Con la excusa de la publicación de Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez, libro del que adelantamos en su momento un fragmento antes de su edición, Rebeca García Nieto reflexiona sobre la opresiva tendencia de la literatura actual de halagar al lector sin constituirse en un reto alguno o un mecanismo de ampliación del mundo.
En el que para mí es uno de los mejores libros publicados en nuestro país, Fabulosas narraciones por historias, de Antonio Orejudo, los protagonistas se divierten reventando las tertulias literarias del Madrid de los años veinte. En ellas, los escritores se agrupaban en dos bandos: los partidarios de la literatura realista, cuyo referente era Galdós, y los que abogaban por una literatura de vanguardia, más experimental. Los primeros acusaban a los segundos de oscuros y estaban convencidos de que la oscuridad de sus textos sólo encubría incompetencia; los otros se defendían diciendo que no existe la novela realista, que incluso Dostoievski es un novelista abstracto, y que las tramas que supuestamente eran incapaces de urdir “son para los débiles mentales, son las muletas del lector paralítico, las barandillas de la prosa verdadera”.
Esta vieja disputa, entre literatura realista y experimental, y, de fondo, entre quienes creen que hay facilitar las condiciones de accesibilidad al lector y quienes le tratan de igual a igual, es recurrente en el mundo de las letras y ha vuelto hace poco a la palestra a raíz de la publicación de Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus (Jekyll & Jill). Marcus escribió este breve ensayo en respuesta a un artículo de Jonathan Franzen en el que arremetía contra autores “difíciles”, como William Gaddis o James Joyce. Según él, estos autores no sólo serían excesivamente complicados y “elitistas”, sino que además estarían poniendo en peligro la supervivencia de la industria editorial. Para evitar la estampida de los cada vez más escasos lectores, Franzen se muestra partidario de una literatura reader-friendly, que no complique demasiado la vida al lector.
A principios de los 80, Juan Benet se lamentaba en un artículo justamente de lo contrario. A su modo de ver, cada vez menos escritores en nuestro país forcejeaban “con el público para imponer nuevos gustos. (…) Para ganar su favor, el autor ha decidido contentar al público, darle lo que quiere”, renunciando así a hacer una literatura de calidad. Sus críticas a la novela de corte más realista se dejan entrever en el célebre comentario que le hizo a su, hasta entonces, amigo Luis Martín Santos. Como cuenta Félix de Azúa en Autobiografía de papel, estos “amigos íntimos desde la juventud, se pelearon a muerte a raíz de la publicación de Tiempo de silencio. Para Martín-Santos no había mejor juez que Benet, pero éste, tras leer la novela, lo hundió en la desesperación al decirle que por debajo de una fina capa de Joyce su prosa seguía oliendo a Galdós”.
Benet, por su parte, también recibió críticas de los partidarios de la novela realista. En el texto que acompaña el ensayo de Marcus, los pinitos en pedantería de Rubén Martín Giráldez, éste recuerda la célebre enganchada que tuvo Benet con Isaac Montero en una mesa redonda en la que se debatía el futuro de la novela española. Montero acusó a Benet de elitismo, culteranismo y esnobismo, entre otros ismos, y de practicar una literatura que “busca únicamente divertir (y divertir, además, «a unos elegidos»)”.
Llegados a este punto, no tengo otro remedio que preguntar: ¿en qué quedamos? ¿Este tipo de literatura, que antepone el estilo, la forma, a todo lo demás, divierte al lector o le hace pasar un mal rato al exigirle demasiado? Además, ¿qué hay de malo en buscar divertir al lector? Tiene razón Antonio Orejudo cuando dice que “en España hay una idea penitencial de la lectura. La gente cree que, o le duele, o la lectura no aprovecha”. Con todo, sospecho que el problema no es la diversión en sí, sino la coletilla “a unos elegidos”. No creo que ningún escritor busque ser leído por unos pocos. Es más, todos los escritores queremos llegar al mayor número de lectores posible. Otra cosa es que si la literatura es cada vez más minoritaria tengamos que avergonzarnos y pedir disculpas por ello. Tal vez va siendo hora de sacar pecho como hace César Aira. Para él, “hay una élite a la que el pueblo desprecia: la gente refinada que lee a Proust y escucha a Stravinski. Pero hay otra a la que el pueblo ama: la de los que compran Ferraris y salen en las revistas mostrando sus casas en Miami. Yo pertenezco a la primera. Así que he tenido que resignarme al desprecio del pueblo porque el refinamiento es un camino de ida: ya no se puede volver atrás. El que una vez llegó a apreciar a Debussy ya no va a apreciar el reggaetón, ¿no?”[1].
Con el personalísimo estilo que le caracteriza, Martín Giráldez hace dialogar en su texto “aforismos, sentencias y razonamientos en una taberna de ideas” en la que van tomando la palabra John Gardner, William H. Gass o John Hawkes y, en representación del “caso español”, Rafael Reig, Javier Moreno o Luis Magrinyà. Un aspecto en el que se detiene el texto es en el término “literatura experimental”, término con el que los escritores a los que se suele colgar este sambenito rara vez se identifican. Como apunta Martín Giráldez, citando a Ronald Sukenick, tal vez habría que hablar más bien de tradiciones rivales. Para Sukenick, “la cosa viene de una tradición rival, mucho más antigua y mayor que la tradición de la novela realista, que no comenzó hasta el siglo XVIII”. En esta tradición, incluye a Rabelais, Diderot o Laurence Sterne, y podríamos añadir a autores como Gadda, Barth, Gass, Julián Ríos, Yuri Herrera y, en general, aquellos autores cuyas obras están protagonizadas por el lenguaje.
