Hace unos meses, justo cuando se inició el verano y se terminó esa cosa a la que hemos llamado «confinamiento», la editorial Páginas de Espuma pudo finalmente anunciar el ganador del VI Premio Ribera del Duero al libro de relatos inédito y poder ponerlo en circulación, desde entonces en las redes sociales se han sucedido halagos apresurados y un tanto superficiales en torno al libro, y quizás una de la virtudes principales de esta crítica sea la de conceder un peso específico y real a cada uno de los cuentos que componen el volumen, con la seriedad, del detenimiento y el espacio necesarios, y hacer justicia de ese modo a la propuesta del autor, el jurado y la editorial. Aquí les dejamos con la extensa y pormenorizada reseña de Antonio Báez sobre el libro de Marcelo Luján.
Hay una nueva forma de leer que lo tiene todo que ver con las redes sociales. Los lectores que escriben sobre los libros que leen, y sobre todo los que leen y les gustan, lo comunican a través de la red, en la que en muchas ocasiones tienen como amistad virtual al autor del libro. Se da la curiosidad también de que ese lector es a su vez, en la mayoría de las ocasiones, escritor en continua difusión y promoción de su propia obra. Contamos, evidentemente, con que nuestras opiniones y nuestros juicios son deudores de determinados contextos, en los que queremos ser aceptados y tenidos en cuenta. Sucede, y es muy fácil de comprobar, que la circulación y el intercambio de amables reseñas entre comunidades de escritores que comparten espacio virtual, no ahondan demasiado en aspectos críticos y de análisis, lo que produce cierta complacencia, que neutraliza la verosimilitud del diálogo entre un lector independiente, formado, complejo, y la obra en cuestión. Por otra parte, esa labor en los medios analógicos especializados, suplementos culturales, revistas, etc., hace tiempo que ha quedado en tierra de nadie por su falta de fiabilidad, debido a la contaminación del mismo defecto y a que el público le ha dado la espalda.
La claridad es un libro que, además de haber obtenido el Premio Ribera del Duero, el mejor dotado en el mundo del relato, al que se presentaron para esta sexta edición más de mil y pico manuscritos, sobre los que se impuso, también está beneficiándose de multitud de amables lecturas por parte de los lectores escritores. Evidentemente la elección de un ganador en un concurso de estas características es una apuesta comercial por parte de Páginas de Espuma, la editorial que ha logrado convertirse en uno de los referentes del género en lengua española, con su incursión también en Hispanoamérica. La temática del terror está en el ambiente literario desde hace ya unos años con autoras como Samanta Schweblin, que ganó la cuarta edición de este mismo premio con Siete casas vacías, todo un éxito editorial, y otras como Mariana Enríquez, Mónica Ojeda o Solange Rodríguez Pappe. El terror está de enhorabuena, pues podemos decir ya que es un género que sale de los márgenes literarios para colocarse en uno de sus centros. El premio Ribera del Duero, que como todos los premios relevantes prestigian de antemano, pone en nuestro foco de interés la obra de Marcelo Luján.
La claridad se compone de un conjunto de seis cuentos, algunos de los cuales mantienen leves contactos entre sí, por medio de algún personaje o situación, en los que la fantasmagoría, la violencia y el horror tienen una presencia importante, cuya eficacia varía según el relato del que hablemos.
En el inicial, “Treinta monedas de carne”, tenemos una historia de maldad y resentimiento, en la que el elemento sobrenatural es mucho más sutil que en los relatos que vendrán a continuación. Aparece aquí fugazmente la imagen del fantasma más misterioso del libro, ya que se trata de una visión subjetiva, la de la persona que parece pasar en silla de ruedas en la casa abandonada, a la que llegan las dos chicas protagonistas. El acierto, el gran logro en este, como en los relatos del conjunto con un narrador en tercera persona, está en el uso de los tiempos verbales de la narración, alternando presente, pasado y, sobre todo, un futuro de desgracia, al que son ajenos los personajes pero no el narrador, que constantemente irá anticipando un aciago acontecimiento, lo que provoca en el lector la imperiosa necesidad de seguir hasta el final: “Pero lo que con total seguridad no sabe Astrid es que dentro de un rato, con el valle todavía iluminado por la tarde, Marta tomará la peor decisión de todas. Acaso la peor de todas las posibles.” El pulso firme del autor nos conduce, sin tiempo para tomar aire, con frenesí, a través de una historia de violencia, celos y ruindades, en la que quizás la caracterización funcional de los malos (El calvo, El de la perilla, El del parche), de la víctima (una Barbi extranjera, guiri) y la malvada, también víctima (gorda y celosa), es un ejemplo de la búsqueda de eficacias cercanas al guion mainstream, que en este caso es sobresaliente.
El siguiente, “Una mala luna”, en nuestra opinión el más logrado, francamente destacable, tiene un narrador en primera persona, que es el hermano de la protagonista, Lu, (“Era un niña problemática y siempre dio muchos disgustos a nuestros padres”), que actúa como testigo de la violencia que ejerce sobre los demás (“Les arrancaba mechones de pelo, las golpeaba en la cara con el puño cerrado. A una le rompió la boca y a la otra le hizo una brecha en la cabeza”), y sobre sí misma (“Me decía, por ejemplo, que se iba a suicidar”), con lo que consigue desestabilizar a una familia entera (“Cenar empezó a darme pánico: era como si cualquier día, en cualquier momento, se fuesen a matar.”), para llegar a un espeluznante final, después de haber transitado por las zonas más sombrías de la adolescencia (“Empezó a usar ropa oscura, a oler raro, y a salir menos todavía del cuarto de la litera”). Una historia de terror morboso que planta la semilla de situaciones y personajes que aparecerán más adelante, como la madre en “El vínculo”. Un relato de impecable factura, en el que las cuestiones sobrenaturales se ven desde la subjetividad del narrador en primera persona, por lo que caen en un terreno menos discutible que cuando son presentadas por el narrador en tercera persona, como por ejemplo en el que viene a continuación.
En “Espléndida noche” asistimos a la crónica de una tragedia anunciada (ese recurso del que ya hemos hablado que aparece profusamente en varios relatos), un accidente automovilístico en concreto: “Nada ocurrirá como Víctor cree y confía en que ocurrirá” (pág. 80), donde aparece un misterioso tipo, sin mayores sutilezas el Diablo, que anticipa la tragedia con un par de acciones demasiado ingenuas, por lo tópicas: la rotura en muchos pedazos de la estampita de un San Cristóbal y la seducción del necesitado conductor de camiones por medio de un maletín lleno de dinero. Lo que más nos ha interesado de este cuento está en la parte realista: el hombre que acepta el trabajo, la conducción nocturna de un camión con una carga de pollos, cuando su mujer está a punto de dar a luz y toda la tensión que tiene que soportar. La parte alucinatoria tiende a lo visto, a lo conocido, esas hormigas que le suben por la pierna y esa venta del alma o la vida al diablo. No obstante, es cierto que en el lector se crea nuevamente un ansia por la continuación de la lectura, gracias a los eficaces anuncios de la tragedia: “La medianoche y el desastre están cada vez más próximos.”
Vayamos ahora al texto vírico titulado “El vínculo”, en el que una chavala lleva a cabo un horrendo crimen. Un cuento que, para indagar en el mal o en la locura, nos lleva de nuevo a lo misterioso, aquí a través del contagio por una especie de coronavirus de una gata. El argumento quizás se rinde a la eficacia cinematográfica de las escenas, de la imaginación fílmica, todas las narraciones del libro son deudoras de esa influencia, y, aunque de nuevo la factura lingüística del texto y su composición es notable, el edificio resiente el peso de los propios materiales en juego, que nadie duda de que sean de la mejor calidad, reunidos en el último párrafo, en lo que podríamos llamar una sobreescritura (tal como existe la sobreactuación), con esa necesidad de explicar, resumir, para que al lector le queden las cosas claras : “No sé qué es lo que pasó y nunca entenderé como a una persona joven y amable y sin antecedentes de rayes, una persona normal, se le puede ir tanto la olla de un día para otro. Muchas cosas ni siquiera las puedo explicar con palabras. Por ejemplo: cuando por fin encontré un sitio para deshacerme de la gata, abrí el maletero y dentro no había nada. Quiero pensar que la bolsa se la llevó algún ratero sin saber su contenido, la noche que dejé el coche abierto. Y me jode saber y repetirme que nunca dejo el coche abierto. Otro ejemplo de ida de olla ocurrió poco después, cuando la asistenta de la señora Gutiérrez me pilló mientras bajaba la persiana de la clínica. En sus ojos enloquecidos solo había desesperación. Me agarró del brazo y me giró como a una peonza. Lo primero que pensé fue que el pastor alemán de la señora Gutiérrez agonizaba o convulsionaba o que se había muerto. Es un animal muy viejo. Pero no, no era nada del perro. La brasileña, sin soltarme el brazo señalaba el interior del local y hablaba casi sin tomar aire. De todo lo que me dijo solo entendí no sé qué del mal o de la malicia. Acaso la palabra era maldito o maligno. No lo sé, nunca me entero de nada cuando habla esta tipa.”
En “La chica de la banda de folk” tenemos también fantasmagoría, esta vez con sangre, sobre un terror un poco acartonado, por ya visto en películas, novelas, relatos. Un chico en un concierto en un pueblo se queda pillado de una chavala. La chavala le sale rana, pues cuando la va a besar a ella le mana sangre por la nariz, por las orejas, y él pasa, claro, y mira que le tenía ganas, él le había dejado una sudadera, no porque hiciese frío sino para camuflarla, al final la sudadera aparece en el nicho en el que ella está enterrada, lo que aparentemente es una prueba material del contacto entre ambos: “Y al día siguiente, mientras Alberto esté en la tercera hora de clase de su último año de instituto, no sabrá que en el cementerio de aquel pueblo septentrional y escondido, el alguacil tendrá que utilizar la escalera con ruedas para subirse hasta el quinto nivel de nichos y desenganchar esa sudadera que nadie nunca averiguará quién colgó”. La historia, también tópica, está demasiado escrita, fuera del relato y en el propio relato (lo que acabamos de llamar sobreescritura), en el que al lector no se le deja espacio de creación o respiración, pues todo está absolutamente explicitado. El testimonio de una castañera nos pondrá, nuevamente, sobre la pista de la alucinación del protagonista: “dirá: Te vi ahí parado en medio del Paseo. Y dirá: Gesticulabas al aire.”
Llegamos al final, al último cuento titulado “Más oscuro que tu luz”, que inicialmente no formaba parte del manuscrito presentado al premio, pero que sí obtuvo en su momento otro. Es la historia de una orfandad en la que una madre gemela, después de muerta, se le aparece a su hija. No hay novedades ni originalidad, es un guion resultón, pero muy visto, una variante de la chica de la curva, en el que se desaprovecha la inquietud de la hija adolescente con esa ausencia abismal que le cae encima, que es donde está la chicha del cuento, sacrificada aquí a favor del giro argumental, tan del gusto de los jurados en los concursos. Hemos asistido a la aparición fantasmal de la madre muerta y para que no pensemos en la posibilidad de que haya sido la hermana gemela, en cuya casa está alojada la hija, que es la narradora, al final insiste varias veces en una prueba que descarta cualquier duda; la viva llevaba tres cuartos de hora fuera de la casa: “Y dijo: Lleva tres cuartos de hora fuera…¿Tres cuartos de hora?…Tres cuartos de hora fuera, había dicho mi tío Alfonso…”
En definitiva, La claridad les gustará a aquellos lectores que se sientan cómodos guiados por la mano hábil de un narrador, que maneja bien los golpes de efecto, pero otros sentirán que no se les deja espacio a una aventura (una lectura) un poco más sutil, más libre, más confiada y a la vez ambigua. No hay huecos ni incertidumbres, y pocas cosas se dejan a la interpretación, pues todo está bien amarrado desde el punto de vista argumental. El pulso firme del discurso, por otra parte, crea una tensión que el lector puede sentir por medio, por ejemplo, de las mencionadas anticipaciones dramáticas.
Las oscuridades, la maldad, los trágicos destinos son, en nuestros tiempos, asuntos que se escapan a los corsés psicológicos y sociales fundados y a los esquemas literarios y moldes reconocibles. A estas alturas muchos lectores podrían buscar el relato imperfecto, la escritura “empeorada”, el desajuste argumental, la hipótesis descabellada y contradictoria y sobre todo la ironía, el humor macabro y la distancia sobre el propio texto, que es el verdadero fantasma, la única aparición verosímil después de los clásicos. Pero como todo y siempre, es una cuestión de propuestas y de apuestas.
Antonio Báez visto por Curro Romero
Antonio Báez (Antequera, 1964) ha participado en diversas antologías de microcuento y relato breve y ha publicado los libros La memoria del gintonic, Griego para perros y su título más reciente es La magia de los días, publicado por la editorial Talentura.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero