes mis hermanos habrían ido a buscar a su tumba. Los vivos se introducirían entonces en esta misma frase de la mano de los muertos, todos sonrientes, conformes con lo que yo fuese a obligarlos a hacer. Pero yo lo único que querría es que entrasen para siempre en este libro, en esta pirámide, para siempre, como si hubieran entrado en un castillo encantado donde cualquier cosa es posible, morir en esta palabra y revivir en esta otra, en un movimiento giratorio que podría parecer el del tiempo, pero que en realidad es mucho más complejo. Es tal la precisión que requiere este arte que nada en él puede acabar siendo inocente, nada en él puede acabar siendo enteramente verdad ni enteramente mentira.
Mi madre me sonríe, también mi padre y mis hermanos. Están, estamos listos de nuevo… para comenzar ahora que este libro regresa.
Hamlet: Mi padre… Creo que veo a mi padre.
Horacio: ¿Dónde, señor?
Hamlet: En mi pensamiento, Horacio.
William Shakespeare
Hilario J. Rodríguez (Santiago de Compostela, 1963) es licenciado en Filología Anglogermánica y en Filología Hispánica. Ha trabajado como profesor en España, el Reino Unido, la República de Irlanda y Estados Unidos, y ha viajado por casi cien países. Es autor de varios ensayos cinematográficos, entre los que podemos citar Nostalgia del futuro. Contra la historia del cine (Micromegas, 2016) y Gracias por no ir al cine (Innisfree, 2017), y ha dirigido y coordinado ciclos, exposiciones y publicaciones para numerosos festivales de cine. También ha colaborado con diversos periódicos y revistas, como El Estado Mental, Jot Down, Abc, La Vanguardia, Leer, Revista de Occidente, Dirigido por o Imágenes de Actualidad. Entre sus obras de ficción destacan Construyendo Babel (editada por primera vez por Tropismos en 2004), Mapa mudo (Traspiés, 2009), El otro mundo (Ediciones del Viento, 2009), Perder ciudades. Dos viajes en el siglo xxi (Newcastle, 2015), Un astronauta perfecto (Newcastle, 2017) y Las desapariciones (Newcastle, 2022). Actualmente está trabajando en un libro de viajes sobre los Balcanes y en una novela.
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