Una vez me contaron que cuando Onetti vivía en Montevideo, en un departamento muy modesto en el que se encerraba a escribir, pegaba del lado de afuera de la puerta un cartel que decía: Onetti no está. Entonces la gente que llegaba a tocar el timbre, aunque escuchara el tecleo de la máquina de escribir, no podía esgrimir queja alguna ante la no respuesta a los reiterados timbrazos. La puerta no se abría nunca.

 Hubo tres escritores que anduvieron por Buenos Aires y no se insertaron en el escalafón cultural establecido o por establecer. Quedaron como figuras solitarias, únicas. Uno era argentino: Roberto Arlt. Dos eran extranjeros: uno polaco y otro uruguayo. Gombrowicz y Onetti. El más silencioso de todos fue Onetti. El menos interesado en que los demás se interesaran por él. En silencio fue publicando algunos de sus cuentos hasta editar su primera novela, El pozo, escrita en un fin de semana motivado por la rabia de no tener qué fumar (a raíz de una veda de tabaco). Con este relato se anticipó algunos años a la eclosión de la corriente existencialista. En El pozo está todo. Y a la vez no hay nada sino un gran vacío. Un vacío que nos contiene.

Onetti no estaba para el mundo, estaba escribiendo. La vida breve, Los adioses, El astillero, Juntacadáveres, Cuando ya no importe. A pesar de ser el escritor más grande de su país se vio obligado a abandonarlo y se fue a vivir a Madrid. Lo hizo con la mujer que sería la compañera de su vida: Dorotea Muhr, Dolly, su ignorado perro de la dicha. Nunca sabremos, nadie puede saberlo (tal vez Dolly sí) lo que significó eso para Onetti. Tal vez por eso la descarnada declaración que hiciera a poco de llegar: «Vengo de un país que no existe».

Después adoptó la mítica conducta de quedarse en la cama por años, de establecer su centro de operaciones en posición horizontal. Como si se tratase de un personaje de Beckett, acostado, inmovilizado. Tomando una actitud que parece poner en evidencia la tristeza metafísica de la condición humana. Expresando una conciencia de la inutilidad de la mayoría de los actos y eligiendo despojarse de todo lo accesorio que lo rodea y le crea dependencias con la realidad circundante. Una lucidez así puede ser paralizante, y obligar al que la experimenta a la no acción, como requisito para dejar surgir otro mundo, frondoso, imaginario y, sin embargo, en algunos aspectos más real. «Así, imaginando que invento todo lo que escribo, las cosas adquieren un sentido, inexplicable, es cierto, pero del cual sólo podría dudar si dudara simultáneamente de mi propia existencia. Nunca antes hubo nada o, por lo menos, nada más que una extensión de playa, de campo, junto al río. Yo inventé la plaza y su estatua, hice la iglesia, distribuí manzanas de edificación hacia la costa, puse el paseo junto al muelle, determiné el sitio que iba a ocupar la Colonia».

De Onetti se ha dicho todo, la crítica ha intentado hacerlo. La influencia de Faulkner; la construcción de una ciudad mítica, su Santa María; sus personajes desencantados, impávidos ante la angustia de la existencia y la imposibilidad de cambiar su destino. Se ha mencionado su capacidad para mostrar simultáneamente los procesos de construcción de la ficción y, al mismo tiempo, sus resultados. Ese extrañísimo talento de embarcar su prosa en frases en las que va contando la acción y al mismo tiempo la vida interna del personaje que narra —o es narrado—, y que eso provoque una ambigüedad de sentido que enriquece la narración hasta límites (a veces) insoportables. Ese borramiento, en algunos pasajes de sus relatos, de la frontera entre poesía y prosa, entre sentido y sonido. Esa paradoja de provocar placer y satisfacción en el lector, describiendo el desencanto y la desolación de la existencia.

«Yo podría salvarme escribiendo», dice Brausen en La vida breve.

Pero no hay salvación posible, ni para el autor ni para el narrador ni, por ende, para el lector. Todo termina en fracaso. Las acciones, las empresas, las relaciones, todo queda sin concluir, sin realizarse, presa de la decadencia y el olvido en los relatos de Onetti. Siempre habrá una añoranza de lo perdido, de lo que fue y de lo que pudo haber sido. Es una escritura del desencanto, llevada adelante por un escritor valiente y honesto que tiene siempre a su lado la sombra de la muerte, que encara la construcción de un mundo en disolución, poblado de frustraciones y deseos incumplidos, de soledad y sensación de lo absurdo del paso del tiempo.

«Me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no». El pozo.

Esta historia de un alma debería ser, por supuesto, la propia. Para lograr un objetivo tan ambicioso es necesario violentar el lenguaje, reinventarlo. Ejercer un dominio absoluto del lenguaje para crear un relato que llene el vacío de sentido de la vida real, estableciendo la verdad en (y de) una vida ficcional. En este sentido Onetti tiene una fe sin reservas en el poder del arte, en la magia de su oficio de palabras. Se aboca a crear un mundo que gira alrededor de esa ciudad, Santa María, por la que deambulan sus personajes desahuciados, cínicos y sin embargo soñadores, cargados de todas las contradicciones que pueden sostener, reducidos a una supervivencia degradada, capaces de enamorarse de un recuerdo (o de un sueño) y atesorarlo el resto de su vida, hasta que cansados de ser testigos de su propio envilecimiento, más allá de todo, dicen basta y son capaces de prender fuego a la ciudad, terminar con toda la mitología de una vez y también con su vida. Eso, claro, cuando ya no importe.

Por otra parte, está la aventura del lector. Todo aquel que se embarque (o se sumerja, más bien) en la lectura de la obra de Onetti sentirá que siempre hay algo que no se dice, se verá persiguiendo un misterio secreto que nunca podrá ser alcanzado. Y en esa ambigua sensación reside uno de los más refinados placeres de la lectura. Perseguir una promesa que siempre está a punto de revelarse pero nunca se concreta.  Onetti interpela la creatividad del lector obligándolo a llenar vacíos, a tejer conexiones, a descubrir cosas que no se han escrito. Lo interna en una narración de sucesos fragmentados que lo atraen con su enigmática ambigüedad. Al mismo tiempo, el lector percibe que hay un autor intentando crear una obra única, una experiencia verdadera y trascendente. Persiguiendo lo imposible, lo absoluto, en un intento de crear una vida más verdadera, más grande que la vida. Un anhelo expresado por el comisario Medina, en Dejemos hablar al viento, mientras cuenta su proyecto artístico inacabado: «Ahora yo quiero pintar una ola, pintar una ola. Descubrirla por sorpresa. Tiene que ser la primera y la última. Una ola blanca, sucia, podrida, hecha de nieve y de pus y de leche que llegue hasta la costa y se trague el mundo».

El lector de Onetti es un lector que acepta el desafío, que se interna en lo inconcluso para completarlo sabiendo que nunca podrá hacerse. Un lector que se acerca para ver entre los pliegues del texto lo que no está, lo que se esconde detrás de lo dicho. Lo que la historia ha escamoteado y sin embargo forma parte de ella. Un lector que comparte la desazón de los personajes y los acompaña en su derrotero (nunca mejor dicho). También, cómo no, un lector valiente. Un lector puro (según dice Piglia), para quien la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de  vida.

Este lector onettiano ha sido creado, en buena medida, por el mismo Onetti. Con su inclaudicable búsqueda de un arte novelístico más trascendente y verdadero, sin concesiones a ningún pequeño éxito ocasional, buscando siempre su verdad en literatura, Onetti fue exigiendo el mismo compromiso a sus lectores. Fue elevando la vara que había que saltar para entrar en su imaginario. Y para esos lectores, para los que la aventura de leer vale la pena y se equipara con la vida, Onetti está. Más allá de los carteles que pegara en la puerta de su casa, Onetti estará siempre.

 

Carlos Ardohain (Mar del Plata, 1953) es pintor y escritor. Ha publicado poesía en el libro Poesía en Tierra editado en 2005 por el Fondo de Cultura Económica.  Publicó cuento breve en el libro Voces con Vida, México, 2009; y en el libro Más allá de la medida, España, 2010. Su primera novela, Los incógnitos, fue publicada en España en 2011 por el sello Caballo de Troya. Su segunda novela, Bonarda López, resultó finalista en el Premio Herralde de Novela 2014 y fue publicada a comienzos de 2018 por la editorial cordobesa Alción. Algo de su trabajo poético puede verse en su blog http://tancarloscomoyo.blogia.com/ 

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.