En nuestro país, Martín Giráldez destaca la figura de Rafael Sánchez Ferlosio: “Por suerte, en España tenemos un Gass, igual que en Francia tienen un Quignard; al nuestro solemos llamarlo Ferlosio”. En Ferlosio la palabra toma la delantera y todo lo demás, los personajes, la trama…, le va a la zaga[2]. En sus libros, el lector asiste a un espectáculo insólito: la palabra va dando forma a los personajes y los lleva por unos u otros derroteros. El resultado será una obra que, lejos de transitar por caminos trillados, transcurre por sus propios raíles.
Es esta literatura, la que lo apuesta todo al verbo, como diría Yuri Herrera, la que levanta suspicacias, no sólo entre escritores como Franzen, sino también en buena parte de la crítica. En respuesta a estas suspicacias, Martín Giráldez reproduce casi íntegro el Monólogo de Novalis citado por Roberto Calasso. En él el poeta explica de dónde “surge el odio que cierta gente seria siente por el lenguaje” y afirma que escritor es sólo aquél que se ha dejado entusiasmar por él. Aquí reside, en mi opinión, el mérito de estos pinitos en pedantería. Al incorporar voces como la de Novalis, Artaud o von Kleist a esta charla de taberna (voces poco habituales en este manido debate), el lector puede mirar la contienda desde un nuevo ángulo. Por otra parte, Martín Giráldez deja entrever aquí algunos de sus referentes, algo clave para contextualizar su escritura, siempre interesante.
Tras el “esfuerzo de leer a Gaddis”, Franzen se preguntaba si nuestros cerebros no estarían “programados para el relato convencional, estructuralmente ávidos de formar imágenes a partir de oraciones tan anodinas como: «Se puso en pie”». Por desgracia, en estos tiempos, más de reggaetón que de Debussy, no sólo Franzen cree que hay que darle las cosas bien mascadas al lector. Teniendo en cuenta las características de los nuevos lectores, enganchados a sus smartphones y habituados a hacer zapping si algo no les llama la atención a los veinte segundos, las editoriales tienden a publicar libros con cada vez menos páginas. También están apostando por los audiolibros para que los “lectores” puedan “leer” a la vez que realizan otras tareas. Al margen del supuesto déficit de atención de los lectores, hay otro problema (y dudo mucho que la literatura reader-friendly pueda solucionarlo). En el artículo que escribió sobre el affair Marcus vs. Franzen, Cynthia Ozick recoge una reflexión de Denis Donoghue que me parece muy oportuna: antes la gente solía leer novelas o poemas por el placer de acceder a las vidas imaginadas de otras personas. A juzgar por el apabullante éxito de los reality shows, tanto televisivos como literarios, parece que lo que cotiza a la baja es lo imaginario. Cabe además preguntarse si, al decaer el hábito de la lectura, no se estará también perdiendo el hábito de imaginar (sé que hay otras formas de ficción, como las películas o las series, pero, en ese caso, las imágenes te las dan hechas).
No sé si la literatura sobrevivirá o, como vaticina Orejudo, en unos años será como la filatelia, pero dudo mucho que la literatura reader-friendly sea el camino de la salvación; no porque crea que la literatura deba ser compleja de forma innecesaria, ni porque solo considere Literatura las obras que transcurren por sus propios raíles, sino porque creo que la literatura es precisamente el lugar donde refugiarse de tanta pantalla y tanta tarea inaplazable, el lugar perfecto para atrincherarte cuando quieres ponerte a cubierto del mundo y, sobre todo, de ti mismo.
[1] Entrevista a César Aira. Beatriz Pérez, La Voz de Galicia, 6 mayo 2018.
[2] “(…) Una obra en la que la palabra va siempre por delante –escribe Ferlosio–, no ya ajustándose a ningunos caracteres prefijados, sino anticipándose a los personajes, produciéndolos cada vez que abren la boca (…)”. Como escribió José Ángel González Sainz en un artículo publicado en Revista de Libros, estas palabras de Ferlosio sobre La Celestina, que forman parte del primer artículo que publicó en ABC, podrían aplicarse a su propia obra.
Rebeca García Nieto (Medina del Campo, 1977). Su primera novela, Historia de una mirada, fue publicada por Eutelequia (2012). Con ella fue finalista del 58º Premio Ateneo Ciudad de Valladolid y fue seleccionada en el Festival du Premier Roman 2013 (Chambéry, Francia). Su segunda novela, Eric, ha sido publicada en la editorial Zut (2015). Con ella fue finalista del Premio Azorín de Novela 2012 y del Premio Herralde de Novela 2013. En 2016 publica Las siete vidas del cangrejo (Editorial Alegoría), libro a medio camino entre la colección de relatos y la novela coral.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero