Retomamos la publicación de columnas de Martín Cerda con esta publicada en la Gaceta el 2 de diciembre de 1957, en la sección Punta de lápiz, que nos llega, como siempre, gracias a la generosa disposición de Marginalia ediciones, que pone a disposición de los infatigables lectores de penúltiMa estas columnas para solaz de todos nosotros.

 

¿Cuántas veces habrá escuchado el lector esta frasecilla? Sin duda alguna en más de una vez, como en más de una vez la habrá encontrado razonable, pertinente. Es un hecho: frente al sinnúmero de personas, frente a la gente con que convivimos, no podemos sino que reconocer que hablan “demasiado”, que parlotean excesivamente. Es para defendernos de los llamados “latosos”. Pero, ¿qué queremos expresar cuando llamamos latoso a algún prójimo nuestro? Quizá la definición más pulcra, más exacta, sea la que dio Benedetto Croce: “Lata” es aquello que nos quita la soledad sin darnos la compañía.

El hablador excesivo es, pues, el individuo que hace del quehacer parlatorio un instrumento de lata. Es un individuo que al hablar nos “da la lata”. Ni más ni menos: la gran mayoría de la gente cuando conversa, diserta o perora nos quita la soledad sin que haya en su parloteo incesante un mínimo de posible compañía. Parece mentira pero nunca estamos solos como cuando estamos en el medio de la gente, cuando nuestra vida se halla expuesta a merced de nuestro prójimo. Sobremanera cuando éste se ha dispuesto a desnucarnos nuestra intimidad mediante la palabra.

Pero el hablador excesivo “latea”, justamente, porque carece de intimidad, porque su alma está falta de soledades. Nadie puede dar lo que no tiene. Un hombre que carece de soledad, de última intimidad, no puede dar la compañía. El hablador excesivo nutre su palabra del decir de la gente, de la palabra irresponsable que como decir anónimo circula de boca en boca sin que nadie se detenga un instante para reparar en lo que “se” dice. Es el hombre de las “habladurías”… Frente a él es menester retornar a la palabra auténtica, a la palabra que se genera en nuestra más secreta intimidad. Porque en un tiempo, como el nuestro, donde la palabra ha sido despotenciada, adulterada, “corrompida”, como dijo Louis Lavelle en su libro bellísimo La Parole et l´Ecriture, es urgente retornar a la palabra “cuidadosa”.

¡Qué importa pasarse la vida hablando, si al hacerlo lo hacemos con cuidado! Hablar con cuidado es cuidarse de su propia intimidad, de su propio ser.

 

Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón.