El martes 25 de Junio de 1957 aparecía en la sección Punta de lápiz de La Gaceta esta columna de Martín Cerda, que ahora recuperamos para los lectores de penúltiMa gracias a la generosidad de Marginalia ediciones y su editor Gonzalo Geraldo, que cuida especialmente a los audaces y voraces lectores de la revista, degustadores infatigables de delicatessen literarias.

Con este título se ha publicado un artículo en el último “Suplemento Literario” de “La Nación”. Como en esta columna he hablado recientemente de don Alfonso Reyes, estimo deber intelectual, casi natural obligación, rectificar las gravísimas sugerencias, los errores que se consignan en esa publicación. Nunca ha entrado en mi pobre caletre que el reconocimiento de la obra de Ortega exija procedimientos intelectuales que él mismo condenó expresa, rotundamente. Ensayar un elogio de Ortega, deslizándose por las veleidosas e inaceptables laderas de las suposiciones, de los presuntos empeños que tendría Alfonso Reyes para “disminuir” su figura intelectual, me parece un abuso, un grande y gravísimo abuso. Pretender construir una imagen valorativa de Ortega que el mexicano tendría, usándose sólo un artículo suyo donde ni siquiera se le mienta, no puede resultarme lícito procedimiento intelectual. Como he escrito más de una vez y en más de una parte sobre el maestro español, me estimo por eximido de tener que definirme a su respecto. Básteme recordar, como anécdota, que en alguna ocasión Guillermo de Torre me imputó practicar un “orteguismo sin reservas”.

Por ahora sólo pretendo recordar el hecho de que Alfonso Reyes ha escrito sobre Ortega en varia ocasión. Que lo ha hecho siempre con la misma dignidad intelectual, con la misma “simpatía” que lo ha caracterizado en su largo trato con las Humanidades, con las literaturas, con los mundos de ideas y de ideales. Creo haber expresado una verdad cuando le llamé, hace pocos días, el máximo momento espiritual de Hispanoamérica. De seguro que Ortega no hubiese disentido de ello. Don Alfonso fue uno de sus amigos más dilectos, uno de sus primeros colaboradores novohispanos en la Revista de Occidente. Cuando en 1923 —un 11 de septiembre— un grupo de gente hispana se reunió —¡por iniciativa de Reyes!— en el Jardín Botánico de Madrid, para conmemorar con un silencio de cinco minutos al XXV aniversario de la muerte de Mallarmé —el célebre “Silencio de Mallarmé”—, integraron dicho grupo Ortega, D´Ors, Díez-Canedo, Moreno Villa, el cubano Chacón, Marichalar, Bergamín, el malogrado poeta y novelista Bacarisse y Alfonso Reyes. En esa ocasión redactó Ortega, como los otros, aquello que había pensado en el curso del silencio; estampado, entre otras consideraciones, lo que sigue: “La idea de este silencio es de Alfonso Reyes… Alfonso… Reyes… Alfonso, nombre de reyes”. Bello cumplido del maestro peninsular al gran maestro hispanoamericano.

Por su parte, había Reyes publicado —y ese mismo año— la cuarta serie de Simpatías y Diferencias Los dos caminos—, donde incluye tres notas sobre Ortega fechadas en 1916, 1917 y 1923, bajo el título de Apuntes sobre José Ortega y Gasset, en las cuales y con términos cordialísimos ensayó no sólo valorar al Ortega  de entonces, sino calar en su “por-venir”. En mucho de ello anduvo bien encaminado don Alfonso. Inclusive cuando —en la segunda nota— contrapone a la “América que ríe y que juega”, la Argentina que había seducido al maestro en su primer viaje americano, la “América que llora y combate” —la América doliente—, inclusive entonces, lo hace don Alfonso con esa alta espiritualidad, con esa generosidad que ha mantenido siempre en su vivir y en su escribir.

Más aún: en la triste circunstancia de la muerte de Ortega, de su carnal acabamiento, publicó Reyes un Treno para José Ortega y Gasset, que, por cierto, de todo cuanto se dijo y se escribió en ese triste momento, me parece este escrito suyo como uno de los más hondos, sinceros reconocimientos del maestro español. Terminaré con algunas de sus palabras finales cuyas resonancias íntimas se dejan oír por sí solas: “El caballero de la inteligencia montado en su pluma de oro como el hiperbóreo Abaris en su flecha encantada, escapa ya a nuestra dimensión y se aleja de nosotros con la velocidad de la luz… Yo quisiera evocar sobre su tumba las palabras de Horacio a Hamlet, envolviendo [así] en cortesías poéticas las asperidades de la desgracia: «Buenas noches, dulce príncipe; los coros de ángeles arrullen tu sueño».

 

Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón.