El gesto de comer tierra, tan primitivo como cargado de significado, le sirve a José Eduardo Tornay para hilar una serie de reflexiones que usan producciones culturales como referentes que le dan materialidad a sus reflexiones.
Una vez, mientras tomábamos el té de las cinco en el porche de mi pequeña casa de gótico carpintero, me preguntó Juan Francisco Ferré cómo era posible que no me gustase el cine si las ficciones ocupaban un lugar tan preeminente en todos los aspectos de mi vida. No era la primera vez que me lo decían -parece mi sino vivir rodeado de amigos cinéfilos y proselitistas- pero sí la primera vez que me aventuré a desarrollar una justificación para mi desapego a la más popular de las artes –con permiso del reggaetón-. Le expliqué que no era del todo cierto que no fuera al cine. Por ejemplo, una vez siendo muy pequeño me arrastraron unos primos por tres cines de verano en la misma noche –todas las películas eran de terror y mis gritos hicieron que nos expulsaran de los dos primeros-. Y, si en los últimos años –digamos en los últimos cuarenta- he ido muy pocas veces a ver películas en sala no ha sido porque no me gusten sino, al contrario, porque me gustan demasiado. Me gustan tanto que necesito un año, o dos, para poder metabolizar el impacto que causa en mi imaginación, y en mi memoria, lo que pasa delante de mis ojos en poco más de hora y media.
De hecho, recuerdo con frecuencia y muy vivamente, aunque fuese rodada en blanco y negro, las imágenes de Freaks, La parada de los monstruos entre nosotros, ese circo de deformaciones o de minusvalías salvajemente exhibidas, galería de atrocidades. A veces he despertado a medianoche sobresaltado no por la aparición en mis sueños de alguno de sus actores sino por mi encarnación en su naturaleza limitada, la angustia por la dificultad para el movimiento o la argumentación, que no dejan de ser la misma cosa. En particular es recurrente un sueño en el que me he transformado en Randian, el príncipe caribeño de origen hindi, al que la fortuna echó a rodar por el mundo sin brazos ni piernas -y que, pese a ello, rodó mucho más que yo que vine con cuatro-. Aunque casi todos lo llamaron el hombre gusano o el hombre oruga –o la máquina humana de hacer cigarrillos, porque los liaba con la boca, encendía un fósforo y se los fumaba- para mí, desde la primera vez que lo vi, ha sido el hombre lombriz, acaso porque en mi niñez era frecuente cazarlas para usarlas como reclamo de los pajarillos a los que también capturábamos sin un afán gastronómico ni ornitológico, sino meramente sádico. Lo veía como lombriz y mi angustiosa pesadilla tiene que ver con la obligación de tragar a diario toneladas de tierra para digerir, filtrado, el alimento. Porque es sabido que estamos condenados a ganarnos el sustento con el sudor de nuestra frente pero sólo algunos restriegan la testuz por el barro que se han de comer.
Acaso para liberarme de las ficciones que me acechan con frecuencia leo libros de ensayo, o manuales científicos, que me ayudan a ralentizar los pensamientos. Precisamente hace poco leí en un libro de antropología estas frases, referidas a un grupo humano muy mal conocido: “Aunque a veces van al cine, no les entusiasma. El sentirse aislados en una sala a oscuras les causa una gran molestia, como a todos los nómadas”. Durante muchos años viví preferentemente de noche, durmiendo por las mañanas, de modo que aunque pueda padecer un poco de agorafobia o claustrofobia escénica –así, doblemente, nombro la aversión a formar parte del público espectador- no creo que la oscuridad me angustie en absoluto. En cambio sí creo que en mí anida el espíritu de un nómada, aun de distancias cortas: siempre de la silla al sofá, de la ducha a la cama, del supermercado al cementerio, del coche a la oficina.
Me acordé entonces de un personaje tribal con dificultades de adaptación, la selvática de La casa verde, novela magistral de Vargas Llosa. No sé si os ocurrirá a todos, pero yo tiendo a crear categorías a medida que vivo. Las creo de la nada –carentes de una base metodológica y de nomenclatura- y voy incluyendo en ellas a las personas, las novelas, los acontecimientos: piedrecillas que uno encuentra a su paso y que atesora diogénicamente bajo el presupuesto difuso de que cualquier día remoto las puede acabar necesitando. Tengo una categoría de muchachas primitivas en la que incluyo a la selvática de Vargas y a Rebeca, la niña huérfana de Cien años de soledad, de la que recién se han cumplido cincuenta. Los Buendía se sorprenden por su conducta, nada más llegada a su casa: “sólo le gustaba comer la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas”. Rebeca, con piernas y brazos, niña lombriz que además de llevar a su hogar el germen de la “peste del insomnio”, había adquirido el curioso hábito de comer tierra. Ernesto Volkening emparentaba su conducta con los indígenas del río Beni, en Bolivia, que cuando eran capturados por los colonos se consolaban atiborrándose de barro hasta morir: “No se concibe, en efecto, nada más terroríficamente grotesco que el espectáculo de la joven y bella Rebeca quebrándose los dientes al masticar trozos de tierra negra llenos de guijarros y gusanos cada vez que se le complica la vida o surge cualquier insoluble problema pasional. Su manía de asimilarse, cual si anhelara retornar, ya no sólo a una mala costumbre infantil, sino al estado de la lombriz, la misma tierra que la crió, con todas las implicaciones de ansias telúricas e impulsos humanos, parece más que suficiente para caracterizarla”.
Se llama geofagia al hábito morboso de comer tierra o sustancias similares no nutritivas. Nótese que cuando esta práctica es desarrollada por animales (lombrices, aves, mamíferos) se considera una facultad, la de aprovechar las sustancias nutritivas que, en menor cuantía, se mezclan con los minerales. Pero si se trata de humanos es considerada una práctica enfermiza, viciosa. Como trastorno mental, se incluye dentro de las “picas”, deseo irresistible de comer o lamer sustancias no habituales (pintura, yeso, cenizas, papel, minerales, químicos, metal). La protagonista de Clavícula, de Marta Sanz, la cuenta entre las causas posibles del atenazamiento de su cuerpo. Y la clasifica como “dolencia” antes que como conducta. En cambio hay investigaciones que sostienen la utilidad de esta práctica para la prevención de la dispepsia y la proliferación de la microflora intestinal.
La geofagia fue descrita ya por Alejandro von Humboldt, etnógrafo y antropólogo prusiano, padre de la geografía moderna. Su Narrativa personal es la obra más citada por Darwin en las crónicas del Beagle. En la cuenca del Orinoco había contactado con los indios otomacos: “son animales omnívoros en el más alto grado mientras las aguas del río están bajas, subsisten con pescado y tortugas. Pero cuando crece se interrumpe la pesca casi por completo. Durante este periodo ingieren una asombrosa cantidad de tierra. Descubrimos pilas de bolas de barro en sus cabañas. Tragan cada día, durante varios meses, cantidades considerables hasta saciar su apetito, y esta costumbre no parece repercutir perjudicialmente en su salud”.
Esa conducta morbosa fue perseguida por los colonizadores, aunque todavía subsiste. Durante décadas calló en el olvido que esa querencia se ha repetido en toda época y en cualquier territorio. Se prefirió vincular a los esclavos provenientes de África, a los que se contemplaba como amenaza y se atribuían las mayores atrocidades. Así, se llegó a aplicar bozales y a encerrar en jaulas a los niños que reproducían tal tendencia a la desviación. Hay documentos de la época en los que se aprecia positivamente, al referirse a una esclava objeto de transacción, no sólo sus aptitudes físicas y su estado de salud, sino que en su comportamiento no hubiera tacha alguna ni comiese tierra.
En cambio, paralelamente, la ingesta del suelo ha persistido en numerosos enclaves como signo de sofisticación. En forma de bolas, tabletas, polvillo depositado en bolsa de cuero, se comercializan arcillas de calidades acreditadas y se les atribuyen beneficios alimenticios, medicinales o, en muchas ocasiones, esotéricos. Así, en el santuario de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos (Jalisco) se suministran como receta milagrosa.
Como sabemos tanto los que vamos poco a las salas de cine como los habituales, quienes aspiran a ser estrellas de Hollywood pierden con frecuencia esa ficción de anclaje con la realidad a la que, para entendernos, llamamos sentido común y se hacen fanáticos seguidores de cualquier tendencia que les pueda granjear la aparición en los medios de comunicación. Hace poco una peñita –Zöe Kravitz, Elle McPherson, Shailene Woodley- empezó a predicar los beneficios que traía la ingesta de batidos de arcilla como depurativo, sea eso lo que sea, como preventivo de la obesidad, como fórmula para atraer el equilibrio y la paz espiritual. Enseguida apareció un grupo de médicos cazafantasmas que lanzó una campaña contra esta práctica –pues una arcilla extraída directamente de la montaña podía contener dosis significativas de plomo ¡y de arsénico!- obteniendo también su minuto de presencia en los shows televisivos de máxima audiencia.
Pero también en la península ibérica, tradicionalmente, ha habido lugareños que han sabido disfrutar del suelo que pisaban como un manjar. Familias como la mía, de Francisco Ferrer Lerín, es una autobiografía novelada –o no puedo leer sus episodios como reales, necesito pensar que una vida no puede contener tantos acontecimientos memorables: jugadores de ventaja, lobos en la vivienda, colaboraciones con los servicios de inteligencia y con las más importantes editoriales, ornitología concretada en buitreras y muladares, turismo geostronómico-. En 1964 cuatro jóvenes catalanes se acercan a Magán, cerca de Toledo, atraídos por una leyenda –que habían extraído del Diccionario de Comarcas de Yakut Abdilla ar-Rumí, de 1228-: que en esa población había un botín de tierras comestibles. Orientados por unos lugareños al camino de la Fuenvieja acuden a un páramo recién labrado y llovido: “No hay lugar para el humor, sólo hambre acumulada y deseo de refrendar las conclusiones del geógrafo”. Ahítos de esa arcilla, caen adormilados allí mismo hasta que el olor –y las dentelladas- de unas fieras los despierta: seis ejemplares de adives -chacales dorados, canis aureus-, especie invasora y excepcional, procedente de las llanuras africanas, les devoran manos, orejas y piernas. El chacal, como sabemos, es el animal kafkiano por excelencia. Olviden caballos, simios o insectos. Chacales comen humanos que comen tierra.
Thomas Coraghessan (T.C.) Boyle, profesor de escritura en la universidad del Sur de California, es un novelista prodigioso. Dotado de un repertorio técnico de primer orden, una imaginación fastuosa y la capacidad de hilar historias que nunca pierden interés, en sus novelas suele centrar la atención en las peripecias de personajes por sí mismos absorbentes (el arquitecto Frank Lloyd Wright, el explorador Mungo Park, Kellog, inventor de los cereales para desayuno, el niño salvaje de Aveyron…), combinados con el despliegue de sus narraciones en territorios (Alaska, la isla de Riven Rock, la cuenca del Congo) que son por sí mismos los protagonistas. No en balde, desde la publicación de su primera Música acuática sus capacidades fueron comparadas con las de Faulkner, Dickens, Twain, Pynchon, Flannery O`connor y, sobre todo, con Gabriel García Márquez. El propio Boyle ha confesado en más de una ocasión que el autor de Cien años de soledad es su escritor preferido.
Como allí, en El fin del mundo hay unas sagas familiares que se cruzan, un territorio que es como un pantano de fangos que los atrapa y gente que come tierra. Aquí nos encontramos con una trama que gira en torno al valle del Hudson, en Nueva York, y la propiedad de la tierra o el derecho primitivo a usar la tierra que se pisa y habitaron los antepasados. Boyle nos invita a seguir las andanzas de tres apellidos presentes en el territorio, desde los últimos años del siglo XVII hasta los años setenta del siglo pasado, pasando por los arrebatadoramente anticomunistas años cuarenta. Los Mohoks son los originarios pobladores de las tierras conquistadas por los europeos. Los Van Brunt, con antepasados que participaron en la colonización pero han engrosado las filas del proletariado, y los Van wart, ricos colonos holandeses cuyos descendientes forman parte de la aristrocracia local que tienen un vicio secreto, heredan el hábito de comer pequeñas cantidades de arcilla, como un excitante o como un calmante: no son salvajes sino terratenientes. El propio autor ha declarado en alguna ocasión que con este relato pretendió acercarse a sus propias raíces pues, aunque vive en Santa Mónica, nació y creció en el Estado de Nueva York y sus antepasados provenían de Holanda.
Alguna de sus novelas ha inspirado un guión de película. Que se sepa, todavía no El fin del mundo. Podíamos organizar una quedada el día de su estreno, si la rodasen. Iríamos al cine en silencio, sin miedo a la oscuridad ni a las butacas demasiado próximas. No habrá palomitas. Cada uno llevará una bolsa de terciopelo con la tierra que más aprecie. No haremos ruido de masticaciones ni de arcadas. Nadie se dormirá para no atraer a los chacales.
José Eduardo Tornay (Algeciras, 1968) es el ejemplo perfecto de autor para iniciados que en cualquier momento puede dar el salto a la primera plana de la literatura española si los lectores y la crítica despiertan. Tiene publicados tres libros: A la sombra de los bloques (FMC), Los observatorios (Eda) y Los dueños del ritmo (La Fábrica). Su nueva novela, Vacaciones en familia, aparecerá a lo largo de 2018 en la editorial Salto de Página.
Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.
La imagen que ilustra el texto es del fotógrafo Alex Saberi, su obra puede ser disfrutada en su página web: http://www.alexsaberi.com
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