Convertida en una de las primeras novelas más exitosas de la narrativa española reciente, El cielo de Lima ubicó a su autor, Juan Gómez Bárcena, como referente de la nueva literatura española. La novela obtuvo el premio Ojo Crítico y el Ciudad de Alcalá, y ha sido traducida al inglés, portugués, italiano, alemán, griego y holandés. Con la excusa de su reedición en un nuevo formato, la editorial Salto de Página ha tenido el detalle de compartir su inicio con los lectores de penúltiMa.
Al principio es sólo una carta ensayada muchas veces, queridísimo amigo, estimado poeta, muy señor mío; un comienzo diferente para cada pliego que acaba rasgado bajo el escritorio, lustre de las letras españolas, distinguido Ramón Jiménez, admirado maestro, compañero. Al día siguiente la sirvienta mulata barrerá las pelotas de papel esparcidas por el suelo y las confundirá con poemas del señorito Carlos Rodríguez. Pero esta noche el señorito no escribe poemas. Fuma un cigarro tras otro con su amigo José Gálvez y juntos sopesan las palabras precisas con que dirigirse al Maestro. Antes han buscado su último título por las librerías de toda Lima y sólo han encontrado una edición resobada de Almas de violeta, que ya han leído muchas veces y cuyos versos son capaces de recitar de memoria. Y ahora garabatean tantas palabras que un instante después sonarán ridículas, noble amigo, insigne pluma, nuestro más audaz renovador de las letras, acaso usted, en su infinita bondad, no tendría un gesto para con nosotros sus amigos del otro lado del Atlántico, sus fervorosos lectores del Perú —pues ha de saber, don Juan Ramón, que acá seguimos sus versos con una admiración de la que acaso no tenga noticia—; no sería muy inoportuno por nuestra parte rogarle nos hiciera llegar un ejemplar de su último libro, de estas arias tristes suyas imposibles de hallar en Lima; no sería, ah, un abuso esperar esa pequeña atención de usted sin remitirle las tres pesetas de su precio.
Cuando se cansan beben pisco. Abren las ventanas para asomarse a las calles desiertas. Es una noche sin luna, corre el año 1904; apenas son unos niños de veinte años, con la juventud suficiente para sobrevivir a dos guerras mundiales y celebrar el trofeo de Perú en la Copa de América, casi treinta y cinco años más tarde. Pero por supuesto ahora no saben nada de eso. Sólo rasgan un papel tras otro, en busca de unas palabras que saben imposibles. Porque con la última carta arrojada al suelo comprenden por fin que no conseguirán su ejemplar firmado de Arias tristes por mucho que lo llamen admirado prócer de las letras y honra de España y las Américas; ni una sola línea a vuelta de correo si le confiesan que son sólo dos señoritos jugando a ser pobres en una buhardilla de Lima. Hay que adornar la realidad, porque al fin y al cabo eso es lo que hacen los poetas, y ellos lo son, o al menos sueñan con serlo a lo largo de muchas noches en vela como ésta. Eso es exactamente lo que están a punto de hacer ahora, el poema más difícil, uno que no tenga versos pero sepa conmover el corazón de un verdadero artista.
La primera vez parece una broma pero luego resulta que no es una broma, uno de los dos dice casi sin pensarlo: sería más fácil si fuéramos una mujer bonita, verías cómo entonces a don Juan Ramón se le iba el alma en contestarnos, esa alma suya de violeta, y entonces se interrumpe de pronto, los dos jóvenes se miran un momento y casi sin quererlo la travesura ya está urdida, ríen, se felicitan por la ocurrencia, intercambian palmadas y vasos de pisco, y a la mañana siguiente se reúnen en la buhardilla con un pliego de papel perfumado, que Carlos se ha acordado de robar del escritorio de su hermana. Es también el propio Carlos quien escribe; tantas veces se burlaron en el liceo de su caligrafía de mujer, de letras redondas y suaves como una caricia, y por fin ha llegado la hora de sacarle algún partido. Cuando usted quiera, señor Gálvez, dice conteniendo la risa, y juntos comienzan a recitar esas palabras largamente maduradas para las que sólo necesitan papel verjurado y un escribiente con letra de mujer; ese poema sin versos que no recogerá ningún libro pero que está a punto de hacer lo que sólo sabe la mejor poesía: nombrar lo que nunca antes ha existido y darle vida.
De esas palabras nacerá Georgina, tímidamente al principio, porque así es como escogen que sea, una jovencita miraflorina que suspira con los versos de Juan Ramón y cuya candidez les hace reír en las pausas. Una muchacha que de tan ingenua sólo puede ser bonita. Es ella la que pide un ejemplar de Arias tristes; ella la que está tan avergonzada por su atrevimiento; ella la que ruega al poeta que la disculpe y la comprenda. Falta la firma, y con ella un apellido sonoro y poético, que acuerdan tras un largo debate en el que agotan la bebida y las pastas: Georgina Hübner.
Y Georgina empieza por ser sólo eso, un nombre y una carta lacrada que viajará de mano en mano durante más de un mes, primero en el escote de la criada analfabeta, más tarde en el bolsillo del mozo que por el encargo cobra medio sol y un pellizco en el inmenso culo africano de la sirvienta. Después pasará por las manos de dos empleados de correos, un estibador aduanero y un marinero de línea; de ahí al vapor que cubre el trayecto Lima-Montevideo, en un saco de cartas en el que por lo general abundan las malas noticias. De Montevideo un rodeo innecesario hasta Asunción, por la negligencia de un cartero al que le faltan treinta días para jubilarse y la vista necesaria para entender las caligrafías pequeñas. De Asunción en tren de nuevo hasta Montevideo a través de la selva, para embarcarse en la bodega de un buque donde se salvará de forma milagrosa de las mandíbulas de una rata que antes ha dejado irreconocibles otras muchas cartas.
Y todavía entonces Georgina no habrá comenzado a vivir; todavía no será más que un papel de esquela que en la oscuridad de la saca de correo estará ya perdiendo su último aliento a perfume. Aún le quedan tres semanas de viaje transatlántico, acompañada por dos polizones que cada tanto se susurran impresiones en un portugués de los arrabales; y después el desembarco en La Coruña, el tren, la oficina de postas, y de nuevo el tren, el empleado de correos que no lee poesía y a quien el nombre del destinatario no le dice nada, Madrid, Madrid por fin. Y resulta que en algún punto de su larga travesía Georgina ha comenzado a respirar y a vivir; que cuando por fin llega a la casa del poeta es ya una mujer de carne y hueso, una jovencita lánguida que palpita a través de un arroyo de tinta y ahora espera respuesta en su quinta de Miraflores. Un ser tan real como la carta sin aroma que Juan Ramón Jiménez abrirá esa misma mañana en su despacho, con manos primero firmes y después temblorosas.
Dos empleados de correos, un oficial de aduanas que rasga un poco el envoltorio del paquete para verificar que no contiene mercancía de contrabando; otro saco en el que las malas noticias —defunciones, abortos, reclusiones imprevistas en balnearios y casas de reposo; una luna de miel que termina con las joyas de ella apostadas y perdidas en el casino de Estoril— vuelven a ser más abundantes que las buenas noticias —un viajero que llegó sano y salvo; un indiano que acepta reconocer a su hijo mestizo—. Por el mar a Montevideo en una bodega sin polizones ni ratas; del barco a la oficina de postas y de ahí de nuevo al muelle para embarcarse a Lima, esta vez por el camino correcto, pues el empleado de correos miope ya se jubiló y disfruta de un retiro sin gloria en el barrio de Pocitos; del puerto de Lima a la estafeta de correos, y ocho manos más tarde en el zurrón del mismo mozo de cuerda, que vuelve a cobrar medio sol y otro pellizco en el culo de la criada. Sólo que esta vez el paquete no le cabrá en el sostén y se contentará con abandonarlo sobre el escritorio del señorito José, sin molestarse en mirar esos garabatos que de todas formas no sería capaz de entender.
…He recibido esta mañana su carta, tan bella para mí, y me apresuro a enviarle mi libro Arias tristes, sintiendo sólo que mis versos no han de llegar a lo que usted habrá pensado de ellos, Georgina…
Esa misma noche celebran por las tabernas su libro firmado y la carta de puño y letra del Maestro. Invitan a sus amigos, otros poetas tan pobres como ellos que van llegando en sus coches de caballos, y mientras les ayudan a quitarse los gabanes dicen beban, beban cuanto quieran, esta noche Georgina Hübner les convida. Después vienen las explicaciones, y los brindis, y la carta leída en voz alta; los que se creen la historia y los que no se la creen, menos chanzas, Carlitos, no es posible que esos melindres los haya escrito el autor de Ninfeas y Almas de violeta. Pero luego ven sobre la mesa la firma del poeta, y ese libro que sólo puede encontrarse en las librerías de Sol y las Ramblas, y comienzan las palmadas en la espalda y las risas con la boca abierta.
La carta de usted es del 8 de marzo, a mí no me ha venido hasta hoy, 6 de mayo. No me culpe de la tardanza. Si usted me envía siempre su dirección —en el caso de que vaya a cambiar de domicilio—, yo le mandaré a usted los libros que vaya publicando, siempre, claro está, con el mayor placer…
Las opiniones son que hay que contestar la carta, que no hay que contestar la carta, que Georgina debe corresponder a la gentileza del Maestro con una fotografía o cuanto menos unas postalitas de Lima; que los grandes poetas no merecen burlas y hay que confesar cuanto antes la verdad, que qué se saca con la verdad, que deben dejar la broma antes de que la cosa acabe mal; que la cosa acabará mal, y qué importa. Al final es José el que se pronuncia dando un sonoro puñetazo sobre la mesa: yo digo que contestemos, carajo. Y contestarán, pero eso será ya al día siguiente, cuando visiten la buhardilla en el sopor de la resaca, armados con el papel perfumado de rosas que han comprado para la ocasión.
Esta noche prefieren divertirse. Ensayar respuestas al poeta primero más o menos sensatas y luego cada vez peor aconsejadas por el alcohol y la euforia. Salir a la madrugada de Lima recitando a coro las Arias tristes, que con una botija de chicha en la mano ya no parecen tan tristes. Y después —pero hay que perdonarlos, porque para entonces ya son mucho más borrachos que poetas— empezar a tratarse de damas y señoritas; llamarse unos a otros «¡Georgina!» a voz en grito, y aflautar la voz, y arremangarse las faldas que no llevan, y fingir vahídos y desmayos, y por último orinar de cuclillas, todos juntos y muertos de risa, en la rosaleda de los Descalzos.
…Gracias por su fineza. Y créame muy suyo, que le besa los pies.
Juan Ramón Jiménez.
Supongamos que tuviéramos que describir a José y a Carlos en una sola línea. Que sobre ellos únicamente nos estuviera permitido pronunciar, pongamos por caso, diez palabras; su existencia resumida en el espacio de un telegrama. En tal caso, probablemente usaríamos éstas:
Son ricos.
Creen ser poetas.
Quieren ser Juan Ramón Jiménez.
Pero afortunadamente nadie nos pide que seamos tan breves.
Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984). Ha publicado el libro de relatos Los que duermen y la novela El cielo de lima (ambos en Salto de Página). Ambos títulos le han valido diversos reconocimientos entre los que destacan el Premio Ojo Crítico de Narrativa y el Ciudad de Alcalá de Narrativa.
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