No sé si ustedes saben que fueron los cafés los escenarios del nacimiento de la bohemia. Ahora tomarnos un café, apenas nos hemos levantado, de camino a la oficina, a media mañana como una pausa en medio del fragor del trabajo, después de comer para reavivar el espíritu antes del resto de la jornada, por la tarde como un placer dedicado al hedonismo puro y duro… Muchos no podrían vivir sin el café, pero en su momento se consideró una droga, se sospecha de que uno de los motivos de la acelerada vida de Balzac y su temprana muerte tuvo que ver con las cantidades industriales de café que ingería a modo de combustible, y es que el café era un indicio inequívoco de vida marginal y bohemia. Algo tan sencillo como un café, tan inocuo. Algo parecido sucede con la literatura, creen que la han domesticado con premios y prestigio, pero… Pues eso. Aquí les dejo con un nuevo capítulo de la novela de Javier Sáez de Ibarra.

 

Aunque suene a tópico de novela, es la verdad: sentía el doloroso latir del corazón, experiencia desagradable como pocas. Con golpes y todo, la fuerza del saber que “los hombres siempre encontramos una solución” me animaba. Así que, cuando volvíamos de coger el postre, momento que yo había previsto en mi táctica de urgencia, le pedí una cita para después de cenar. Y sabía que mi azoramiento y mi sudor facial darían impulso a su aceptación, porque así varones y mujeres se han ido entendiendo hasta el día de hoy.

Dijo que sí.

Y nos encontramos en un apartado del vagón-cafetería. Me fortalecía, ya digo, el recién descubrimiento de las palabras cifradas; tanto que deseé contárselo, si bien me abstuve por la razón de que había decidido escoger cuidadosamente cada uno de los peces que iba a echar por la boca y no quería que, al menos los primeros, fuesen equivocaciones.

 

– He comprendido –empecé–… he comprendido mi torpeza. –Ella no quiso dejarme continuar. No reconocía un papel de institutriz que no me había reclamado y que me convertía en alumno con necesidad de explicarse. La atajé:– no quiero perder más tiempo con palabras que me desvían de lo importante. ¿Un café?

– Siga, por favor.

– Usted ha abierto la maleta. Y veo que su vida se ha transformado. No sé por qué está lejos de su hijo, Elena. Pero, si no le he entendido mal, quiere romper, o quiere modificar una relación que ya no le resulta satisfactoria.

– ¿Tiene usted hijos?

– No, nunca estuve casado, es decir, nunca tuve una pareja estable ni ha habido alguien con quien planteármelo siquiera. Y eso que, a las alturas de mi edad, es ya un deseo…

– “A las alturas de mi edad” –perdone que le diga que habla usted de una manera muy retórica, ¿no? Además de que esa frase no sé qué significa.

– Pues… ya… Veo que vuelvo a hablar de mí mismo, y yo he entendido que, al contrario… Quiero decirle… me gustaría saber de usted –me frené en seco.

 

Se sacudió la melena y me conmocionó. La verdad.

 

– Mi historia no tiene nada de particular. Tuve un hijo de un chico del que me enamoré cuando empezaba en la Universidad. Acabamos aborreciéndonos. Yo, probablemente, más. Crié a mi hijo sola, porque me negué a aceptar la ayuda de mi familia (una ayuda que me dieron con cuentagotas). Para salir adelante, trabajaba todo el día; fui cambiando de empleos, de dos en dos: ayudante de cocina, cocinera, recepcionista, maître, por el lado obrero; traductora, escritora de ocasión, crítica de arte, asesora de una consultoría de Bellas Artes, por el lado intelectual. Mi hijo creció solo y desgraciado, con una madre ausente. Cuando quise reencontrarlo, me di cuenta de que había criado un pobre maleducado, violento, alcohólico, insatisfecho, suicida, huérfano.

 

Se quedó en silencio. Pedí los cafés. El camarero se fue aprisa. Me quedé yo solo, delante de ella. ¿Cómo podría contenerla? ¿Cómo se hace para…? Recordé de repente y sin venir a cuento un funeral. Había muerto la novia de mi mejor amigo. Era el primer fallecido de cerca en mi vida. A ella le había tirado yo los tejos, incluso; y la seguía queriendo con amor distante, distraído, liquidado. No recuerdo cómo pasé el trance: algo debí decirle para consolarlo; algo sirvió en aquellos momentos. En este otro momento, la situación era la misma. Sólo que ya no se trataba de recordar sino de intervenir. ¿O no?

 

– Perdone. No sé si es esto lo que usted quería conocer.

– La verdad es que no me imaginaba lo más mínimo.

– ¿Y por qué habría de imaginárselo? ¿Es que tendría que llevarlo escrito en la cara con una arruga? ¿Le parezco demasiado alegre, frívola?… Me habrá juzgado usted por llevar una revista del corazón. Habrá pensado que soy una estúpida. Y ahora ¿qué? Suena mejor una asesora ¿no? ¿Le suena mejor?

– Alto, alto. No se ofenda. Usted tiene la virtud se sacar conclusiones; es una mujer muy inteligente, ya lo veo. Aunque no me negará que a veces se pasa un poco… Y que se pone algo melodramática, ¿no es cierto?

– Todavía no ha escuchado la historia completa, amigo Sélon, para juzgar si es melodramática o no, o trágica del todo.

 

Me asusté. Temí que si seguía adelante el hechizo por ella desapareciese. Esta idea me atormentó: volvió a mí como si quisiera ser escrita, pero no era el caso. “Temí que si seguía adelante dejaría de aceptarla”. Es más, fue ella la que quiso saberlo: “Si prefiere, hablamos de algo divertido”, dijo con desenfado.

 

– Tiene usted razón. Juzgamos a la ligera. Yo no sé nada de usted. Y usted, a pesar de su penetración psicológica, tampoco sabe casi nada de mí. Si me hubiera dicho primero en qué trabajaba la hubiera juzgado de una manera; si me hubiera enseñado alguna de sus pinturas o sus poemas, la habría tenido por otra persona. Está claro que el orden influye…

 

Ya teníamos ante nosotros las dos tacitas humeantes; la superficie oscura se movía al vaivén del tren que nos llevaba, bajo las luces del vagón. Me sentí furiosamente dichoso. Por fin estábamos allí. Hablando. Yo sabiendo cómo actuar. Yéndonos.

 

– Cuénteme el resto, Elena. Quiero escucharlo.

– Luego –dijo tras terminar de remover su café, y tras un sorbo–, en la hora de las copas.

 

Javier Sáez de Ibarra trabaja en un instituto donde imparte Lengua y Literatura. Autor de numerosas antologías, sus estudios y reseñas aparecen en revistas como El Buen SalvajeEl CuadernoQuimera o Turia. Es el editor de la obra de Hipólito G. Navarro, El pez volador (2008). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de cuentos: El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004), Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos se recogen en las antologías de referencia más recientes y han sido traducidos al inglés. Su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y por Bulevar (Páginas de Espuma, 2013) el XI Premio Setenil al mejor libro de relatos del año. Fantasía lumpen es su último libro publicado.

Por entregas es una sección que, siguiendo la estela del folletín, alberga piezas publicadas de modo seriado.