¿Ustedes se ponen música de fondo cuando leen? Es el tipo de cosas que casi nunca preguntamos y, sin embargo, son ese tipo de cosas, las que casi nunca preguntamos, las más determinantes. Por ejemplo, si uno lee con o sin música, y si es con ella de qué tipo de música hablamos. Doy por sentado, acaso erróneamente, que una persona que lee escucha música, pero la experiencia me ha demostrado que no es así. Cuando los escritores responden en entrevistas por el tipo de música que escuchan suelen responder cosas horribles. ¿Hay algo más deprimente que un escritor que escuche a Sabina? ¿La literatura mala es mejor si le ponen música un par de profesionales y se canta sin variaciones tonales? No sé, en realidad ahora que me doy cuenta no sé por qué, para presentar un capítulo que se llama Silencio me he puesto hablar de música, como si música y silencio fuera antónimos. Pienso ahora, claro, en John Cage. En fin, disculpen, me he ido por lo cerros de Úbeda, en realidad todo esto ha comenzado porque he recordado esa letra de la canción de Caetano Veloso donde canta que «Mejor que el silencio solo es João (Gilberto)». Y bueno, estemos de acuerdo, arriba del todo Gilberto y luego este capítulo de la novela por entregas de Sáez de Ibarra.
Lo que más me impresionó fue el silencio. (Todavía yo tenía unas últimas ganas de hacer observaciones.) Durante la marcha del autocar, los pasajeros callábamos. Supongo que cada uno por sus propias razones; o todos bajo una misma conmoción que acaso pueda llamarse abatimiento. Nadie durmió; no dudo de que el cansancio junto al rumiar de lo extremo de aquellos acontecimientos nos mantuvieran en un estado de suspenso. Nadie o casi nadie leía o escuchaba música. No encontrábamos fuerzas para evadirnos. Uno miraba obstinadamente al exterior por su ventana, otro hacia adelante por el hueco del pasillo, alguien apoyaba su cabeza ladeada sobre el puño, una persona se había colocado en postura casi fetal con los pies sobre el asiento. Una pareja se apoyaba hombro con hombro sin decirse nada, sin besarse. Yo me había recostado cuanto me permitía el asiento y quería hundirme en él para pensar mejor. Oíamos nuestros pensamientos sucederse en paralelo al de las cuatro ruedas del vehículo que giraban por un plano deficiente por el que la carretera aparecía o se borraba, que acaso resistían o cambiaban de pronto por algún tumbo del terreno. Quizá otros, como yo, experimentaran el efecto de una caída. De la majestuosidad de nuestro tren, casi insonoro e inmóvil, a aquella degradación del viaje, donde cada kilómetro se hacía sentir como un hecho de la distancia real de los objetivos. Y los kilómetros se sucedían, y era como que pasaban de verdad, negándose a no dejar huella. Con la sensación de la caída, además, quizá otros también vivieran la sensación de que todos nos habíamos rebajado un poco; con nuestras mermadas fuerzas físicas, con la tarea de romper las ruedecitas y las correas de nuestros bultos en aquel trecho infame, con la evidencia de ser tan poca cosa azotados por el viento, dominados por un sol adverso, dejados por un tren finalmente máquina.
Solo que yo ahora tenía una última tarea, y me quedaban nada más que sesenta kilómetros para resolverla, y seguíamos bajando. Elena se había puesto dos asientos por delante de mí (no hubo más sitios libres, tampoco sé si hubiera aceptado que viajásemos juntos). Veía la parte superior de su cabeza, donde el cabello aún no ha empezado a retorcerse, como sigue hasta las puntas. El hombre le había cedido la ventanilla, y me pareció que miraba por ella. Pensé que miraba lo que miraba yo, y que quizá recordara también lo mismo… Me sentí estúpido al lado de un tipo al que no conocía de nada y que me cayó antipático. Me sentí estúpido de que estuviéramos separados. Cincuenta kilómetros; y aquello iba a terminar de una manera absurda. Todo había sido absurdo en aquel viaje: me lo decía creyendo firmemente que cuanto había sucedido era una ficción. Un cúmulo de experiencias insostenible. Un montón no deseado de eventos que habían venido a recaer en nosotros, en Elena y en mí por lo que sabía; pero también, a su manera, en Samuel, en Franklin, en Tomás, en el jovencito. Quise recordar las palabras del jefe de la estación; no pude, y tenía la libreta en el bolso; lo deseaba porque era casi lo único a lo que podía recurrir para entender algo, porque había sido una especie de predicción. Me pareció insensato. Ninguna palabra iba a calmarme, por más lúcida que fuera. Qué había sido aquello de que nadie decide, de la emoción en los dormitorios, de las maletas fantasmas… No había nada que hacer. “La libreta no sirve”, nada de lo que se diga o de lo que alguien quiera explicarme. Nada más que mentiras. Cuarenta y siete, cuarenta y seis, cuarenta y cuatro… kilómetros; esa era la única verdad que avanzaba en una cuenta atrás por la que se consumiría.
Javier Sáez de Ibarra trabaja en un instituto donde imparte Lengua y Literatura. Autor de numerosas antologías, sus estudios y reseñas aparecen en revistas como El Buen Salvaje, El Cuaderno, Quimera o Turia. Es el editor de la obra de Hipólito G. Navarro, El pez volador (2008). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de cuentos: El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004), Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos se recogen en las antologías de referencia más recientes y han sido traducidos al inglés. Su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y por Bulevar (Páginas de Espuma, 2013) el XI Premio Setenil al mejor libro de relatos del año. Fantasía lumpen es su último libro publicado.
Por entregas es una sección que, siguiendo la estela del folletín, alberga piezas publicadas de modo seriado.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero