Cuando preguntaron a Harry Crews sobre el germen de la escritura de esta novela no se ando con rodeos: «Detesto su presencia asfixiante y aborrezco la absoluta estupidez de la industria automovilística. Consideren esta cuestión: ¿Qué sentido tiene que un ama de casa de 55 kilos se meta en una máquina de 1800 kilos para conducir 2 manzanas a por una barra de pan de 300 gramos? Esta y otras cuestiones parecidas hicieron inevitable la escritura de Coche.» La trama, que no tiene desperdicio, se desata cuando el protagonista, Herman, decide comerse, literalmente, su Maverick del 71. Una novela sorprendente y subyugante a partes iguales.

 

Hacía mucho tiempo que Mister, sentado encima del prensador de coches, no se sentía tan cerca de la felicidad. Había sido una tarde de Cadillacs. Parecía una buena señal, una señal estupenda. Y la necesitaba. Todos la necesitaban. La enorme máquina que manejaba para reducir los coches al tamaño de maletas latía y palpitaba a sus pies. En la pequeña garita amarilla situada a diez metros del suelo, Mister empuñó los mandos y revolucionó el motor. El asiento de cuero que ocupaba se sacudió y se balanceó. Esperó pacientemente a que se deslizase el siguiente coche a la plataforma.

La mañana había transcurrido sin pautas y no tenía importancia porque no las esperaba. Nunca las esperaba, aunque estaba preparado por si se daban. Hubo un momento, al mediodía –justo antes de comer– en que la cosa se puso interesante cuando aparecieron dos Hudson Hornets seguidos como por arte de magia. Claro que fue pura chiripa. Nada a lo que poder agarrarse. Así que Mister se limitó a machacarlos, los aplastó hasta transformarlos en dos sólidos cubos de metal que se deslizaron por la rampa hasta la zona de recogida junto al río.

Después, ya bien entrada la tarde, comenzó el desfile de Cadillacs. El primero fue un sedán de dos puertas del 47. Se aposentó en la plataforma, sin alerones, pero todo cromado. ¡Crash! Lo aplastó sin más. Le siguió uno del 57. Se deslizó hasta la plataforma y crujió levemente por su propio impulso, todo alerones fantásticos. El sueño alucinógeno de un borracho. ¡Crash! Con enorme satisfacción, Mister lo devolvió sin asomo de ternura a su estadio anterior, metal bruto e informe. Acto seguido, apareció un tercero. Y un cuarto. A Mister se le desbocó el corazón. Se sintió inundado por una pequeña oleada de calor. ¡Y un quinto! Ya iban cinco Cadillacs seguidos. Se encorvó sobre el asiento por encima de los mandos revestidos de caucho, a la espera…

Y, en efecto, un flamante Cadillac de 1970 se deslizó hasta la plataforma. Mister se sacó la bandana roja del peto y le indicó a Paul, a cargo de la grúa, que ya bastaba por hoy. Se quedó sentado contemplando afectuosamente aquel último Cadillac. El sexto consecutivo. Un récord.

Cadillac: el coche de los pobres (en cuanto te haces con uno de estos bellezones, puedes quedarte tranquilo; un Cadillac estándar es una máquina de pre-ci-sión; mantenimiento mínimo; depreciación casi nula).

Cadillac: el coche de los ricos (no he trabajado dieciocho horas al día y padecido tres úlceras con solo treinta y seis años para conducir un Volkswagen. Un hombre capaz de comprarse un Cadillac nuevo en octubre, todos los años, es lo que yo considero un americano de tomo y lomo).

Las voces latían calladamente en la cabeza de Mister. Y del mismo modo, quedamente, le hicieron partícipe de la evolución del coche. Vio los primeros Cadillacs; sólidos y cuadrados como tanques Sherman. Pero, poco a poco, el viento los fue atenuando, alargados y alisados como lágrimas. Entonces comenzó a sugerirse la primera evidencia de un alerón. Una pequeña protuberancia en el extremo más exiguo de la lágrima. Y de esa pequeña protuberancia brotó un alerón gigantesco cuyas dimensiones te dejaban sin aliento. El vehículo se deslizó por todos los garajes de la nación, de costa a costa, de Canadá a México. Remontó la corriente, salvaje e implacable, hasta las mismas fuentes del corazón americano. Y allí se quedó. Y ahí se quedará para siempre. ¿Quién lo duda?

Mister volvió a sacarse la bandana del peto y se enjugó la cara. Allí abajo, en la plataforma, reposaba el Cadillac en su nueva encarnación. Seguía luciendo los alerones, pero ya sin su fluidez ni su funcionalidad. Macizos, rotundos e inmóviles. Mister aceleró el motor de la prensa. Su estruendo era lo único que se oía en los alrededores.

Estaba sentado al borde de diecisiete hectáreas de coches destrozados. Por debajo, a su izquierda, se agitaba la corriente excrementicia del río Saint John. Tres metros de gasolina sobre quince metros de mierda, tal y como a su padre le gustaba describirlo. Claro que a su padre ya nada parecía gustarle mucho. Y al otro lado del río, en una bruma de fábrica de celulosa teñida de rojo por el atardecer, estaba Jacksonville, Florida. Era el momento de dar por concluida la jornada, el momento de aplastar el último coche y dejar que se deslizase por la rampa hasta donde, finalmente, alguien se encargaría de subirlo a una de las muchas gabarras ancladas al muelle de hormigón. Veinticinco toneladas de maquinaria a la espera, suspendidas en raíles a cada extremo del prensador, para comprimir el Cadillac, reducirlo a un bulto cuadrado manejable y sin el menor encanto.

El Cadillac ya había quedado reducido en cerca de una tercera parte cuando lo trajeron. Era un sedán verde claro de cuatro puertas con una cubierta de vinilo de cachemir. Pero ahora el resplandeciente parachoques cromado abrazaba las puertas. El capó se había vuelto sobre sí mismo hacia el vientre del coche, donde antes habían estado los asientos delanteros.

Por lo visto, quince kilómetros al norte, por la U.S.1, entre Jacksonville y Saint Augustine, el conductor se había quedado dormido al volante y había embestido el pilar de un puente de hormigón. La policía estatal había sacado al conductor con un soplete de acetileno y una espátula. Y lo depositaron en una cubierta de hule. Eso es lo que contó Junell cuando remolcó el Cadillac hasta Auto-Town.

Junell trajo el Cadillac en la parte trasera de Big Mama, su camión remolque de diez ruedas. Luego hizo que los chicos lo desguazasen. El Cadillac tenía un volante de madera de nogal tallado a mano y, aunque parezca extraño, como la columna de dirección se había deslizado por el lado izquierdo del asiento trasero, el volante de nogal seguía intacto. Ahora colgaba en una de las paredes del Hogar del Desguace. Lo había extraído ella misma, junto a los tapacubos traseros. Luego retiró el cristal de la ventanilla posterior, las manillas de las puertas y las luces traseras de vidrio; también afanó el gato y la rueda de repuesto del maletero. Al final, no quedó más que el esqueleto de metal saqueado que ahora reposaba en la plataforma, a sus pies.

Mister tocó la palanca recubierta de caucho rojo que tenía delante y el torno descomunal aprisionó al Cadillac. Al momento, un bloque sólido de metal del tamaño de una maleta se deslizó por la rampa. Mister suspiró y apagó el motor. Descendió por la escalinata metálica y se dirigió al muelle de hormigón. Salvo por el extremo que daba al río, el horizonte lo formaban montañas de coches destrozados. Todo tipo de coches en todo tipo de posturas: del revés, de lado, de punta, erectos, inclinados, recostados. El suelo no era de tierra, era una gruesa capa de misteriosos fragmentos de vidrio, vidrio de todos los colores, rosa, amarillo, transparente, tintado de azul y rosa, incluso negro. Y, mezclados con el vidrio, fragmentos desiguales de aluminio, trozos arañados de hierro fundido y otras piezas de metal desgastadas hasta formar una especie de arena fina. Tras muchos años de práctica, Mister caminaba sin vacilar sobre los trozos desiguales de vidrio y metal.

Se detuvo en el muelle y admiró con satisfacción el trabajo de la jornada. Hudson Hornets volatilizados, un Oldsmobile extinto modelo Youngmobile, un Pontiac reducido a su mínima exponencia, un Chevrolet cancelado, Buick Believers arruinados. Ahora solo maletas. Maletas enormemente pesadas. Mañana remontarían el río. Mister entornó los ojos y miró en la dirección por donde desaparecerían. Le ardieron los ojos y se le nubló la vista a causa del hálito palpable que desprendía la corriente. Estar tan cerca del río Saint John era como estar pegado a la puerta abierta de un horno. Enseguida se vio envuelto en una ligera ráfaga de gas, sustancias químicas y retretes obstruidos. Se subió el cuello de la camisa vaquera, encorvó los hombros contra la ráfaga ardiente y se dirigió de vuelta a Auto-Town.

Estaba a casi un kilómetro del Hogar del Desguace, un kilómetro por un camino serpenteante que atravesaba un valle entre abruptos acantilados de automóviles.

Ciento cincuenta metros antes de llegar al Hogar del Desguace, salió a un llano de coches aplastados y mutilados dispuestos esmeradamente en fila, uno detrás de otro, a lo largo de más de cuatro hectáreas, hasta donde la autopista se arqueaba por encima de Auto-Town camino de Jacksonville.

Mister se negó a mirar las hileras de coches y siguió caminando obstinadamente. Ahora que la montaña de coches se interponía entre él y el río no había viento. Era muy tarde. Seguro que tendrían que pagarle a Paul una hora extra, puede que más.

La entrada del Hogar del Desguace estaba cerrada y con la cadena puesta. Al otro lado de la malla metálica que cubría la fachada, los tapacubos, los espejos retrovisores y los volantes que colgaban expuestos en las paredes irradiaban sin demasiado entusiasmo. Big Mama estaba aparcada junto a la alta valla amarilla que ocultaba Auto-Town a quienes pasaban por la superautopista. O al menos ocultaba el Hogar del Desguace y el cartel de casi un metro de altura que indicaba que esto era Auto-Town, pero no llegaba a ocultar las montañas de coches desguazados.

Había un taxi detenido frente a la verja del portón, ya a esas horas cerrada con candado. Se acercaba la noche y el taxi tenía los faros encendidos. Una mujer con un amplio sombrero negro y un velo del mismo color aguardaba en la entrada aferrada a la verja. Mister suspiró. A saber quién sería. Estaba preparado para cualquiera que se presentase ante sus puertas. Si se tratase de una mujer que venía a llevárselo para descuartizarlo y vender su carne en el supermercado local, no le habría sorprendido. Pero, por supuesto, no sería nada tan interesante e inusual como eso, lo sabía de sobra.

–¿Dónde está el coche de Fred? –preguntó ella desde el otro lado de la verja.

 

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«Nací el 7 de junio de 1935 al final de un camino de tierra en el condado de Bacon, Georgia. Un camino muy largo. Mi padre murió cuando yo era un bebé y mi madre, sin otra cosa que simple coraje, tras toda una vida de desesperación y falta de alternativas, nos crió a mí y a mi hermano. Asistí a la Universidad de Florida. Tras dos años ahogándome entre la Verdad y la Belleza, dejé la Universidad por una moto Triumph. Me dirigí al oeste una clara mañana de primavera con siete dólares y cincuenta y cinco centavos en el bolsillo. Estuve en la cárcel de Glenrock, Wyoming; un indio blackfoot al que le faltaba una pierna me dio una paliza en una reserva de Montana; fregué platos en Reno; recolecté tomates en las afueras de San Francisco; un hombre que se creía Cristo me expulsó el demonio que llevaba dentro en Colorado Springs y en Chihuahua me hice amigo de un piloto obsesionado con las alforjas de motos… Volví cojeando a la Universidad de Florida, purificado y santificado, dispuesto a absorber todo lo que quedara de Verdad y Belleza. Y así están las cosas. Actualmente doy clases de inglés en Fort Lauderdale, Florida. Estoy casado con una chica muy guapa que sabe escribir a máquina. Hemos tenido dos hijos. El mayor se ahogó en 1964. El otro tiene cuatro años.»

Desde entonces Harry Crews bebió mucho, se drogó bastante y publicó más de veinte libros. Murió el 28 de marzo de 2012, a los 76 años, por complicaciones de una neuropatía. En su última entrevista puso las cartas sobre la mesa: «Mira, si tu intención es escribir sobre la dulzura, la luz y toda esa mierda, consíguete un trabajo en Hallmark».

Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.

La traducción del texto de Crews es de Javier Lucini, la ilustración de la cubierta del libro de Antonio Jesús Moreno, «El Ciento».