Aunque muchos no lo sepan, el sustantivo «vela» proviene del verbo «velar». La vela es el cirio que usaban los que velaban. A su vez el verbo «velar» tiene su origen en el termino latino vigil, del que proviene también nuestra palabra «vigilante». O sea, que quien vela es quien vigila. La vigilia, origen de la velada, era en principio una acción de custodia, de celo, de observancia, y luego más tarde derivó en esa idea de reunión social más o menos amena. A veces conviene jugar a la etimilogías, porque revelan la realidad. No hay ningún ser humano más desvelado que el escritor y el lector de un texto. Uno busca encantar al otro y hacerle olvidar el paso del tiempo aferrado a su texto, al tiempo que el otro vigila con contumacia la posible aparición de los errores del uno, que podrán sacarle de ese embeleso en que se mece. Las una y mil noches, donde Sherezade obliga a la vigilia del que escucha su historia para prolongar su vida son un ejemplo perfecto de todo esto. Otro modo de mantener el suspense es entregar una obra por entregas. Lo sabían los folletineros del siglo XIX, lo supieron los que inventaron los seriales radiofónicos y televisivos, y lo sabe Javier Sáez de Ibarra cuando remata cada uno de los capítulos de su novela por entregas.
Era media tarde cuando regresé a mi vagón. No recuerdo bien los detalles de aquel paso. Lo cierto es que regresé, digamos, al punto de partida.
Cuando la vi, dos cosas me conmovieron, suavemente diríamos. Elena ocupaba el lugar que correspondía a su billete. Y Elena se había colocado con el asiento reclinado, la cabeza vuelta, cubierto su rostro por sus cabellos, cubriendo su cuerpo con una manta. Sus pies asomaban –llevaba medias–, por el final de esta; los zapatos, alguien los había colocado juntos, debajo. (Entonces recordé sus palabras impertinentes sobre que la golpeaban cuando ocupaba la localidad del pasillo y la descalzaban: eran verdad.)
Sin hacer ruido, me deslicé hasta mi sitio. Me senté, no quise reclinarlo para que no se despertase. En realidad, me quedé petrificado: no sabía cómo conectar los auriculares para escuchar música, ni cómo levantar el estor de plástico que tapaba mi ventana impidiéndome mirar el paisaje, ni si incorporarme para buscar en mi bolso de viaje el periódico o algún libro… Hasta la libreta, en mi bolsillo de atrás del pantalón –ahí había ido a parar– se me hacía inalcanzable.
La única opción lógica era ponerme de pie sin hacer ruido y salir; dirigirme a la cafetería o echarme a andar hacia cualquier lado por el pasillo casi interminable de nuestro tren. Pero me había condenado a la quietud. Otra vez las paradojas. Por un lado, me irritaba el aburrimiento; por el otro, aquel acto de cortesía inevitable en parte también me complacía. Transcurrieron así algunos minutos. Pensé que jamás lograría resolver una sola contradicción. Había cambiado el retrete por la butaca, lo sucio por la caballerosidad; a destiempo. Podía, creo que así fue, reírme sin malicia de mí mismo.
– ¿No sube la persiana? –me dijo.
Supongo que me desperté en el mismo instante –sueños deliciosos me habían seguido–, porque estuve atento: lo juro.
La abrí. El sol dejaba los últimos avisos, y el campo le respondía imitando el ejemplo.
Le pregunté cómo se encontraba. Hizo un silencio. Supuse que me reprochaba que no hubiese querido verla hasta entonces. Le respondí igual, callado. Se desperezó, la manta se fue deslizando unos centímetros cada vez, hasta asentarse en su cintura. Ella miraba al exterior. “¡Qué bonito!”, susurró para ambos. Yo asentí. Ella seguía mirando el paisaje del atardecer como hechizada, o despreocupándose adrede de todo lo negativo que pudiera interferir en su contemplación
Le ofrecí cambiar nuestros lugares. Me sonrió. Vaciló, sopesando sus fuerzas, su ánimo. Rechazó mi invitación sin perder la sonrisa. Le pregunté si se encontraba mejor; le dije que no tenía mala cara para haber pasado toda la mañana en la enfermería. “Todo el día”, rectificó. Su calma parecía, en el idioma de su carácter, una manera de evitar que la conversación decayera. Mirábamos el paisaje cerrándose; nos fijábamos también en la mancha de luz sobre las paredes del vagón, en el aspecto particular que les confería, en su movimiento… Vino uno de nuestros compañeros para interesarse por su estado. Ella le contestó con pocas palabras, aunque amable. El otro interpretó que no deseaba hablar, acaso débil aún; y se marchó pronto. Nosotros podíamos continuar igual.
Javier Sáez de Ibarra trabaja en un instituto donde imparte Lengua y Literatura. Autor de numerosas antologías, sus estudios y reseñas aparecen en revistas como El Buen Salvaje, El Cuaderno, Quimera o Turia. Es el editor de la obra de Hipólito G. Navarro, El pez volador (2008). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de cuentos: El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004), Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos se recogen en las antologías de referencia más recientes y han sido traducidos al inglés. Su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y por Bulevar (Páginas de Espuma, 2013) el XI Premio Setenil al mejor libro de relatos del año. Fantasía lumpen es su último libro publicado.
Por entregas es una sección que, siguiendo la estela del folletín, alberga piezas publicadas de modo seriado.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero