Este fin de semana, en las mejores librerías de España, estará ya a la venta la nueva novela de Pablo Katchadjian, publicada por la exquisita editorial Hurtado & Ortega dentro de su Biblioteca K, dedicada al autor, a la vez que se pone en circulación en Argentina de la mano de Blatt & Ríos. Una joya, posiblemente el libro del verano para los que no temen arriesgarse a leer literatura, y que la propia editorial presenta con estas seductoras palabras:
Amado Señor, Amada Vida, Amado Escarabajo, Amado Murciélago, Amado Brillo Invisible, Amada Mata de Cactus, Amado Relámpago, Amada Manera, Amado Cuchillo, Amado Sueño Olvidado, Amada Bendición… La recitación de los Nombres Divinos, que en tantas tradiciones místicas es canto propiciatorio de la revelación cuando deviene mantra o balbuceo, resulta en este epistolario de Pablo Katchadjian el índice de un diálogo. Aquí cada nombre es motor de la narración y también su destinatario. Mantener la palabra y la conversación frente a un Interlocutor en quien no se cree, pero a quien se encuentra en cada letra, es la necesidad de un narrador que escribe siempre buscando un precario equilibrio: entre caída y sostén, vida y destino, tema y manera… Nada de formas cerradas, aunque recuerden algunas a las epístolas bíblicas, otras a las parábolas con las que hablan los profetas y aún otras a oscuros cuentos jasídicos. Desde estas sesenta y una misivas dirigidas a un dios lector nos habla un escritor que a pesar de todo se resiste a la contemplación: porque la mirada es éxtasis, y el éxtasis, aniquilación.

 

Amado Señor:
Ayer me reuní en un bar con tres personas expertas en el arte de moverse que me dijeron que habían nota- do algo en mi forma de moverme: habían notado que manejo la tensión corporal para lograr un equilibrio. «Como todo el mundo», dije. «Claro», me dijeron, «pero vos manejás esa tensión tan bien que perdés la posibilidad del desequilibrio». Yo no lo sabía, y apenas lo dijeron me di cuenta de que era verdad. Más tarde entendí que sólo dejo de buscar el equilibrio cuando te hablo a vos. El equilibrio es para sostenerme. Las personas me preguntaron también si alguien me sostenía a mí o si yo sostenía a los demás. «No sé, supongo que las dos cosas», dije, y después pensé que si alguien me sostuviera yo no tendría que estar buscando el equilibrio todo el tiempo. Sólo vos me sostenés, y me pedís el desequilibrio. Decís: «Yo te sostengo para que puedas desequilibrarte sin caerte». ¿O no decís eso? Nunca te escuché decirlo, es lo que creo que decís. Ahora que lo pienso, no creo que digas eso. Vos decís: «Yo te sostengo para que busques el desequilibrio y puedas caerte». Pero si me sostenés, ¿cómo voy a caer- me? Y si de todos modos caigo, ¿cómo me sostenés?

 

Amado Señor:
Vos me hacés preguntas y yo te respondo, pero ten- go que confesarte que no creo que existas. Y si vos, que me sostenés, no existís, eso significa que yo po- dría caerme cuando te hablo a vos. Y si yo sólo dejo de buscar el equilibrio cuando te hablo a vos y vos no existís, tengo que entender que cuando te hablo a vos es cuando yo me caigo. Pero caigo de tal manera que siento que me sostenés. Porque es una caída profunda, sin fondo, y caer así es como ser sostenido por el aire. Y cuando dejo de caer parece que estoy en el mismo lugar de antes, porque no golpeo contra nada, pero sin embargo estoy en otro lugar. Busco la tensión para explotar hacia otro lugar; si no exploto hacia otro lugar la tensión me produce agotamiento e inmovilidad. Por eso cuando te hablo a vos me permito tensar más de un lado que del otro para crear el desequilibrio, o tensar todo en exceso para explotar, y de una u otra forma aparecer en otro lado, en una nueva tensión. Cada nueva tensión me genera ansiedad, porque me lleva tiempo entenderla. Cuando la entiendo, me equilibro y puedo hablarte de nuevo y desequilibrarme de nuevo y caer y pasar a otro lado que no entiendo. Por eso ahora no quiero tratar de decir nada interesante ni profundo, no quiero entretenerte, no quiero poner información sobre cosas, no quiero encantarte con narraciones: sólo quiero hablarte y que me escuches como si fuera música, una música pobre y radiante. Si hay riqueza, que sea un accidente provocado por vos.

 

Amado Señor:
No quiero hablarte de libros, pero ayer leí un libro sobre un perro escrito por una persona que se dedica a la música. El perro también se dedicaba a la música en cierto momento. El libro era sobre la muerte. Hace poco me hiciste entender que yo no soy músico, y eso me alivió. No ser cosas que uno podría ser es una de las formas más primitivas de libertad. No ser músico es un alivio porque los músicos, para mí, son perfectos. Yo querría ser músico, pero no soy músico y eso me tranquiliza, porque entonces puedo disfrutar de mi imperfección. Y así puedo hablarte a vos: es lo único que puedo hacer con seguridad. Con una seguridad de la inseguridad, o con una inseguridad segura y firme. Una seguridad imperfecta. Te hablo a vos y sé que te estoy hablando a vos, aunque no existas. Porque cuando te hablo existís. No porque piense que yo soy tu creador. Es al revés: yo te hablo, eso te hace existir y eso me crea a mí. Me crea una y otra vez. Si dejara de hablarte dejaría de ser creado. ¿Y qué quedaría de mí? Una inseguridad perfecta. Te confieso que a menudo tengo la fantasía de dejar de hablarte. Tengo muchas fantasías; por ejemplo, con mis antepasados gitanos. Pero, más allá de las fantasías, sé dos cosas. Sé que algunos de los gitanos que estaban en la zona de donde viene la mayor parte de mis ancestros dejaron de ser nómades y se integraron a la comunidad sin perder sus costumbres gitanas. Y sé que algunos de mis ante- pasados fueron músicos, y que algunos de esos músicos fueron gitanos.

 

Amado Señor:
Cuando te hablo y todo queda escrito, a veces otros leen lo que te dije, y eso me llena de orgullo y vergüenza. Orgullo por haberte hablado y que me hayas escuchado, por haberme desequilibrado y perdido y reencontrado y que otros puedan verlo, y vergüenza por lo mismo: por haberte hablado y que me hayas escuchado, por haberme desequilibrado y perdido y reencontrado y que otros puedan verlo. Pero esta vez te estoy hablando de una manera nueva, y aunque siempre trato de hablarte de maneras nuevas porque si no siento que no me escuchás, ahora te estoy hablan- do directamente, y eso nunca lo había hecho. Estoy respondiendo tus preguntas. «¿Qué estás haciendo?», me decís. Y yo te digo: te estoy hablando a vos. Y vos volvés a preguntar: «¿De qué manera?». Y yo te digo: directamente, de una manera directa. Y como no volvés a preguntar no sé si es que la respuesta te satisfizo o que ves que hay una trampa. Creo que la segunda opción es la verdadera: ves que hay una trampa. Porque vos me preguntás qué estoy haciendo y yo, al responderte, te digo que lo que estoy haciendo es responderte, aunque no te respondo: te hablo. Pero ¿no es esa la única manera de responderte? Hago una trampa para responderte, porque si no me resultaría imposible. Y vos, que sabés esto, me hacés preguntas para que yo… ¿haga una trampa? Hay algo mal en lo que digo y no sé qué es. Lo que sí sé es que no quiero contarte cosas interesantes ni tratar de tener buenas ideas ni divertirte: quiero que lo que te digo sea como música pobre y radiante que va fluyendo sin contenido y que vos no esperes nada, que escuches sin ambición y sin conmoverte, y que todo eso me pase a mí también al hablarte, y que a pesar de eso vos te conmuevas y yo me conmueva al sentirte conmovido.

 

Pablo Katchadjian nació en Buenos Aires en 1977. Ha publicado las novelas En cualquier lado (2017), La libertad total (2013), Gracias(2011) y Qué hacer (2010); los  libros de relatos Tres cuentos espirituales (2019) y El caballo y el gaucho (2016); otros libros de género más dudoso como La cadena del desánimo (2012), Mucho trabajo (2011), El Aleph engordado (2009) y El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007), y cuatro libros de poesía: el cam del alch(2005), dp canta el alma (2004) y, en colaboración con Marcelo Galindo y Santiago Pintabona, La Gioconda (2016) y los albañiles(2005). Algunos de estos libros han sido traducidos al francés, inglés, hebreo, armenio y portugués.