Una de las características de l enfoque ensayístico de Martín Cerda es que jamás descuidó lo que sucedía no ya en los países vecinos, o la comunidad latinoamericana, sino tampoco en tierras hispanas. La hermandad lingüística le sirvió siempre como excusa más que válida para conocer, y reflexionar, acerca de la literatura española y de sus principales figuras, como se hace evidente en este texto publicado en la sección Punta de lápiz del vespertino La Gaceta del jueves 11 de septiembre de 1958 que, gracias a Marginalia ediciones, ponemos a disposición de los infatigables lectores de penúltiMa.
Sobre Unamuno se ha escrito bastante durante estos años últimos. Posiblemente la actual generación tenga una idea más adecuada, más exacta, sobre la importancia de su obra, que la que tuvieron sus más ilustres e inmediatos coetáneos.
Nosotros hemos sido “unamunistas” casi desde las primeras letras. Fueron sus libros los que nos desasosegaron la intimidad en tiempos fronteros a la infancia, los que nos agitaron lo más subterráneo de nuestra vida; y sea cual fuere nuestra actual actitud ante el contenido doctrinal que su obra expone y propone, hemos de convenir que fue su actitud, su “talante” ante la vida y, sobre todo, ante la muerte, la que nos despertó a la conciencia intelectual. Y esta es la más grande, permanente y dramática deuda que puede un hombre contraer con otro… En último trance: hemos de convenir que en su obra hemos bebido los temas y problemas que la filosofía ulterior ha desarrollado y valorado adecuadamente.
Mas, con ser todo esto certísimo, son menester algunas cautelas. Unamuno fue un espíritu demasiado agitado por la congoja de existir, demasiado angustiado por aquello que llamó el “sentimiento trágico de la vida”, hasta punto tal de que no logró nunca pensar con el necesario rigor todas aquellas realidades que en su pensar se suscitaron. Careció de esa austeridad de pensamiento que es esencial al filosofar sistemático. Tuvo filosofemas —no pocos de indiscutible penetración y genialidad—, más no tuvo, en rigor, una filosofía. De allí sus infaltables contradicciones, sus paradojas. Como su pariente Kierkegaard, ensayó vivir entre esto y aquello, entre lo uno y lo otro. Su peripecia vital e intelectual consistió en afirmar su existencia “entre” los opuestos y no sobre su conciliación. Vivir le fue así una fatigosa empresa sobresaltada, en la cual la afirmación y la negación, el todo y la nada, tuvieron igual valor y fueron igualmente vividas.
En cada escrito de Unamuno habita el “anti-Unamuno” que era él mismo. En cada afirmación suya viene subterránea su irremisible contradicción. Por ello no logró —ni siquiera se lo propuso— el vivir en conciliación y en paz consigo mismo. Por dentro de su talante habitaba su contradictor, su antípoda, haciendo que en su paz estuviese en guerra, como que en su guerra estuviese en paz. Fue un luchador ejemplar, un “agonista” estupendo, que vivió plenaria y dolientemente su agonía, sus secretas luchas consigo mismo. Fue cristiano hasta el tuétano de sus huesos porque su cristianismo era esencial y presencialmente agónico, de amorosa lucha con Cristo.
Fue ortodoxo en su heterodoxia, como fue heterodoxo en su ortodoxia. En su defensa de España fue un “morabito” —valga la expresión de Ortega— y en su africanismo realizó plenaria y lealmente su ser hispano… Tal fue don Miguel: un caso de conciencia. Un caso de conciencia desgarrada por el espectáculo del mundo y por la miseria y limitación del hombre. Conciencia heredada vivamente de su hermano Blaise Pascal. Unamuno pertenece a la familia espiritual de Pascal y Kierkegaard, que tanto valioso nutrimiento ha dado a la Filosofía, pero que nunca se ha integrado totalmente con ella.
Sin embargo, no se agota —¡ni mucho menos!— aquí la significación de Unamuno. Su obra aún nos guarda secretas profundidades que postulan nuevas inmersiones. Más, para esto será preciso aventurarse en sus filosofemas, arrancándolos de cuanto tienen sus contextos de postura decimonónica. Será menester mostrar algún día las fuentes mismas de mana y nutre su pensar y su ser. Porque Unamuno no se limitó al decir paradojal, sino que fue él mismo una paradoja de carne y hueso. Fue la contradicción encarnada en “nada menos que todo un hombre”… Unamuno fue un caso de conciencia, y ahora, en la conciencia de cada uno de nosotros sus lectores, prosigue su lucha consigo mismo y contra nosotros.
Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero