Carísima en el mercado del libro viejo, El juego de los mundos es una de las novelitas más mitificadas de la producción de César Aira. Antonio Jiménez Morato, director de penúltiMa y experto en la obra de Aira realiza un somero acercamiento a la misma.
No se le escapa a nadie que hay ciertas características que evidencian el genio frente a la excelencia más o menos voluntariosa: hay escritores capaz de imprimir su particular mirada con un sencillo giro argumental, de proyectar la singularidad de su enfoque en torno a un tema más o menos manido o, acaso más sencillamente, de releer el cliché bajo su personal y casi mágico punto de vista. Ese sería el caso de la inmersión en la distopía y sus aledaños que hizo César Aira en una de sus novelas menos transitadas –por lo complicado que es hacerse con un ejemplar, sobre todo– que no es sino El juego de los mundos (novela de ciencia ficción). Publicada en el año 2000 por la editorial de La Plata El Broche, que se trata de un proyecto que viene y va, dependiendo de la disponibilidad y tiempo de sus editores, el modo en que Aira controla la circulación de sus textos ha terminado por convertir esta novelita en uno de los libros de más complicada ubicación de los cien que ha publicado. Acaso eso justifique un pequeño resumen de su argumento: varios centenares de años en el futuro, acaso millares, la sociedad se ha desentendido totalmente de la literatura y vive inmersa en un plano virtual llamado Realidad Total. El narrador de la novela, descendiente de un escritor llamado César Aira, vive preocupado por la afición de su hijo y sus amigos a el Juego de los mundos, que consiste en hacer desaparecer planetas y sus civilizaciones mediante la puesta en práctica de guerras que se viven a través de los dispositivos de realidad total pero que suceden en el plano real, ya que los mundos son efectivamente destruidos y las civilizaciones que los habitan borradas del universo para satisfacer el ansia de diversión de los jóvenes jugadores. La afición que siente el narrador por la lectura es una evidencia más del anacronismo en el que vive. La descripción de la transformación sufrida por la escritura, y por extensión la lectura, queda evidenciada en esta cita:
“Lo cierto es que dedico tiempo, una hora por día, a veces dos, a la lectura. En realidad, no conozco a nadie más que lo haga. Los sistemas para leer usan viejas tecnologías, superadas, polvorientas, y si los aparatos no tuvieran autorreparación ya habrían salido de servicio hace mucho. Claro que hablar de “lectura” es estirar el término quizás demasiado. Cuando se pasó toda la literatura a estos medios, se lo hizo en imágenes. Los programas transformaron las palabras en imágenes, una por una (no se hizo por frases) y hasta fragmentando las palabras si resultaba conveniente. Esta tarea la llevaron a cabo sistemas automáticos operando con grandes diccionarios polivalentes, sin intervención del hombre. Es decir que operaban con todas las lenguas que ha hablado el hombre en su larga historia, incluyendo dialectos y argots. Y por la otra punta, disponían de un banco de imágenes completo, o sea que estaban todas. Seguramente a los literatos del pasado no les habría satisfecho la transferencia, pero cuando se hizo ya no estaban para protestar. Y la operación salvó del olvido definitivo a la ingente masa de libros que se había acumulado. Fue esta operación la que anuló las diferencias entre obras y autores.
Para dar una idea, ejemplifico el procedimiento con una frase cualquiera: “Un día, de madrugada…” La primera palabra, “un”, pasa a ser la imagen de un dedo índice levantado, recto, apuntando al cielo. La segunda, “día”, podría ser alguna gura astronómica, pero el sistema también podría unir “día de ma…” y poner una diadema, resplandeciente de diamantes y zafiros… A continuación, una serpiente de Esculapio, símbolo del médico, o “Dr.”… Y así sigue. Puede parecer muy laborioso, pero, según dicen, los sistemas inteligentes lo hicieron en segundos, aun tratándose de millones de páginas. Y sea como sea, ya está hecho. Como los textos originales no se conservaron, no hay modo de saber si lo hicieron bien o mal. Aunque la idea es que alguien con paciencia y genio suficientes podría efectuar la reconstrucción (no sé cómo, realmente).”
Es esa afición a la develación de la palabra devenida en imagen o jeroglífico la que justifica la capacidad elucubrativa del narrador, en el que aún permanece la idea del autor por herencia de su antepasado escritor y el trato que mantiene con dos efusivos jóvenes lectores de dicho ancestro, que le lleva a pensar que la dinámica del Juego de los mundos puede reimplantar en las mentes de su hijo y sus amigos la idea de la divinidad, extirpada ya de la sociedad desde centenares de años atrás.
Como en toda novela de Aira, hay un semillero de temas que se disparan a medida que el lector transita por sus páginas. Además de bromas privadas. Desde la evidente, desde la cita, mixtura de lectura y escritura que realiza el narrador, y que en buena medida retrata los mecanismos en sí que pone en marcha todo lector, hasta la metáfora antropológica que sostiene el texto. Sólo los adolescentes entregados a la destrucción de otras civilizaciones tienen interés alguno por ellas, aunque sea por averiguar los mecanismos oportunos para poder eliminarlas. Aunque se produce, también una antropología de la sociedad iletrada en que se mueve el narrador que es, y no es, el Aira que escribió los libros, o que los reescribe al leerlos (y en ese sentido resulta doblemente irónico que la descripción de los hábitos de lectura del narrador coincidan con los de la escritura del propio Aira a tenor de lo que ha manifestado en sus entrevistas). Y una antropología, también, del lugar de la literatura y la imaginación, como herramienta de conocimiento y también de aniquilación. Al fin y al cabo, la lectura que hacen los adolescentes de las civilizaciones que pretenden destruir no es tan diferente de la que realiza el propio narrador de la sociedad en la que viven. En última instancia, todo el juego de la latencia de la divinidad, que es un germen perfectamente concebible desde la posición del lector que conoce, y en cierto modo respeta y difunde, la idea de la autoría, se vuelve, también, reflexión sobre la idea misma de los procedimientos de la literatura. Porque acaso ese sea, siempre, el verdadero centro de la narrativa de Aira, por lo que el inminente catálogo de Strafacce supone también una interesante propuesta de ordenación de la producción de Aira, ya que él lee genéricamente textos que, acaso, se han pensado desde su concepción como intencionalmente mestizos. Una de las reticencias o críticas más repetidas en torno a buena parte de la producción de Aira tiene que ver con el supuesto inacabamiento de sus textos, con el modo en que, de modo inesperado, cierra narraciones que hasta entonces llevaban otro ritmo, dando la sensación de que se aburría ya de sus tramas por lo que ponía punto final a las narraciones de modo apresurado. Leer así las novelas de Aira es establecer una relación muy plana con ellas, considerarlas meramente como argumentos más o menos desarrollados, ignorando el verdadero alcance de las mismas, que se ha ido presentando ante los ojos de los lectores que aprecian el calado conceptual de los asuntos tratados y la capacidad de Aira de discurrir en torno a conceptos muy complejos valiéndose de elementos más narrativos que ensayísticos. A nadie se le escapa, o se le debería escapar, la densidad de un texto eminentemente narrativo como la Biblia. Cuando uno va atravesando cada uno de los libros que la componen puede ir disfrutando de cada una de las historias que los componen, pero es plenamente consciente de que cada uno de esos textos va mucho más allá de la mera presentación de una historia. Lo mismo sucede con los textos de Aira, y es dicho calado el que complica, también, un deslindamiento genérico que puede acotar la pluralidad de sensaciones e ideas puestas en juego en cada texto. Si por algo destaca El juego de los mundos es por la frenética sucesión de hechos significativos para la trama que van, al mismo tiempo, aportando nuevos matices a la esencia conceptual en torno a la que se mueve la novela. En resumen: por ser una más de las excelentes novelitas de Aira.
Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor y crítico. Su publicación más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países además de una digital de alcance global. Otros de sus libros son Mezclados y agitados o El sabor de la manzana. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.
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