¿Qué voy a decirle, a usted, que lleva pasando por aquí tres meses, dos o tres veces por semana, y tiene ya el corazón en un puño porque sabe que esto está llegando ya a su conclusión y comienza a plantearse cómo va a rellenar estos huecos de la semana? ¿O a usted, que llegó aquí de rebote, y se puso a leer, y al principio pensaba que no iba a haber modo de subirse al carro de una novela en marcha y leyó en el transporte público y en la cafetería y antes de darse cuenta iba ya revisando el feed de su dispositivo para ver si había un nuevo capítulo colgado? ¿Y no me olvido de usted, que has llegado justo ahora, porque ya sabes que esto se está terminando, y como manejas mal la angustia de la espera y la expectativa se ha acostumbrado a esperar hasta el último momento, al día antes del estreno del capítulo que cierra la temporada, al día en que tiene por fin toda la colección que ha estado recopilando con la fe del que desea que eso a cuya preparación ha dedicado tanto tiempo esté a la altura de su sacrificio? En fin, son tres ejemplos, podrían ser muchos más, lo imopirtante es que ha llegado en el momento adecuado y al sitio justo. Ahora ya sólo queda disfrutarlo.
Fue de este modo: le pedí a uno de los hombres que había delante que me dejaran sentarme allí. Justamente el de la ventana –no sé qué pensaría, qué recuerdo de qué situación semejante le despertaría– me cambió el sitio. Al lado de Elena, un hombre grande iba dormido (no sé si hasta se le escuchaba un roncar suave). Por el hueco entre la parte posterior de su asiento y la ventanilla se veía el reflejo en el cristal de su rostro, apenas el perfil; unas veces se separaba de él y otras, más a menudo, se apoyaba hasta que la sacudida de un bache la golpeaba. Después se posaba de nuevo, suave como una cigüeña al regresar al nido. Me coloqué como ella. Me mantuve en esa posición. E hice solamente eso: mantenerme. Mantenerme durante mucho tiempo en su misma postura. Hasta donde fuera, hasta donde sucediese algo. Todavía no aparecían los suburbios de la gran ciudad; la distancia iba acortándose por campos y lomas y, de cuando en cuando, algún animal que arrancaba la hierba rala de los suelos. Y ya, por fin, algún árbol y alguna casa.
La cabeza de Elena recostada se me antojaba lejísimos, inalcanzable; y al mismo tiempo, inmediata, y propicia. Ninguna pista podía ofrecerme. Ninguna podía darle yo, salvo quizá que se hubiese percatado de mi presencia justo detrás. No había ninguna conversación imaginable en esas posiciones. Ella me había contado la historia con su hijo, sus deseos de amor y de libertad, su confianza. Yo no sabía bien qué le había dicho de mí. ¿Qué misterio podría revelarle? ¿Mis fracasos con dos mujeres anteriores, mis arrepentimientos? ¿Era debilidad lo que ella esperaría oír de mi boca; o era sólo una obsesión mía que nada tenía que ver con lo que me había pedido? ¿Qué me había pedido, en realidad, durante aquel tiempo? ¿En qué me había convertido para ella? ¿En qué estaría pensando en aquellos momentos, a veintiocho, a veinticuatro, a diecinueve mil metros del final?
El conductor había puesto una música insólita. Cantos y melodías de la región, una mezcla de pop internacional y folclore disimulado… qué más daba. Quizá para alegrarse de que volvían a su ciudad, donde sus familias, a dejar aquel cargamento de gente extraña y desafortunada antes de volver a lo suyo…
Creo que ella se movió apenas, un suave giro de la cabeza hacia el pasillo; no pudo veme, no pudo ver nada. Y, con todo, creí, o deseé, o supe, que poseía el insólito don de la adivinación. Se quedó un momento la cabeza quieta, un momento para mi expectativa eterno, y al final, hizo el movimiento triste de volver a recostar su cabeza sobre el cristal de la ventana. Ahí se había quedado. Así que entonces, o un poco después, mi mano salió desde abajo y le toqué el cabello por el lado de la ventanilla, se lo acaricié, subiendo y bajando con toda la levedad. Una vez, dos veces, treinta. Después pasé mi mano por el lateral y encontré su hombro. La posé allí. La posé allí. Sentí el hoyuelo de su clavícula, dejé mis dedos en ese lugar. Hasta que se encontraron con los suyos y se tocaron.
Javier Sáez de Ibarra trabaja en un instituto donde imparte Lengua y Literatura. Autor de numerosas antologías, sus estudios y reseñas aparecen en revistas como El Buen Salvaje, El Cuaderno, Quimera o Turia. Es el editor de la obra de Hipólito G. Navarro, El pez volador (2008). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de cuentos: El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004), Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos se recogen en las antologías de referencia más recientes y han sido traducidos al inglés. Su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y por Bulevar (Páginas de Espuma, 2013) el XI Premio Setenil al mejor libro de relatos del año. Fantasía lumpen es su último libro publicado.
Por entregas es una sección que, siguiendo la estela del folletín, alberga piezas publicadas de modo seriado.
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