La inversión del tiempo con fines crematísticos es algo analizadísimo desde que Marx desarrollara toda su teoría capitalista, pero, qué hacemos con la gente siempre ocupada, qué sentimientos y pensamientos nos producen, cómo enfrentarnos a ellos. Mercedes Álvarez lanza aquí algunas ideas.
Existe, en nuestro actual panorama, un arquetipo al que debido a la manera insólita en que parece haberse multiplicado en los últimos tiempos vale la pena prestar un poco de atención.
Dicho personaje puede ser hombre o mujer y su edad muy variada, pero lo que une a sus diversos exponentes es una característica común: todos ellos están muy ocupados. La expresión frecuentemente utilizada es “estoy a full” o “estoy a mil”.
Las razones de la falta de tiempo resultan oscuras. ¿Qué ocupa a estas personas? ¿Qué las agota de tal modo? ¿Es el trabajo? ¿Es la familia? ¿Es la imposibilidad de lidiar de manera eficiente con el transporte público? ¿Una sumatoria despiadada de todas estas cosas?
Naturalmente no estamos hablando aquí de aquellos que utilizan el estar ocupados como excusa para evitar determinadas visitas indeseadas o compromisos sociales, sino de aquellos que dejan traslucir en sus rostros el cansancio arrasador, consecuencia de una vida al límite.
Llegando el día lunes, estos personajes suelen tener una agenda armada desde la semana anterior, que incluye varias cenas laborales, algún que otro concierto o actividad cultural y hasta a veces un viaje relámpago a alguna ciudad cercana. De modo que si uno quiere tomar un café con ellos conviene agendar la cita con al menos dos semanas de anticipación (esto no garantiza que el ocupado en cuestión pueda comprometerse; incluso es posible que tenga que cancelar a último momento debido a otro compromiso).
El tema aquí no es de hecho el grado de ocupación de cada persona sino el discurso alrededor del mismo. Pareciera, en muchas ocasiones, que no tener literalmente “tiempo para nada” prestigia al poseedor del déficit. El ocupado es alguien que no debe ser molestado, a quien se llega, de entrada, pidiendo disculpas por la intromisión. “Sé que estás con muchas cosas, pero…”; “aunque sé que seguramente no podrás, quería invitarte…”; “lamento molestarte en mitad de tu ardua semana, sin embargo…”; son algunas de las fórmulas comúnmente empleadas para dirigirnos a él o a ella.
Resulta notable que esta manera de ver las cosas toque a un número cada vez mayor de personas. ¿Por qué?, me pregunto.
En un texto de su Minima moralia que lleva por título “No se admiten cambios”, Adorno habla sobre el valor del regalo. “Los hombres están olvidando lo que es regalar”, dice. “La vulneración del principio del cambio tiene algo de contrasentido y de inverosimilitud; en todas partes hasta los niños miran con desconfianza al que les da algo, como si el regalo fuera un truco para venderles cepillos o jabón.” Y añade: “El verdadero regalar tenía su nota feliz en la imaginación de la felicidad del obsequiado. Significaba elegir, emplear tiempo, salirse de las propias preferencias, pensar al otro como sujeto: todo lo contrario del olvido. Apenas es ya alguien capaz de eso. En el caso más favorable uno se regala lo que desearía para sí mismo, aunque con algunos detalles de menor calidad.”
Emplear tiempo. Ocurre que hoy en día el valor más preciado para cada uno de nosotros, ese que no estamos dispuestos a resignar y que no queremos regalar es, precisamente, el tiempo. Atesoramos el tiempo, lo acaparamos, lo guardamos como un bien preciado, para dilapidarlo acto seguido en cualquier cosa, sí, pero cualquier cosa que nos sea “de provecho”. Nunca un dar gratuito. También nos incomoda que nos den: nos deja en deuda. Si nos dan, contraeremos la deuda de tener que devolver. Porque, como bien señala Adorno en su texto, estamos tan pervertidos en nuestra forma de entender el amor que no creemos que nadie de en verdad de manera gratuita.
Digo “estamos”, digo “atesoramos”: más de una vez me he visto quedándome sin tiempo para otros, para los amigos, para la familia, y excusándome con la superposición de actividades. Digo estamos: he despertado de pronto con horror alguna mañana, alguna semana, viéndome convertida en eso que un querido amigo llamaba “una boluda ocupada”. Alguien que no tiene tiempo para sentarse a reflexionar. Lo digo porque, como concluye Adorno, “toda relación no deformada, tal vez incluso lo que de conciliador hay en la vida orgánica misma, es un regalar”.
En su libro El giro Stephen Greenblatt cuenta que los personajes públicos en la Roma clásica se juntaban y dedicaban períodos significativos de su vida, por lo demás ocupadísima, a discutir cuestiones filosóficas. Tengo la sensación de que hoy en día entenderíamos esto como una pérdida de tiempo, pero sobre todo, creo, por una simple razón: el boludo ocupado no tiene tiempo para pensar demasiado porque lo que en verdad está haciendo con la superposición de actividades es tapar el hueco -imposible de llenar- de su propia angustia. El boludo ocupado está huyendo, siempre, hacia otra actividad. No pensar: hacer. No pararse a reflexionar: ir hacia otro lado. Pero como buen habitante de la posmodernidad, inserto además en un capitalismo que se cae a pedazos, ha comprado la idea falaz de que su permanente estado de ocupación lo vuelve de algún modo importante, respetable, tal vez apelando a una vieja máxima que reza “tiempo es dinero”. Aunque él no haga dinero, está empleando su tiempo para no perderlo ni un minuto. Nada de ocio vacuo, de mirar el techo, de reflexiones perdidas escuchando música en un sofá. Nada de quedarse en casa y tomar un trago a solas a la luz de un velador en la noche. Salir: ir al teatro, al cine, hacer deporte, leer los diarios para estar al día. Puesto a optimizar, el boludo ocupado optimiza incluso su vida sexual. La ordena para que la potencia del sexo no lo arrolle, la descompone para anular el misterio. Un orgasmo por un orgasmo. Un beso por un beso. Quedamos a mano: aquí no ha pasado nada. De otro modo, habría que internarse en el amor y preguntar: ¿por qué me das? Y para eso, no hay respuesta.
No podemos regalar tiempo, porque como a casi todas las cosas, lo hemos convertido en valor de cambio. El tiempo es dinero, y no queda entonces más que preservarlo. Puestos a gastarlo, que sea en beneficio propio, no de los demás. Para poner el tiempo al servicio de los otros, como bien señala Adorno, está la beneficencia. Pero ahí es destinatario es objeto, no sujeto.
Ahora bien, volviendo al tema de la angustia, hay una cosa más que me gustaría resaltar: tengo la impresión de que el boludo ocupado cree que la sumatoria de actividades, es decir, la acumulación de elementos cuantitativos, dará por resultado en su vida un salto cualitativo. Nuevamente, para poner de relieve que este arquetipo está profundamente inscripto en un modelo capitalista donde se supone que una serie de esfuerzos laborales darán por consecuencia un ascenso, pareciera que el ocupado cree que tanto nivel de actividad dará por consecuencia un fruto. Cuál sea este fruto no lo sabemos, pero hay una suerte de concepción de la ocupación como idea platónica, como si detrás de las ocupaciones estuviera La Ocupación. Quiero decir, que en esta administración pormenorizada del tiempo hay una suerte de concepción teleológica cuya finalidad última se me escapa, pero que de uno u otro modo está allí, resplandeciente, como si hubiera un lugar donde llegar. ¿La idea de que llega un punto en que el hueco de la angustia puede por fin taparse?
La vida es un regalar porque no sirve para nada. Somos producto de algo tan azaroso como la unión de un óvulo y un espermatozoide. Y del mismo modo azaroso en que estamos pudiendo no haber estado, dejaremos de estar. No nos queda más que aceptar la gratuidad de las cosas. Todo conocimiento, toda palabra, toda actividad, pierde sentido si no está en unión con los demás seres y con el acto profundo de dar que supone el amor, lejos de la mezquina preservación de nuestros actos.
Mercedes Álvarez (Tandil, 1979) vivió en Mar del Plata y España. Ha publicado el libro de cuentos Vecinos (2010), la novela Historia de un ladrón (2010), los poemarios Imitación de los pájaros (2013) y Saigón (2015) y la plaquette El cuerpo intacto (Pen Press, 2016).
Personae es la sección que habla, como su nombre indica, de las máscaras, tanto las ajenas como la propia, porque todo texto autobiográfico está preñado de ficción y todos los textos ficcionales han brotado de las semillas de nuestra experiencia. Muchas veces la mejor máscara es la del rostro propio.
La fotografía que ilustra la entrada es de Rebecca Blackwell.
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
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de Henry David Thoreau,
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