Dice Jordi Gracia en el prólogo de este libro: «Ni literato ni mito literario: Rafael Sánchez Ferlosio ha sido en las letras españolas de la democracia un tótem cultural. Lo ha sido incluso para quienes solo se acercaron a la fuerza y de mala gana a El Jarama en el instituto, quienes pudieron descubrir la frescura irresistible y a la vez mórbida de las historias de Alfanhuí o quienes solo retienen como experiencia de lectura un puñado de artículos de combate en las primeras décadas de la democracia. Ese Sánchez Ferlosio fue apenas una parte de un ingente caudal de literatura y pensamiento que atravesó más de sesenta años de la vida intelectual española y atrajo de forma adictiva a un puñado de exquisitos seguidores rendidos a su arbitrariedad, a su impetuosidad intelectual y a la riqueza arborescente de una sintaxis metódica y a la vez agotadora. Su productividad ha estado siempre reservada a los pocos pacientes dispuestos a desbrozar el laberinto de un pensamiento de inspiración rotundamente normativa, estable en sus referentes y hasta emuladora de la retórica fundacional de los clásicos de la antigüedad grecolatina con rastros bíblicos.» Y dice bien, porque la sombra de Ferlosio es alargada, refrescante y, al tiempo, esquiva, y muchos aún no se han animado a buscarla y disfrutarla. Esperamos que este libro a medio camino entre la biografía y la interpretación de Carlos Femenías, del que ofrecemos un capítulo gracias a la generosidad de Alianza editorial para nuestros lectores, anime a muchos a acercarse a uno de los grandes placeres que nos reporta la literatura española.
Niños y esquemas
El argumento se quedó parado y sobrevino la felicidad.
Sánchez Ferlosio, Campo de retamas
Las necesidades expositivas, el malestar por dejar las cosas tan solo insinuadas me han llevado a adentrarme mucho más allá de lo que un enfoque cronológico debería haberlo hecho, porque el Ferlosio de mediados de los sesenta a mediados de los setenta es prácticamente un desconocido. Para el lector de entonces, sus contadas apariciones no daban ni mucho menos para formarse el retrato que he propuesto. Pese a publicarse en Revista de Occidente, Triunfo o Informaciones, debieron de pasar como noticias puntuales de que el novelista de culto del medio siglo seguía vivo. A comienzos de los setenta era, probablemente, el más ausente de aquella promoción. Él mismo parecía haberse acogido a una postumidad entre resignada y patética. En 1973, con solo cuarenta y seis años —y con una estudiada captatio benevolentiae—, alegaba que si los «Comentarios del traductor» veían la luz se debía a que «la edad de ir yendo a menos me ha llegado mucho más pronto de lo que me pensaba, y la alacena en que guardo mis papeles huele ya demasiado a sepultura. Ya no vendrán los días en que de estas cuatro farragosas, obsesivas y pegajosas ideas salga una averiguación lúcida y ordenada que pueda ser expuesta por sí sola, sin ninguna subordinación parasitaria; ya no vendrá nada». Ya hacía unos años que la bilis negra hacía estragos: en 1965, cuando Torán —tal vez fatigado de que suspendiera a todos los biógrafos— le encarga que se ocupe junto a Jaime del Valle-Inclán de la de Mariano Royo Urieta, Ferlosio escribe a Benet para cortar todo lazo profesional. Así reza un fragmento de la carta, que reproduce íntegra J. Benito Fernández:
Ni me creo que soy una persona mayor con la que pueda contarse para nada, ni que jamás vaya a entregar a nadie original alguno salido de mi pluma, nisiquiera [sic] que estoy en este mundo sino como de broma, aunque tal vez sangrienta. Todas las iniciativas —perdonadme— me producen cada vez más la sensación de juegos para entretener la espera del desastre, para darle carrete a la desesperación; y no censuro este empleo en modo alguno, sólo que para que sirvan para ello es preciso creérselos en algún grado, y yo no me los creo. Este año las guerras, la violencia y la irracionalidad creciente, que me turba y me amedrenta y me llena de asco y amargura, han venido inhibiendo mis ya flojos impulsos; pero además, privadamente, se me han asestado dos malas puñaladas, que han abierto otras dos fugas de aire en el ya bastante desinflado pulmón de mi existencia; la penúltima ha sido mi desahucio o jubilación científica por parte de Víctor Sánchez de Zavala, que no por arbitraria e irrazonable me es menos mortal, ya que, por suerte y por desgracia, la certidumbre intelectual, en la misma medida que es genuina, no asocia nunca seguridad psicológica ni convicción moral de clase alguna, pues en caso contrario no sería la verdad la más inerme, la más débil de todas las criaturas, de suerte que ya en el mero ademán de apercibirse a la defensa se vende y se traiciona. En una palabra, que no contéis conmigo para asuntos; para la conversación, con mil amores, siempre que sea lo bastante inútil y ofrezca suficientes garantías de no querernos llevar a parte alguna. Tuyo, Ferlosio.
La última puñalada tuvo que ser la muerte de su sobrino Marcos, ahogado en la piscina a los tres años, a cuya memoria dedica el texto sobre el bautizo.
Las sucesivas desgracias habían ido agudizando un cuadro depresivo que lo instaló en la certeza del desastre inexorable. «Más sobre lo mismo», un artículo de 1973 con motivo de las justificaciones en la prensa del canibalismo practicado por los supervivientes de un accidente aéreo en los Andes, muestra el territorio en que se mueve su crisis. A quienes erigen el deber categórico de seguir adelante «por encima de todo» opone la belleza moral de quienes optaron por no sobrevivir a lo abominable, quienes «en otras tragedias que ha habido en la Historia […] se dejaron vencer por el horror, por el dolor, por la desolación, […] desfalleciendo de cualquier deseo y de cualquier esfuerzo de supervivencia, y se tendieron sobre el suelo, “echándose a morir”, como tan bellamente se decía en otros tiempos menos ilustrados».
Sobrevivir al horror, racionalizarlo como inevitable, supondría inmunizarse contra lo abyecto, embotar los resortes morales. «¿Seguirían siendo humanos unos vínculos que nos permitiesen mantenernos preparados para afrontar situaciones inhumanas, para sobrevivir a trances inhumanos?» Hace un tiempo que trabaja en la historia de un príncipe que renuncia al trono en nombre de una convicción moral que a duras penas logra formular. En él —como en el camionero aragonés de «Y el corazón caliente»— ensalza el heroísmo de quienes se niegan a seguir adelante.
La experiencia del sinsentido debería formar parte del relato sobre los miembros de aquella promoción. En vísperas de su muerte, Aldecoa, embargado por la sensación de agotamiento histórico, incidía en esa misma dirección: «El problema de una generación nacida y educada en tales circunstancias es que, cuando pasen sus años de crisálida, se transformará en nada […]. Una especie de generación entre paréntesis a la que pertenecemos muchos». Fue la crisis de una época y enredó varias trayectorias. Manuel Sacristán vio en el caso Ferlosio la anticipación de «una gran depresión que […] viví clínicamente: estuve un par de años prácticamente muerto».
Lo contaba en una entrevista de 1979 que no quiso ver publicada por el derrotismo que rezuma. Su caso respondía a «alguna pérdida de convicción sobre los esquemas clásicos del pensamiento político-cultural del movimiento obrero mayoritario». La había alimentado la conciencia del fracaso contraída en el estudio de Gramsci y ratificada por la deriva soviética, con el 68 como «traca final», decía. Tuvo entonces la «convicción inhibitoria» de estar representando el grotesco papelón del intelectual; de que «la figura de intelectual y su papel es algo deleznable. Una de las cosas más indignas y hasta repulsivas que se pueden ser», un «payaso siniestro, un parásito por definición, que en cada una de sus payasadas no está haciendo más que asegurar el dominio de la clase dominante, sea esta clase dominante la burguesía de aquí o sea la burguesía burocrática de un país como la Unión mal llamada Soviética».
Aunque el malestar sea compartido, es obvio que las declinaciones fueron específicas. En Sacristán respondieron a la purga de una abnegada militancia que Ferlosio nunca profesó. Sin embargo, a sus ojos, Ferlosio representa la condición ejemplar de quienes rompieron con el «trozo parasitario» de plusvalía disfrutada por cuna o por derecho de conquista. En él detecta la aversión a lo orgánico y al «pesimista histórico y radical», el «antiprogresista al pie de la letra, que piensa que la historia acabará el día que ya no haya peor, en el supuesto de que tenga fin; si no, será una carrera hacia el mal infinito».
Algunas de esas cosas ya estaban en la poética de El Jarama, punteada por los cadáveres que dejaba a su paso el aoristo y tan afecta a lo perecedero, a lo que no sirve a la marcha del relato. Había allí una filosofía de la Historia no alejada de la que empezó a intimar a Sacristán:
Empecé a intentar entender lo que había quedado liquidado en la cuneta por la marcha histórica, como reacción a la bestial y siniestra idea de los vertederos de la historia que se mantiene en la tradición del grueso del movimiento obrero, como si lo que ha quedado en las cunetas fuera basura, siendo así que está claro que basura, en cierta medida, lo somos todos y, en cierto sentido, nadie, por lo menos dentro de los grupos dominados. Lo hice, de todas maneras, intentando no tener la debilidad, única que creía que podía no tener en comparación con una actitud como la de Rafael, de reproducir de algún modo el esquema del intelectual tradicional. Quiere decirse: ser cómodo para los dominantes, ser cómodo para los explotadores.
Aquello obligaba a revisar el «esquema del intelectual tradicional» por los mismos años en que Ferlosio se vuelca a analizar los esquemas narrativos tradicionales en Las semanas del jardín (1974); obra que muy probablemente debamos al hecho de que no fructificara el proyecto editorial de un diálogo epistolar sobre cuestiones literarias que Ferlosio propone a Sacristán. La verdadera reaparición del gran desaparecido tendrá lugar en una pequeña editorial pilotada por el lector generacional al que venía cortejado en sus contadas apariciones: Nostromo, el sello de los jóvenes Juan Antonio Molina Foix, Mauricio d’Ors y Diego Lara, en el que trabaja Marta Sánchez Martín, la niña criada entre bestiarios fabulosos. Allí ha publicado ya su madre, Carmen Martín Gaite, La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas (1973), y pronto han de sumársele las Cartas de negocios de José Requejo (1974), de Agustín García Calvo. Ferlosio se acerca por allí a menudo y la semana de la voladura de Carrero Blanco les propone la publicación del libro, cuya edición supervisa celosamente. «Cada día», recuerda Molina Foix, iba a la editorial e «incluso un día se empeñó en ir a la imprenta a discutir con el corrector, que le había tocado una coma… Nos confesó que había vivido aquel libro muy intensamente, que con los anteriores no había sido así, entregaba el original y ya estaba…». Y es que Las semanas del jardín era la puesta de largo de una prosa gestada entre muchas dudas y consultas en torno a «hasta qué punto se siente articulado un modo semejante de escribir, hasta qué punto se hace aceptable a la lectura —sin detrimento de la comprensión o de la paciencia— un hablar tan digresivo», según expone a Sacristán requiriéndole «toda clase de pareceres» sobre los fragmentos de un borrador que está creciendo tan desmandado que no acierta a imaginarle título.
También los editores viven intensamente contar con Ferlosio en un catálogo que apenas si ha echado a andar. Lo anuncian a bombo y platillo en su hoja de novedades:
Desde la publicación de El Jarama, hace ya casi veinte años, ésta va a ser la primera entrega en forma de libro del gran escritor Rafael Sánchez Ferlosio.
La magnitud de este acontecimiento literario es imposible de resumir en esta breve nota de presentación; no obstante podemos calificar esta obra, sin miedo a equivocarnos, como el más sorprendente, profundo y genial ensayo de las últimas décadas […].
Que Ferlosio fuera el trampolín para una pequeña editorial con problemas de distribución (la nota concluía así: «Nostromo espera que su distribuidora, consciente de la importancia de esta obra, se tome especial interés en ella») no resta un ápice de fidelidad a la expectación con la que se le espera. Solo así se explica la tirada de 5.000 ejemplares de la primera entrega —Liber scriptus proferetur—, vendidos pronto y con gran repercusión, o que la segunda —Splendet dum frangitur—, engordara hasta los 7.000, ya con menor éxito comercial. La acogida de las dos entregas resume la condición de un nombre esperado y con una imponente capacidad de impacto que pronto conocería el meteórico descenso de sus lectores potenciales.
Con todo y con ello, si no vieron la luz las «sucesivas entregas, en número todavía no determinado», que se prometía Nostromo no fue por su menguante rentabilidad, sino por la naturaleza misma del autor, que actúa por acometidas sin plan estricto. Siempre hay cabos sueltos para quien cada 23 de abril lee en el prólogo del Persiles que «no son todos los tiempos unos: tiempo vendrá, quizá, donde, anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta, y lo que sé convenía».
Sintaxis y cultura
Qué son Las semanas del jardín no es fácil de precisar. Buena parte de su definición se encuentra condensada en los exergos de sendas entregas. Uno habla de una madeja inquietante a la que dedicará numerosos trabajos: la relación entre narración, destino y sacrificio («Los dioses traman y cumplen la perdición de los mortales para que los venideros tengan qué contar»). El segundo, con mucho de modus operandi, se descuelga socarronamente con un fragmento de Indias a propósito del desconcierto en que ha venido a parar quien se tenía por entendido en una materia («[…] después se supo lo cierto que Fermín Zedo sabía muy poco en ello…»). Si algo deslumbra y prevalece en el recuerdo es la proeza titánica de una mente exhaustiva, anfetaminada, que va ideando sobre la marcha cómo encajar cada hallazgo en el esquema que persigue. Las semanas son la muestra extrema y genuina de un yo intelectualmente promiscuo, pronto al inciso, al excurso largo, al apéndice, y entregado al puro gozo de espolear su inteligencia en el contacto con los objetos: un festín fatigoso y brillante.
A pesar de su extravagancia —delirium tremens, las llamó el autor—, Las semanas se suman a las intervenciones que aquella década y la precedente practicaron sobre los dispositivos narrativos y sus matrices ideológicas. En el fervor por construir una ciencia del relato debe contarse la incontinencia de estas notas que hablan de la narración y sus convenciones, de la representación al servicio del adoctrinamiento, de teología, y también de tendencias ocultas que acompañan al propio lenguaje. Sacristán reprueba el esquema del intelectual tradicional; Ferlosio describe y reprueba el de la narración tradicional. No desentonan, entre réprobos y modelos inveterados, las palabras ampulosas, tremendas, que se leen en la contraportada de Reivindicación del conde Don Julián (1970), un libro más próximo a Las semanas de lo que a simple vista pudiera parecer: «El narrador formula a un tiempo una nueva propuesta moral y una propuesta estética planteada con el más decidido propósito de barrenar, en la escritura, el fundamento mismo del lenguaje represivo».
Aunque más impúdicos, los tonos bíblicos (y de ecos cernudianos) con que el narrador de Goytisolo se exigía la ruptura («inaugurarás caminos y atajos, inventarás senderos y trochas, en abrupta ruptura con la oficial sintaxis y su secuela de dogmas y entredichos: hereje, cismático, renegado, apóstata: violando edictos y normas, probando el sabroso fruto prohibido») no disuenan de algún pasaje donde el autor de Las semanas reniega del mismísimo Yavhé para romper sus cadenas… Pero ese es solo el momento histriónico de un desacato generalizado que encuentra su mejor plasmación en el carácter selvático (aunque rigurosamente preciso) de su puesta en página, retrato por saturación del carácter experimental y desbocado de una época. Los atentados contra la sintaxis y los moldes narrativos venían sucediéndose desde mediados de los sesenta y acabaron siendo recurso obligado de la nueva vanguardia; puntos, párrafos y demás convenciones fueron camisas de fuerza que era preciso reventar para que se manifestase una naturaleza reprimida. Ferlosio optó, a este respecto, por el camino contrario: contra la ausencia de puntuación, abrazó su abundancia, espejándose en la precisión de la jerga jurídica. Pletórico de conectores, guiones, paréntesis, puntos y comas, hará del rendimiento del dispositivo un aliado del desbordamiento. Mientras muchos radicalizan la insumisión ortográfica, Ferlosio exacerba sus posibilidades. Una analogía aparecida en Las semanas se presta a emblema de su ideología sintáctica. Se trata de una marioneta a la que, paradójicamente, «cada nuevo hilo que se le añade […] representa a la vez un grado más de determinación y un grado más de libertad».
El estrechamiento y la pugna entre constricción y libertad es uno de los rasgos que mejor recorta a Ferlosio en el rico fondo de la vanguardia contracultural y que lo acerca, en lo relativo a la dinámica interna de sus ensayos, a la poética narrativa de Benet, que, acaso inspirado en E. M. Forster, discierne entre dos tendencias que conviven conflictivamente en toda narración: por una parte está el argumento, encargado de disciplinar los componentes de la narración «elimina[ndo] cualquier licencia de carácter gratuito y exig[iendo] que el más intrascendente particular cumpla una función dentro del todo», y, por otra parte, la estampa, donde el texto se remansa en el estilo como olvidado de su función en la economía de la obra. Bajo otros nombres, Ferlosio experimentó siempre un pánico cerval ante la primera de esas tendencias, que imaginaba como el dictado que impera por fatalidad en todo texto, una fuerza centrípeta que imanta hasta los componentes más lejanos y que resulta imprescindible, pese a todo, en la construcción de sentido. Son cosas que trascienden lo textual y que su padre vio con gusto en materia de política e historia: «Una ley inflexible de armonía exige que la naturaleza de las partes siga la naturaleza del todo. […] Imponemos esta jerarquía de valores espirituales como primera condición de libertad histórica civil, pero no la hemos inventado nosotros, es eterna y viene de Dios. Por eso la imponemos a rajatabla, sin vacilaciones posibles». Su hijo no negará la fuerza de esa ley, pero lo que en el padre fue obediencia a un orden cósmico sería en él una fatalidad aborrecida contra la que procuró precaverse. La abigarrada forma de sus ensayos es fruto de lo que da por «la tragedia del lenguaje y aun la nuestra propia», a saber, que «aquello mismo que nos abre los caminos de la relativización, de la superación de inmediateces», se presta «a la vez y necesariamente […], en virtud de esas mismas posibilidades, a erigirse en instrumento de un absolutismo más vasto y radical».
Fintas y fugas respondieron a la percepción de un totalitarismo ubicuo que llevó a prestar especial atención a los efectos del todo sobre las partes y a preguntarse sin sosiego por qué clase de todo ignorado maquinaba en la sombra. Conforme sugería hace un momento, los mismos temores que le merece el lenguaje se pueden transferir sin matices a su concepción de la Historia, donde un impulso oculto prende en las conciencias y se apodera de los cuerpos para hacer su voluntad. Ese es el tipo de alegoría que encuentra en los principales modelos narrativos de la Historia Universal. Sus frecuentados Polibio o Hegel esgrimen una instancia última y suprema y la inyectan en los hechos para, de un mismo golpe, desposeerlos y obligarlos a coordinarse en un esquema: la «facticidad histórica» se ve de pronto convertida en etapa del «grandioso periplo o epopeya de lo que [Hegel] llamaba espíritu en su autocumplimiento o autorrealización»; veinte siglos antes, Polibio hacía lo propio «al reducir todas las dispersas historias particulares de las gentes y pueblos del mundo conocido a meros episodios moleculares o avatares anecdóticos, que, a la manera de las irreconocibles piezas de un rompecabezas, carecían de sentido por sí mismas y sólo lo recibían subordinada y delegadamente del cumplimiento del destino de un gran sujeto total, único y verdadero, hacia el que de consuno convergían y en cuyo grandioso plan o ciclo histórico habían de insertarse: Roma o el Imperio romano». Huelga decir que lo mismo vale para cualquier avatar del imperialismo.
Ferlosio ha de ser asiduo a esas alegorías del mal, que alza en motor mismo de la Historia. En sus momentos más siniestros, las personas parecen obrar guiadas por un poder numinoso. El recelo con que contempla cualesquiera sujetos históricos se debe a que solo reconoce un único sujeto de la historia: un furor de dominación fuertemente imbuido de Adorno. «La Historia es centrípeta y proyectiva porque es siempre historia de la dominación.» Obsérvese desde qué coordenadas concibe la conquista de América en el arranque de Esas Yndias equivocadas y malditas (1994) y cómo su método entraña una filosofía de la Historia:
He establecido […] una dualidad de planos, esto es: el plano de lo claramente manifiesto a la conciencia de Cortés, como sujeto empírico, y el plano de una realidad ultraindividual, el universal histórico de la dominación, superior y oculto a esa conciencia, pero que dirigía, no obstante, el puro instinto ciego —especialmente receptivo en un hombre como Hernán Cortés—, de suerte que acertase en cada caso con lo que había que hacer.
Por más que recurriese a Polibio y a un mal intemporal, tendió a situar la compactación de esas tendencias en lo que holgadamente podríamos llamar Modernidad. La inquina hacia la nación, la repugnancia al pensamiento individualista o a las ideologías progresistas motivan muchos textos. El individuo es un vano espejismo; la nación, una máquina de guerra y dolor; en cuanto al Progreso, jamás mostró trazas de ser progreso moral. Un ensayo de 1986, Mientras no cambien los dioses nada habrá cambiado, diseccionaba los discursos del progreso para mostrar que todos se fundaban en la resignación o la connivencia con el dolor como precio inevitable del avance colectivo: «Ese arreglo contable de saldar el dolor de los sacrificados con la felicidad de los bienaventurados […] La cuestión ética por excelencia es justamente desmontar de una vez esta mentalidad contable». Era la lucidez de aquellas puñaladas que lo tenían sumido en la depresión y ensalzando el honor de quienes escogieron la muerte a la integración en el todo, el ominoso ídolo ciego.
Destrucción de valores, restauración de bienes
En sus Cinco caras de la modernidad, Matei Calinescu observaba que la modernidad está recorrida por una divergencia irreconciliable:
En algún momento de la primera mitad del siglo xix se produce una irreversible separación entre la modernidad como un momento de la historia de la civilización occidental —producto del progreso científico y tecnológico, de la revolución industrial, de la economía arrolladora y los cambios sociales del capitalismo— y la modernidad como un concepto estético. Desde entonces, la relación entre las dos modernidades ha sido irreductiblemente hostil, pero no sin permitir, e incluso estimular, una variedad de influencias mutuas en su cólera por la mutua destrucción.
Salvo en contadas excepciones, la obra de Ferlosio tiene un propósito de demolición. No puede afirmarse sino negando aquello que obstruye la posibilidad de una realidad convocada melancólicamente. Como vio Tomás Pollán, si en su obra «hay negación es porque hay una negación permanente previa» que debe ser disuelta. No obstante, para una postura como la suya, a la destrucción no puede sucederle bajo ningún concepto un proyecto constructivo; tal solución aparejaría o, cuando menos, podría concitar el advenimiento de uno de esos sujetos históricos por los que no profesa ninguna simpatía. La noción de futuro le repugna profundamente: no es más que el señuelo con que el principio de dominación se pone en movimiento. De modo afín a García Calvo, no propone una refundación, sino que apunta a realidades que habrían sido enajenadas en la marcha de la modernidad; no alienta reconstrucción ninguna, sino agresiones críticas que permitan que aflore lo usurpado. A los usurpadores los llama valores y a lo que vampirizaron y desrealizaron lo llama bienes. Los valores son las coagulaciones sobre las que se levanta una ética; los bienes son, de manera escurridiza y nunca suficientemente aclarada, formas de vida que tienen su valor en sí mismas y que siempre comparecen bajo el signo de lo perecedero. Son el antes, un don agredido sin más propósito que el goce fugaz. Había escrito y he borrado que son un don que debe restaurarse, pero no: los bienes no pueden fundar un reino sin pagar el precio de convertirse en lo abominado, «pues en el instante mismo en que se hiciesen objeto de una ética —lo que significaría señalarlos con el dedo como términos de un “lo que se debe buscar”, “lo que se debe querer y desear”—, los propios bienes se verían automáticamente trocados en valores». No ha de haber reemplazo que no acabe en suplantación. El epígrafe que encabeza este capítulo es claro: «El argumento se quedó parado y sobrevino la felicidad»; lo mismo sucederá con los bienes: brotarán como fenómeno espontáneo, increado. Se apoyan frágil, incongruentemente, en una ideología pre o contraideológica, por poner en fórmula disparatada lo que en Ferlosio adquiere naturaleza de acción corrosiva o de decapado.
Recuérdese la máxima de Jacinto Batalla y Valbellido: «La destrucción de los valores es la restauración de los bienes». El bien es un reino perdido que acaso jamás existió. Remite a «otra remota o nunca nacida edad, donde los puros bienes serían alcanzables, sin que el omnipresente principio de valor viniese a menoscabar y oscurecer su auténtico disfrute». Rutilan como melancolía de una posibilidad sida o imaginable. Si hoy asoman ante nuestros ojos, no se debe a que la Historia los haya preservado, sino precisamente a pesar de la Historia, a la que se han hurtado. A despecho de sus prevenciones, ¿no reintroducía Ferlosio algún tipo de moral? Una utópica y antisacrificial, instalada en el puro presente y en el dolor del pasado, en la querencia y el respeto por cuanto hubiera logrado sobrevivir.
Va de suyo que semejante concepción no concedía el menor margen de virtud al devenir del tiempo. Su antiprogresismo dictaba que la Historia no había sido sino el recuento trágico de las calamidades perpetradas por el mal. La actitud que le movía a la piedad hacia las víctimas y a la celebración de quienes perecieron desafiando el curso de la Historia manaba de una mentalidad aristocrática que asimilaba fatalmente el cambio al envilecimiento. Sus principales inquinas se cebaron con la omisión de los supuestos sobre los que operaba el triunfalismo de la cultura establecida. Si su atención a la violencia de la Historia o del relato guardaba concomitancias con la inherente a toda atribución de sentido, cabía decir lo mismo de la que ejercían los valores sobre los bienes. Primaba la certeza de que la facultad de la experiencia se habría visto desfigurada por acción de la ideología. A eso apuntaba el elogio de los bienes, concebidos como aquello que no sirve a nada ni para nada. El fenómeno atañe a una cuestión nuclear que Ferlosio prometía abordar por extenso en la tercera e inédita de sus semanas del jardín: la figura, eso que no puede ser rellenado ni modificado, lo que, fin en sí mismo, se impone de una pieza sin que se lo pueda despojar de ninguna de sus propiedades ni convertir en representación de otra cosa que sí mismo, lo mismo que un enunciado que naciese y muriese en cada una de sus manifestaciones sin dar curso a nada más, y donde no se da curso no hay Historia, donde nada conduce a nada se rompe la cadena del destino. Ajenos al principio de intercambio, inexpugnables a la férula del sentido, acaso los bienes fueron la salvación contra aquella alegoría tan cara al fascismo y frecuentada por Rafael Sánchez Mazas. Me refiero a las bodas entre el Verbo y la Carne, que pudo haber estimulado años después la observación de que en los totalitarismos «el fenómeno es convertido en mera ilustración de la categoría, al modo en que la carne de una vida es reducida a simple soportar de la letra de un destino».
Ya vimos que en cada nacimiento se encarna una amenaza contra el curso del mundo. De los niños ha nacido una parte sustancial del pensamiento de Ferlosio, y a ellos se debe. El cometido de sus Mesías no se alteró lo más mínimo: contradecir, negar, restituir. Para arrojar luz sobre su pensamiento, no es descabellado casar historia y biología en la conjetura de que si el Progreso es un avance hacia la degradación, las etapas de la vida son la larga traición a un potencial inscrito en la niñez. «Lo infantil» sería «la piedra de escándalo, el renovado testimonio» de la contingencia del presente; el recordatorio de que no son todos los tiempos unos, según un lema cervantino que le fue muy querido. En Las semanas coqueteó con la idea de que la infantil pudiera constituir una comunidad inmemorial prácticamente sustraída a la Historia. La longevidad de las canciones infantiles atestiguaría la existencia de un colectivo que habría permanecido idéntico o sin grandes cambios generación tras generación; una «fratría […] con su propia e independiente tradición». Y «ningún sociólogo debería olvidar que las comunidades infantiles tienen su propio sistema autónomo de transmisión, supuesto que el relevo se va haciendo en ellas miembro a miembro —con entrada por las edades inferiores y salida por las superiores—, de suerte que, a efectos sociales y culturales, una comunidad infantil se puede mantener la misma durante siglos».
¿Y si la tradición vigente en esas comunidades infantiles fuera infinitamente más antigua que la de los adultos? ¿Y si hubiera perdurado ajena a la Historia? Puede que aquel hechizo acabara de decidirlo a editar Las semanas en una editorial pilotada por una jovencísima comunidad que se piensa desde lo alternativo. Muchos de ellos habrían suscrito el rechazo ferlosiano —ya de 1984— a la «fórmula filogenética que ofrece a los individuos […] cánones ideales, paradigmas de estilo y de conducta a los que han de atenerse si quieren realizarse como miembros de tal comunidad». Lo mismo que él, repudiaban el mundo en el que habían nacido. Pero 1984 era un tiempo muy distinto al que vio aparecer Las semanas, el pasado inmediato se había vuelto precipitadamente lejano y muchas esperanzas por lo no nacido se habían reformulado o enquistado o habían tomado un signo trágico. Nostromo sería absorbida por Alfaguara en diciembre de 1976. Marta Sánchez Martín, educada para lo inaudito, moriría de sida en 1985 a las puertas de la treintena. Para entonces Ferlosio no es ya la figura silenciosa que abría este capítulo, sino un polemista asiduo en las páginas del principal periódico del país. Había ingresado en ellas con la rugiente brillantez del superviviente.
Carlos Femenías Ferrà (Maó, 1985) es doctor en Filología Hispánica y profesor de literatura. Sus trabajos se centran en la historia cultural de la España contemporánea. Este es su primer libro; cuenta con que no sea el último.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero