La idea de la literatura como campo de debate ideológico pareciera haber regresado con fuerza en fechas recientes. Frente a la tendencia desactivadora del mercado a instancias del capitalismo, los autores, acuciados por la realidad en la que viven, vuelven a considerar que la escritura es un terreno de enfrentamiento más. Sobre ello discurre José Eduardo Tornay en este texto.

 

En los últimos días dos de las escritoras que más aprecio han llamado la atención sobre la desigualdad como factor influyente en sus percepciones sociales y, por qué no decirlo, en sus inquietudes artísticas.

En las novelas de Sara Mesa la reflexión social y su reflejo en forma de extrañamiento de los personajes es una constante. En particular desde Un incendio invisible, reeditada este año por Anagrama, suele adquirir la forma de confrontación entre las aspiraciones, o los instintos, personales y las estructuras de instituciones que las constriñen. Hace muy poco, en una entrevista escrita por Bárbara Ayuso para Jot Down, la escritora sevillana señalaba la desigualdad social como el principal motivo del clima de pobreza cultural imperante. Coincido plenamente con ese juicio.

Como ocurre en muchas de las novelas de Belén Gopegui el mercado laboral tiene una gran importancia en Quédate este día y esta noche conmigo. No creo una ofensa catalogar sus últimos libros como novelas de tesis, o de ideas. Una de las que este libro defiende es la falacia de la llamada “igualdad de oportunidades” cuando los jóvenes se enfrentan a un mercado competitivo en el que son valorados no por sus supuestos talentos -regalos de partida, en todo caso, distribuidos al buen tuntún por un elfo beodo de genes- o sus esfuerzos -influidos por las condiciones materiales en que tienen la posibilidad de desarrollarlos- sino por la inversión que su entorno -familiar y ojalá institucional- les haya dedicado. Así, viene a decir, sólo la igualdad de acceso a los bienes, a los servicios, puede considerarse efectiva.

También el periodista Sergio del Molino ha llamado la atención, en su ensayo La España vacía, sobre esa brecha de desigualdad que parte el país: la que separa las regiones rurales de las urbanas, o las pobladas de las desiertas. Se trata de un libro inaugural porque, conteniendo una visión personal y elaborada del asunto que trata, ha reabierto un campo de reflexión que parecía pospuesto. Un ensayo exitoso, por tanto. Esa zona vacía a la que alude el título sufre una pobreza que no es sólo de renta disponible -probablemente haya mayor riesgo de caer en la indigencia en determinados núcleos urbanos- sino de la velocidad a la que el tiempo transcurre. Hay territorios anclados en el pasado y otros que persiguen el futuro. En un mundo abarrotado de expectativas la riqueza se tiene que medir, también y sobre todo, con esa unidad de cuenta.

El ideal igualitario, en nuestra tradición -que es heredera de la Revolución Francesa aunque no parezcamos merecerlo- nació de la mano de la libertad, pero pronto se bifurcaron, contemplándose como alternativos. La disyuntiva entre liberalismo e igualitarismo fue pronto percibida por los socialistas utópicos, de Owen a Bakunin. Pensaban que, puesto que el bien y la equidad estaban inscritos en nuestra naturaleza, bastaba enunciarlos y proponérselo para que los obstáculos –el egoísmo, la cerrazón- fueran derribados irremediablemente.

En ese esquema se basaron las primeras experiencias comunitarias, como la que promovió el tarifeño Joaquín Abreu (acaudalado terrateniente que firmaba sus artículos, en Cádiz, Madrid y Barcelona, con el seudónimo Proletario). Jerez de la Frontera tiene atribuido el estereotipo de ciudad agrícola, ganadera, tradicionalista y jerárquica. Sin embargo, la campiña jerezana también pudo ser el epicentro de un movimiento político de base industrial, tan proclive a la revolución anarquista como la Cataluña de principios del siglo pasado. A las afueras de Jerez (en el Tempul, el mismo lugar donde los carmelitas descalzos se habían radicado antes de su traslado al monasterio del Cuervo, en Casas Viejas), Abreu intentó implantar un falansterio científicamente diseñado, una explotación agrícola y ganadera paradisíaca, para el que se llegó a reunir un millón de duros de 1842, pero cuya puesta en marcha frustró el gobierno de Madrid.

Alguien con las ínfulas desatadas diría que pese a los fracasos puntuales el sueño igualitario se ha mantenido en el horizonte, como esas luces nocturnas que se ven desde la carretera,  en lo alto de los montes, y nos sirven de guía. Siguiendo las propuestas de Inmanuel Kant (adelantadas en Sobre la paz perpetua), los intentos de las Naciones Unidas por mantener un sistema de representación equitativa entre los países, como un funambulista sobre un alambre de goma, se tambalean en todas partes. Las grandes potencias y sus satélites se saltan el principio de actuación, basado en la renuncia de los Estados al uso individual de la fuerza –o, dicho de otro modo, en la ilegalidad internacional de la guerra-,  para desplazar a su antojo las fronteras.

Y son precisamente las fronteras el símbolo de la desigualdad, su cerrojo. Parece mentira que todavía haya en el mundo quien se movilice para trazar fronteras donde no las había. Puesto que en términos absolutos es difícil conseguir un reparto equitativo, parecen pensar, amurallemos el paraíso material para que invasores que nadie ha invitado a nuestra fiesta no vengan a fastidiarla. Uno se había hecho la ilusión de que sus descendientes podrían algún día trasladarse sin restricciones por un planeta bien nutrido y civilizado. En cambio, los procesos a los que va asistiendo anticipan un mundo de segregaciones como el que describe Michel Houellebecq en La posibilidad de una isla.

Si se cumple el pronóstico distópico de esta novela fundamental, si algún día la ciencia llega a posibilitar algún modo de inmortalidad, por la vía de la clonación sucesiva más la herencia de los pensamientos y los sueños (la experiencia) de los antecesores en la cadena, este privilegio será disfrutado por una minoría seleccionada. Mientras, el resto (los naturales, los salvajes) seguirán condenados a la lucha por la existencia, a la caducidad y a la procreación primitiva por la vía del coito. Atribuidos los roles todo el placer físico y todo el sufrimiento caerán del mismo lado. Probablemente entonces lleguemos a la diversificación de las especies: reflexiva y melancólica una, ansiosa y vital otra, sin posibilidad –sin riesgo- de acercamiento, de contaminación. Una sola frontera, definitiva, partirá el mundo por la mitad. ¿Con cuál de las dos permanecer, si nos ofrecieran la oportunidad de elegir?

 

José Eduardo Tornay (Algeciras, 1968) es el ejemplo perfecto de autor para iniciados que en cualquier momento puede dar el salto a la primera plana de la literatura española si los lectores y la crítica despiertan. Tiene publicados tres libros:  A la sombra de los bloques (FMC), Los observatorios (Eda) y Los dueños del ritmo (La Fábrica).

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.

La fotografía que acompaña al texto es obra del fotógrafo mexicano Francisco Mara Rosas, su trabajo puede apreciarse en su página web: http://www.franciscomata.com.mx/