«Con Barthes, ni te cases ni te embarques» Así rezaba un verso de un poeta menor de la antología (española). Más allá del chascarrillo típicamente hispano, o sea, meramente fonético y por eso a la postre vacuo, en ese verso su autor reveló más de lo que podía sospechar: el temor a relacionarse con la falta de certezas, el rigor y la insobornable capacidad de cuestionar lo establecido de Barthes. Uno entiende que haya gente a la que no le guste el escritor francés, pero también tiene muy claro qué tipo de gente es esa. Y no le apetece a uno tener mucho trato con ella. Barthes, como Cerda, porque tienen mucho en común, son el tipo de autores que han hecho de la escritura una herramienta y al mismo tiempo un fin, que sospechan de ella y saben que no es ni dócil ni inocua. Los otros, los que prefieren mantener a Barthes a la distancia, no han terminado de comprender el legado de su obra. Ellos se lo pierden.

 

La noción de vanguardia es consustancialmente equívoca: promete mucho más de lo que, en verdad, entrega o puede entregar. En 1956, en un artículo publicado en Théatre Populaire, Roland Barthes intentó “desmitificar” la expresión teatro de vanguardia que la crítica comenzaba a aplicar indistintamente a las obras de Beckett, Adamov, Ionesco o Gênet[1].

La noción de vanguardia fue acuñada durante la segunda mitad del siglo XIX (Baudelaire ya la cita entre los vocablos de origen castrense), cuando los escritores burgueses constatan o vislumbran que su clase se ha convertido –como decía Barthes– en una “fuerza estéticamente retrógrada” y a la que, en consecuencia, deben recusar, negar o invalidar estética y, luego, éticamente.

Para Barthes, sin embargo, la recusación vanguardista no sólo está inscrita dentro del círculo que recusa sino, además, tiende a reforzarlo. “Se trata –decía Barthes– de un fenómeno de complementariedad bastante conocido en sociología, y que Claude Lévi-Strauss ha excelentemente descrito: el autor de vanguardia es un poco el brujo de las sociedades llamadas primitivas: fija la irregularidad para purificar mejor a la masa social”[2].

El escritor vanguardista, en otros términos, puede sentirse “liberado” con cada una de las negaciones que introduce, pero, a la vez, cada una de esas negaciones sirve de vacuna contra su “irregularidad” y, por ende, convierten al escritor en un auxiliar del orden o sistema que recusa. Esta es la tragedia o, como decía Barthes, el “drama personal” de todo escritor de vanguardia porque, cualquiera que sea su convicción (Max Weber) o su idealismo, “siempre llega el momento en que el Orden recupera a sus francotiradores”.

Romper con algo no es, en efecto, sobrepasarlo, trascenderlo, superarlo: mucho menos cuando ese algo es, justamente, la sociedad en la que el infractor o rebelde continúa viviendo, y regularmente sin mayores contratiempos. La negación vanguardista es, de este modo, inmanente al orden que niega: denuncia sus “límites” y, a la vez, es incapaz de ir más allá de ellos, porque es archilúcida de las insuficiencias de la sociedad burguesa y, al mismo tiempo, totalmente ciega frente a todo aquello que pueda modificarla radicalmente.

“La vanguardia –decía Barthes– no es nunca sino una manera de cantar la muerte de la burguesía, puesto que su muerte todavía le pertenece a la burguesía, pero la vanguardia no puede ir más lejos: no se puede concebir el término fúnebre que ella expresa como el momento de una germinación, como el paso de una sociedad cerrada a una sociedad abierta”[3].

La vanguardia es, en rigor, asocial: se complace en sus protestas éticas, en sus catarsis, mientras que la sociedad recusada la observa fascinada y, a la vez, odiosamente. La sociedad no se reconoce en las imágenes vanguardistas, ni en sus situaciones extremas, y cada nueva pirueta la convence que más vale diablo conocido que santo por conocer.

Barthes no encontraba, en este callejón sin salida, otra solución que la propuesta de un “nuevo realismo” dramático, es decir, que un teatro político cuya disidencia fuese redefinida desde el punto de vista de la única fuerza objetiva y subjetivamente incompatible con la sociedad burguesa: el pueblo. No encontraba, en suma, otra solución que la aportada por Brecht particularmente en Mutter Courage: esta obra –decía en otro texto– es “una obra absolutamente popular porque su más profundo proyecto no puede ser comprendido sino por el pueblo”[4].

 

Nota literaria correspondiente al seminario “Lectura de R. Barthes”, impartido en la Universidad de Magallanes el año 1990.

 

[1] Barthes, Roland. Essais critiques. París: Seuil, 1964, pp. 80-83.

[2] Op. cit., p. 80.

[3] Op. cit., pp. 81-82.

[4] Op. cit., p. 48.

 

Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón