Me escribía una amiga el otro día en un mail: «Una de las cosas que me impactó más el día que fui a un encuentro feminista es que allí nadie pensaba. (No, no se alarmen, que no tiene nada contra el feminismo mi amiga, escuchen un poco, que hay pensamientos más complejos de lo que abarca una sola frase.) Me llamó la atención que nadie pensaba, allí todos, perdón, todas, sentían. Donde es más habitual decir «pienso que eso está mal», se expresaban diciendo «siento que eso está mal». Alguien comentaba que «sentía que el autor de ese texto había querido decir tal cosa», y yo miraba sin terminar de entender y me gustaría haber preguntado cómo había sentido eso en vez de sencillamente pensarlo. Aquello era un seminario sintiente y no pensante. Y realmente disfruté mucho la novedad. Así se lo dije a la amiga que me llevó allí, agradeciéndole que me invitase. Luego, eso sí, me di cuenta de que si algo me había chirriado en todo aquello es que hay un campo del saber, del arte, que a lo largo de toda la Historia se ha encargado de hacer que la gente sienta cosas, y ese es la literatura, pero lo ha logrado pensando en cómo hacer que otros las sientan, porque si sencillamente se trata de expresar lo que uno siente no pasa jamás al otro, y eso, al final, no es más que otra forma del patriarcado, que no se preocupa más que de sí mismo». Me dijo mi amiga. No sabía si me estaba invitando a decirle lo que pensaba o a expresarle mis sensaciones, así que preferí asentir sin abrir la boca y le propuse pedir otra ronda. Era una sensación tan agradable estar en aquella terraza, con la fresca brisa y un par de tragos… Les dejo con el nuevo capítulo de la novela por entregas de Javier Sáez de Ibarra.

 

Junto a la pata de la cama había quedado la prueba de aquella medusita desleída y fría del condón. La recogí, una acción que he realizado muchas veces, impresionado más que nunca por su fuerza como prueba. Me avisaba a mí, o a cualquier que apareciese, de lo irrefutable, por más que pudiese quedar del otro lado del día, del suceso.

Me duché aprisa, frotándome con una esponjita que llevo en todos mis viajes y guardo en un pequeño neceser de plástico. El agua corría más que yo, o casi a la misma velocidad, participando.

Guardaba la ropa como un maestro de ceremonias, oliendo a la loción para después del afeitado, con ganas incluso de toser un poco, una vez que el tajo seco de la cremallera zanjaba el asunto.

El estor gris, bajado, tenía un agujero por el que el sol…

La miré, sí; registré que había cambiado de postura una vez más, vi que sus cabellos tenían tendencia a rizarse, antes de empujar la cortinilla y salir con los zapatos ante todo.

Me apetecía desayunar con don Samuel, y mientras tomáramos nuestro zumo de naranja, nuestros cruasanes o nuestra tostada, conversar acerca de la decadencia de la compañía de los ferrocarriles y otros deterioros, sobre los que uno de los dos tendría datos incuestionables que ofrecer.

 

– Camarero –llamé.

 

Javier Sáez de Ibarra trabaja en un instituto donde imparte Lengua y Literatura. Autor de numerosas antologías, sus estudios y reseñas aparecen en revistas como El Buen SalvajeEl CuadernoQuimera o Turia. Es el editor de la obra de Hipólito G. Navarro, El pez volador (2008). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de cuentos: El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004), Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos se recogen en las antologías de referencia más recientes y han sido traducidos al inglés. Su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y por Bulevar (Páginas de Espuma, 2013) el XI Premio Setenil al mejor libro de relatos del año. Fantasía lumpen es su último libro publicado.

Por entregas es una sección que, siguiendo la estela del folletín, alberga piezas publicadas de modo seriado.