Continuamos la publicación de numerosas columnas de Martín Cerda de difícil acceso de la mano de Marginalia editores, que se encuentra ahora mismo preparando la edición de un volumen recopilatorio y ha tenido el amable gesto de ir compartiendo con los lectores de penúltiMa los textos de uno de los más excelsos ensayistas de nuestra lengua, que, en este caso, se acerca a la figura de Ricardo Latcham.

  

La noticia de su muerte me esperaba en casa. Una radioemisora local la había difundido minutos después de haber abandonado mi hogar. Pero ¿era acaso posible? ¿Por qué justamente ahora? ¿Por qué en La Habana?

Hace sólo unos días había muerto, en Caracas Mariano Picón Salas.

Los había unido una amistad de esas que llamamos “de una vida”. El azar los hermanaba en la muerte. Los echaba a andar casi juntos hacia la secreta peripecia del más allá, bañados por la misma luz del sol del trópico, con el mismo pulso nervioso del mundo caribe. En su biblioteca existe un retrato de Mariano. Está fechado en Caracas, 1956. En casa de Mariano estaban sus libros. Fragmentos silenciosos de una relación fecunda, en la que la generosidad intelectual se repartía por partes iguales.

Existe un mito Latcham.

El hombre erudito, el polemista, el panfletista arbitrario e incisivo, el estudioso de las letras siempre tentado por la acción… Tal vez su personalidad se prestase para esta suerte de “abstracciones”. Pero había, sin duda alguna, en ella algo muchísimo más profundo: el hombre concreto que, por encima de diferencias o de diferendos, daba siempre muchísimo más de sí en cuanto podían darle los otros.

Pedro Lastra lo esbozó, temblorosamente, el pasado domingo en el Cementerio General.

Pocos hombres he conocido tan extraños al odio como Ricardo Latcham. Tan por encima de las pequeñeces que, lamentablemente, se interponen entre escritores e intelectuales. En esto su auténtica personalidad desdecía milagrosamente su leyenda de “mal hablado”.

Hace poco más de sesenta días, durante una comida ofrecida por un diplomático peruano, le discutí algunas apreciaciones. No eran apreciaciones literarias, sino políticas. A Ricardo Latcham le gustaba que lo contradijeran. El don de la contradicción le pertenecía tal como le pertenecían su luminosa inteligencia, su proverbial memoria, su enorme honestidad intelectual.

Nunca estuve de acuerdo con él en la zona de la política inmediata.

Pero, sin embargo, aun en los momentos más tensos de este desacuerdo, nunca dejé de estar en permanente contacto con él, salvo en aquella oportunidad en que, con motivo de su viaje a Venezuela en 1953, publiqué un artículo algo más que desmedido e injusto. Tiempo después, gracias a Enrique Lafourcade, todo quedó cordialmente en claro.

No puedo silenciar los días de la elección presidencial de 1958.

Ricardo Latcham presidió el comité de escritores, artistas e intelectuales partidarios de don Jorge Alessandri. Había tomado esta decisión no sólo en razón de la profunda amistad que lo unía al ahora ex Presidente sino asimismo, en atención a una sólida convicción de que éste era el hombre más indicado para presidir un país en quiebra.

Frente a su casa estaban situadas las oficinas de un vespertino que se caracterizó por un “anti-alessandrismo” pasional, justificado en parte e injusto en otra. Yo era su jefe de redacción…

Llegó el día de la elección.

Hacia la medianoche, conocido el triunfo del señor Alessandri, una muchedumbre de sus parciales se concentró frente al periódico. La situación era peligrosamente incierta. Latcham me llamó por teléfono para ofrecerme su casa si… ¿Dónde estaba el sectarismo? Esto no cabía en su vida. Me lo demostraría, una vez más poco tiempo después, llevando a cabo una gestión  que, no obstante haber fracasado por la caballería e imbecilidad de unos pocos, comprometió mi gratitud por el resto de mi vida.

Su muerte ha cristalizado lo que fue su existencia.

El domingo, mientras caminaba detrás de sus despojos, iba entre hombres situados en las antípodas. El mismo dolor contraía sus rostros. Hubo un momento en que, de pronto, me encontré entre don Arturo Matte y ese revolucionario infatigable que es César Godoy Urrutia. Los dos estaban ahí movidos por la misma razón. Una razón que no sólo lo honró en vida sino que se impuso, como una certeza colectiva, al conocerse la noticia de su muerte: Latcham tuvo adversarios, pero nunca tuvo enemigos.

Pero el radio de su generosidad no sólo atravesó la existencia nacional en forma horizontal, sino que, asimismo, lo hizo verticalmente. Por eso siempre estuvo próximo a los jóvenes. Los estimuló señalándoles las pistas más seguras, incitándolos a no ahorrar esfuerzos para que llegaran a ser “lo que eran”.

Es natural que, en esta hora, los jóvenes se sientan un poco huérfanos. Su amistad fue una lección de varia ciencia. Una profunda lección de dignidad intelectual, de confianza en todo aquello que, renovando la vida, levantó su inquietud personal hasta la expresión más pura de lo que el momento histórico podía ofrecerle.

En esta hora sólo atino, por mi parte, a balbucear una palabra: ¡Gracias!

 

Nota literaria fechada el 06 de febrero de 1965, correspondiente a sus entregas intituladas “Ventana de papel” del periódico de circulación nacional Las Últimas Noticias

 

Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón