Decía Truman Capote que, la vida del escritor, no era más que un paseo entre copas. No sé, quizás exageraba, pero tampoco demasiado. Ahora bien, vivimos en un mundo con la moralina cada vez más exacerbada, y no es de extrañar que dentro de poco comience a haber escritores abstemios (si se llegó al rock cristiano todo puede suceder), que no es lo mismo que escritores alcohólicos que luchan por no recaer en la bebida, esos son mucho más entrañables. En todo caso, todas estas son cosas más del mundo de la literatura, del negociado, como a algunos nos gusta decir al hilo de tanto funcionario de la palabra como existe. Javier Sáez de Ibarra no es uno de ellos, y por eso nos gusta mucho tenerlo por aquí con su novela por entregas, dos dosis, dos copazos, semanales.
Dios bendito el que concedió a los seres humanos el licor. Les dio la libertad. “En el vino está la verdad” no le hace justicia. En el vino está la verdad que podemos decir y que podemos soportar, digo yo.
La terrible historia, Elena encontró fuerzas para decirla; y yo compasión para recibirla de sus labios. Me había mojado el pelo con el ron, llevándomelo para atrás y le había mojado el suyo. En la mesa había algunas cáscaras y trocitos de papel, también el suelo se había ensuciado. No la veía con claridad, pero la entendía mejor. Había salido de mí desde hacía un rato, y podía compartirme con ella sin tanto miedo. Por otra parte, no abandonábamos nuestra augusta dignidad: no hubiéramos permitido que nos sucediera nada infame. Uno por el otro. O, al menos, todas estas cosas que digo aquí, fueran verdad o no, eran de las que uno, yo en aquel momento, estaba persuadido, y esa fe me daba una fuerza nueva.
Ella me miró con los ojos todavía en lágrimas:
– ¿Y ahora? ¿Te das cuenta?
– Sí, sí… –dije sin comprenderla.
– Tú ya sabes lo que he hecho y no puedes hacer nada. Ahora tienes que decidir.
– Sí. Tengo que decidir –repetí.
Nos introdujimos en el mutismo. Nos dijimos cosas que sabíamos que no íbamos a recordar nunca, dado nuestro estado, a las que dedicábamos la mayor atención, como si de ellas dependiera un veredicto. Luego me zafé de esa maraña de charla:
– Me gustaría ver los cuadros que has pintado, y leer tus poemas. Todo el tiempo me he preguntado si eras buena o no eras buena. Ya sabes, hay gente que se dedica a eso que sólo son unos aficionados que se creen genios, cuando no valen nada.
– Ya me imaginaba que tenías esa forma de pensar. Ahora que estás borracho me lo cuentas –dijo–. ¿A ti te gustaría que yo revisase tus libretas, a ver si encuentro algo interesante?
Contesté mientras me reía:
– Mis libretas son una mierda.
Empecé a buscarla entre mis ropas, quería enseñarla o destrozarla con las manos. “No te escondas”, maldita ladrona. “¿Dónde te has metido?” Por fin la encontré, le arranqué las pastas de cartón, las arrojé a lo alto. “¡A la mierda la libreta!”
Ella me detuvo:
– Ya basta de tonterías. Guárdatela. No vayamos a hacernos daño y que luego no tenga remedio.
Pasó un tiempo. Hice lo más prudente. Nos retiramos las manos, que habían entrado en contacto, y cada uno asió con una la copa y escondió la otra. Examinábamos la situación volviendo nuestras cabezas en direcciones contrarias. Sopesábamos, en la subjetividad más o menos lúcida y valiente del alcohol, lo que había sucedido con nosotros, entre nosotros, lo que queríamos que siguiera, a lo que preferíamos renunciar. Con el alcohol llegan, por imposición, estas exigencias de balance.
Sin embargo, estábamos contentos, ¿no? Por lo menos yo. Ella, Elena, lo había pasado mal; quise creer que le había compensado.
– Tu hijo ha sobrevivido. Es una gran suerte –necesitaba llegar a alguna conclusión–; tú también. Los dos… la vida… y tú…
Ella se acercó a mí. Sobrios repentísimos. Se acercó y sí, irresistible. Pero no. Me tuve que callar. Una violenta amargura nos devolvió a cada uno a nuestro sitio. No nos besamos.
Javier Sáez de Ibarra trabaja en un instituto donde imparte Lengua y Literatura. Autor de numerosas antologías, sus estudios y reseñas aparecen en revistas como El Buen Salvaje, El Cuaderno, Quimera o Turia. Es el editor de la obra de Hipólito G. Navarro, El pez volador (2008). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de cuentos: El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004), Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos se recogen en las antologías de referencia más recientes y han sido traducidos al inglés. Su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y por Bulevar (Páginas de Espuma, 2013) el XI Premio Setenil al mejor libro de relatos del año. Fantasía lumpen es su último libro publicado.
Por entregas es una sección que, siguiendo la estela del folletín, alberga piezas publicadas de modo seriado.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero