Quizás uno de los problemas reincidentes en el mundo de hoy es que todavía se percibe de modo generalizado a las imágenes como algo inerte, estático, cuando el poder que ejercen sobre los miembros de la sociedad las dota de una vida y poder innegables. Mitchell se atreve a interpelar a las imágenes, a estudiarlas como algo vivo en uno de los textos más seductores que se han publicado dentro del ensayo estético en mucho tiempo. Sans Soleil, su editoral, ha tenido a bien compartir su inicio con los lectores de penúltiMa. En la librería pueden encontrar el resto de este texto inagotable.

 

Uno nunca sabe de qué va un libro hasta que es demasiado tarde. Cuando publiqué un libro llamado Picture Theory en 1994, por ejemplo, pensaba que había comprendido su intención muy bien. Fue un intento de diagnosticar el “giro pictorial” en la cultura contemporánea, la noción ampliamente compartida de que las imágenes visuales habían reemplazado a las palabras como el modo de expresión dominante de nuestro tiempo. Picture Theory trataba de analizar el giro pictorial o (como se le llama a veces) “icónico” o “visual”, más que simplemente aceptarlo como un valor nominal[1]. Fue diseñado para resistir a las ideas heredadas en torno a “las imágenes que sustituyen a las palabras” y para resistir la tentación de poner todos los huevos en la cesta de una sola disciplina, sea ésta historia del arte, crítica literaria, estudios de los medios, filosofía o antropología. Más que confiar en una teoría, método o “discurso” preexistente para explicar las imágenes, quería dejarlas hablar por sí mismas. Empezando por las “metaimágenes” o imágenes que reflejan en sí el proceso de la representación pictórica, quería estudiar las propias imágenes como formas de teorización. El objetivo, en resumen, era convertir en imagen la teoría, no importar una teoría de las imágenes de cualquier otro sitio.

No quiero sugerir, por supuesto, que Picture Theory era inocente de tener contactos con el rico archivo de la teoría contemporánea. La semiótica, la retórica, la poética, la estética, la antropología, el psicoanálisis, la crítica ética e ideológica y la historia del arte se tejieron (probablemente de manera demasiado promiscua) en una discusión sobre las relaciones de las imágenes con las teorías, los textos y los espectadores; sobre el papel de las imágenes en las prácticas literarias como la descripción y la narración; sobre la función de los textos en medios visuales como la pintura, la escultura y la fotografía; y sobre el peculiar poder de las imágenes sobre las personas, las cosas y las esferas públicas. Pero todo el tiempo pensaba que sabía qué estaba haciendo, concretamente, explicando qué son las imágenes, cómo significan, qué hacen, mientras resucitaba una antigua empresa interdisciplinar llamada iconología (el estudio general de las imágenes a través de los medios) y abría una nueva iniciativa llamada cultura visual (el estudio de la experiencia y la expresión visual del ser humano).

Signos vitales

Entonces llegó la primera revisión de Picture Theory. Los editores de The Village Voice fueron generalmente amables en sus valoraciones, pero tenían una queja. El libro tenía el título equivocado. Debería llamarse What do pictures want? Esta observación inmediatamente me pareció correcta y resolví escribir un ensayo con este título. El presente libro es una consecuencia de ese esfuerzo, recopilando mucha de mi producción crítica sobre teoría de la imagen desde 1994 hasta 2002, especialmente los artículos que exploran la vida de las imágenes. El objetivo aquí es observar la gran variedad de animación o vitalidad que se le atribuye a las imágenes: la agencia, la motivación, la autonomía, el aura, la fecundidad u otros síntomas que convierten a las imágenes en “signos vitales”, con los que no me refiero simplemente a los signos para las cosas vivas, sino a signos como cosas vivas. Si la pregunta “¿qué quieren las imágenes?” tiene algún tipo de sentido, debe ser porque asumimos que las imágenes son como formas de vida, impulsadas por el deseo y los apetitos[2]. La pregunta sobre cómo esta asunción queda expresada (y renegada) y lo que significa es la obsesión predominante de este libro.

Pero primero, la pregunta: ¿qué quieren las imágenes? ¿Por qué debería una pregunta tan aparentemente inútil, frívola o sin sentido exigir nuestra atención por un momento?[3] La respuesta corta que puedo ofrecer sólo se puede formular como otra pregunta: ¿por qué será que la gente tiene actitudes tan extrañas frente a las imágenes, los objetos y los medios? ¿Por qué se comportan como si las imágenes estuvieran vivas, como si las obras de arte tuvieran sus propias mentes, como si las imágenes tuvieran poder para influir en los seres humanos, demandándonos cosas, persuadiéndonos, seduciéndonos y llevándonos por el mal camino? Incluso más desconcertante: ¿por qué será que la mayoría de la gente que expresa estas actitudes y se empeña en este comportamiento, cuando les preguntamos, nos asegurarán que saben muy bien que las imágenes no están vivas, que las obras de arte no tienen sus propias mentes y que las imágenes son realmente tan poco poderosas que no pueden hacer nada sin la cooperación de sus espectadores? ¿Cómo es, en otras palabras, que la gente es capaz de mantener una “doble consciencia” en torno a las imágenes, figuras y representaciones en una gran variedad de medios, vacilando entre las creencias mágicas y las dudas escépticas, entre el animismo ingenuo y el materialismo terco, entre las actitudes místicas y críticas?[4]

El camino habitual para poner en orden este tipo de doble consciencia es atribuir una parte de ello (generalmente la parte ingenua, mágica y supersticiosa) a otro y afirmar la posición terca, crítica y escéptica como la propia. Hay bastantes candidatos para el “otro” que cree que las imágenes están vivas y quieren cosas: los primitivos, los niños, las masas, los analfabetos, los no críticos, los ilógicos, el “Otro”[5]. Los antropólogos han atribuido tradicionalmente estas creencias a la “mentalidad salvaje”, los historiadores del arte a la mentalidad premoderna o no occidental, los psicólogos a la mentalidad neurótica o infantil, los sociólogos a la mentalidad popular. Al mismo tiempo, cada antropólogo e historiador del arte que ha hecho esta atribución ha dudado sobre ella. Claude Lévi-Strauss deja claro que la mentalidad salvaje, lo que quiera que sea eso, tiene mucho que enseñarnos sobre la mentalidad moderna. Y los historiadores del arte como David Freedberg y Hans Belting, quienes han reflexionado sobre el carácter mágico de las imágenes “antes de la era del arte”, admiten alguna incertidumbre acerca de si estas creencias ingenuas están vivas y coleando en nuestra era moderna[6].

Dejadme poner mis cartas sobre la mesa desde el principio. Creo que las actitudes mágicas en torno a las imágenes son exactamente tan poderosas en el mundo moderno como lo fueron en los llamados años de la fe. También creo que los años de la fe fueron un poco más escépticos de lo que solemos creer. Mi argumento aquí es que la doble consciencia en torno a las imágenes es una profunda y perdurable característica de la reacción humana a la representación. No es algo que “superemos” cuando crecemos, nos convertimos en modernos o adquirimos consciencia crítica. Al mismo tiempo, no quiero sugerir que las actitudes en torno a las imágenes nunca cambian, o que no hay diferencias significativas entre culturas, o fases culturales o de desarrollo. Las expresiones específicas de esta paradójica doble consciencia de las imágenes son increíblemente variadas. Incluyen fenómenos tales como las creencias populares y sofisticadas sobre el arte, las reacciones a iconos religiosos por parte de creyentes verdaderos y las reflexiones de teólogos, el comportamiento de los niños (y de los padres) con las muñecas y juguetes, el sentimiento de las naciones y las poblaciones por los iconos culturales y políticos, las reacciones a los avances técnicos en los medios y la reproducción, y la circulación de estereotipos raciales arcaicos. También incluye la ineluctable tendencia del propio criticismo a plantearse como una práctica iconoclasta, como una labor de desmitificación y exposición pedagógica de imágenes falsas. La crítica como iconoclasia, desde mi punto de vista, es como mucho un síntoma del anverso de la vida de las imágenes, la fe ingenua en la vida interna de las obras de arte. Mi deseo aquí es explorar una tercera vía, sugerida por la estrategia de Nietzsche de “hacer sonar los ídolos” con el “diapasón” del lenguaje crítico o filosófico[7]. Éste será un modo de criticismo que no soñará con ir más allá de las imágenes, más allá de la representación, ni con destruir las imágenes falsas que nos atormentan, o incluso con producir una separación definitiva entre las imágenes verdaderas y falsas. Será una delicada práctica crítica que golpee a las imágenes con la fuerza justa para hacerlas resonar, pero no tanto como para destruirlas.

Roland Barthes expuso el problema muy bien cuando se dio cuenta de que “la opinión general […] tiene una vaga concepción de la imagen como un área de resistencia al significado –en nombre de una incuestionable idea mítica de la Vida la imagen es re-presentación, que es como decir básicamente resurrección”[8]–. Cuando Barthes escribió esto, él creía que la semiótica, la “ciencia de los signos”, podría conquistar la “resistencia al significado” de la imagen y desmitificar la “mítica idea de la Vida” que hace que la representación se parezca a un tipo de “resurrección”. Después, cuando reflexionó sobre el problema de la fotografía y se enfrentó a una instantánea de su propia madre en un jardín invernal, como si fuera el “centro” del “laberinto de fotografías” del mundo, empezó a titubear acerca de su creencia de que la crítica podría superar a la magia de la imagen: “Cuando me confronté con la Fotografía del Jardín Invernal me rendí ante la Imagen, ante el Repertorio de la Imagen”[9]. El punctum, o herida, que deja una fotografía siempre triunfa sobre su studium, el mensaje o contenido semiótico que revela. Uno de mis colegas historiadores del arte ofrece una demostración similar (y más simple): cuando los alumnos se burlan de la idea de la relación mágica entre una imagen y lo que representa, les pido que cojan una fotografía de su madre y que le saquen los ojos[10].

La observación más importante de Barthes es que la resistencia al significado de la imagen, su estatus mítico y vitalista, es una “vaga concepción”. El propósito total de este libro es hacer esta vaga concepción lo más clara posible, analizar los modos como las imágenes parecen cobrar vida y querer cosas. Digo esto como una cuestión de deseo más que de significado o poder, preguntando qué quieren las imágenes, más que qué significan o hacen las imágenes. La cuestión del significado ha sido ampliamente explorada –se podría decir que exhaustivamente– por la hermenéutica y la semiótica, con el resultado de que cada teórico de la imagen parece encontrar algún residuo o “plusvalía” que va más allá de la comunicación, la significación y la persuasión. El modelo del poder de las imágenes ha sido hábilmente explorado por otros estudiosos[11], pero me parece que apenas captura la paradójica doble consciencia tras la que ando. Necesitamos tener en cuenta no sólo el significado de las imágenes, sino también su silencio, su reticencia, su estado salvaje y su obstinación sin sentido[12]. Necesitamos explicar no sólo el poder de las imágenes, sino también su ausencia de poder, su impotencia, su abyección. Necesitamos, en otras palabras, agarrar los dos lados de la paradoja de la imagen: que está viva –pero también muerta–; que tiene poder –pero también es débil–; que tiene significado –pero también que carece de él–. La cuestión del deseo es idealmente apropiada para esta investigación porque incorpora desde el inicio una ambigüedad crucial. Preguntar “¿qué quieren las imágenes?” no es sólo atribuirles vida, poder y deseo, sino también plantear la pregunta sobre qué es de lo que carecen, qué no poseen, qué no se les puede atribuir. Decir, en otras palabras, que las imágenes “quieren” vida o poder no implica necesariamente que ellas tienen vida o poder, o ni siquiera que ellas tengan la capacidad para desearlos. Podría ser simplemente un reconocimiento de que carecen de algo de este tipo, de que está ausente o (como nosotros decimos) es “insuficiente”.

Sería erróneo, sin embargo, denegar que la cuestión sobre qué quieren las imágenes tiene insinuaciones de animismo, vitalismo y antropomorfismo, y que nos conduce a considerar casos en los que las imágenes se tratan como si fueran cosas con vida. El concepto de imagen-como-organismo es, por supuesto, “sólo” una metáfora, una analogía que debe tener algunos límites. David Freedberg se preocupó por que fuera “meramente” una convención literaria, un cliché o tropo, y a continuación expresó sus más profundas ansiedades sobre su propio uso despectivo de la palabra meramente[13]. La imagen viva es, desde mi punto de vista, tanto un tropo verbal como uno visual, una figura retórica, de visión, de diseño gráfico y de pensamiento. Es, en otras palabras, una secundaria y reflexiva imagen de imágenes, o lo que he denominado una “metaimagen”[14]. Las cuestiones relevantes, entonces, son: ¿cuáles son los límites de esta analogía? ¿Adónde nos lleva? ¿Qué motiva sus apariciones? ¿Qué queremos decir en primer lugar con “vida”[15] ? ¿Por qué el enlace entre imágenes y cosas vivas parece tan inevitable y necesario, al mismo tiempo que casi invariablemente despierta un tipo de incredulidad: “¿Realmente crees que las imágenes quieren cosas?”? Mi respuesta es no, no lo creo. Pero no podemos ignorar que los seres humanos (incluyéndome a mí) insisten en hablar y comportarse como si de hecho lo creyeran, y eso es lo que quiero decir con la “doble consciencia” que rodea a las imágenes.

 

[1]    En los siguientes capítulos aparecerán citas a obras específicas, pero se podrían remarcar algunas figuras y tendencias clave al principio. Las nociones de “sociedad del espectáculo” (Guy Debord) o “sociedad de la vigilancia” (Michael Foucault), y la regla de “simulación” (Jean Baudrillard) son momentos verdaderamente fundacionales, como lo es la emergencia de la “teoría de la mirada” en el feminismo (Joan Copjec, Laura Mulvey, Kaja Silverman, Anne Freedberg) y la extensión al campo visual de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt (Susan Buck-Morss, Miriam Hansen). Ahora hay demasiadas antologías sobre Cultura Visual, Estudios Visuales, la “hegemonía de la visión” y los “regímenes escópicos” como para enumerarlas. Entre las figuras más importantes en este área se encuentran Norman Bryson, James Elkins, Martin Jay, Stephen Melville y Nicholas Mirzoeff. Los historiadores del arte alemanes, como Gottfried Boehm, Horst Bredekamp y Hans Belting están explorando nociones como Bildwissenschaft, Bildanthropologie y el concepto de “giro icónico”. Esta lista ni siquiera toca el importante trabajo de los teóricos del cine (Tom Gunning, Miriam Hansen) y de los antropólogos (Michael Taussig, Lucien Taylor), o los nuevos trabajos en estética, ciencia cognitiva y teoría de los medios.

[2]    Me tropecé con la obra de Alfred Gell Art and Agency: An Anthropological Theory (Oxford: Clarendon Press, 1998) demasiado tarde como para contar plenamente con ella en este libro, pero algunos aspectos de su teoría son bastante compatibles con la mía. Si entiendo a Gell correctamente, está defendiendo que la “estética” no es un universal antropológico; lo que es universal, para Gell, es “una especie de teoría antropológica en la que las personas o ‘los agentes sociales’ son […] sustituidos por objetos de arte”(5). Podría estar de acuerdo, con la restricción de que las “vidas” de los objetos de arte inanimados pueden ser modeladas sobre las de los animales y otros seres vivos, no sólo sobre las de las personas.

[3]    Soy perfectamente consciente de que algunos críticos podrían considerar el mero entretenimiento en esta cuestión como un movimiento regresivo o incluso reaccionario. Victor Burgin, por ejemplo, considera el “centrarse en la vida interna de los objetos autónomos” como una de las “trampas” principales (junto con el formalismo) que aguardan “al teórico del arte sin ninguna comprensión de la semiología” (The End of Art Theory [Atlantic Highlands, Nueva Jersey: Humanities Press International, 1986], 1).

[4]    El eco del concepto de W. E. B. Dubois de “doble consciencia” no es accidental aquí. Véase The Souls of Black Folk (Chicago: A. C. McClurg, 1903).

[5]    Slavoj Žižek llama a este Otro “el sujeto que se supone que cree”, la contrapartida necesaria al “sujeto que se supone que sabe”. Véase The Plague of Fantasies (Nueva York: Verso, 1997), 106.

[6]    Véase David Freedberg, The Power of Images (Chicago: University of Chicago Press, 1989) y Hans Belting, Likeness and Presence (Chicago: University of Chicago Press, 1994). Para una discusión más detallada, véase el capítulo 3 del presente texto.

[7]    Friedrich Nietzsche, Twilight of the Idols (orig. pub. 1889; Londres: Penguin Books, 1990), 31-32.

[8]    Roland Barthes, “Rhetoric of the Image,” en Image/Music/Text, trad. Stephen Heath (Nueva York: Hill & Wang, 1977), 32.

[9]    Roland Barthes, Camera Lucida, trad. Richard Howard (Nueva York: Hill & Wang, 1981), 75.

[10]   Le debo este ejercicio pedagógico a Tom Cummins.

[11]   Muy notablemente David Freedberg. Véase la discusión más adelante y en el capítulo 3.

[12]   No he sido yo quien ha inventado el reconocimiento de este imperativo. Se podría empezar con las exploraciones de la semiótica de Roland Barthes y Julia Kristeva, con sus respectivos énfasis en el punctum, o herida, y el chora, conceptos que nos llevan más allá del umbral de la inteligibilidad, del discurso y de la comunicación hasta la vida del signo.

[13]   Freedberg, The Power of Images, 293. Freedberg se preocupa por que la noción de “imágenes vivas” pueda ser “meramente un cliché literario, meramente una metáfora convencional para la habilidad artística”. Aun así, reconoce que “la cuestión gira en torno a ‘meramente’”. La designación de la imagen viva como un cliché literario sólo pospone la cuestión de la imagen relegándola a otro medio (lenguaje) y a otra forma (narrativa verbal).

[14]   Véase “Metapictures;’ cap. 2 de W. J. T. Mitchell, Picture Theory (Chicago: University of Chicago Press, 1994).

[15]   Recomiendo aquí el ensayo de Michael Thompson, “The Representation of Life”, en Virtues and Reasons: Essays in Honor of Philippa Foot, Rosalind Hursthouse, Gavin Lawrence y Warren Quinn (eds.) (Oxford: Clarendon Press, 1995), 248-96, que argumenta que la vida es una categoría lógica que no admite ninguna definición empírica ni positiva. El estatus lógico de las formas de vida es lo que permite la aplicación de “predicados de vida” a cosas no vivas como las imágenes y viceversa, por lo que las cosas vivas, los organismos biológicos “propios”, son tratados como si fueran imágenes.

W.J.T. Mitchell

W. J. T. Mitchell es profesor (Gaylord Donnelley Distinguished Service Professor) en el departamento de Filología y Literatura Inglesa y en el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Chicago. Es también editor de la revista interdisciplinar Critical Inquiry, dedicada a la crítica teórica de las artes y las ciencias humanas. A lo largo de su dilatada trayectoria ha recibido numerosos premios y reconocimientos, entre los que destacan el Guggenheim Fellowship, el Morey Prize en Historia del Arte concedido por el College Art Association of America, y el prestigioso premio James Russell Lowell Prize de la Modern Language Association en 2005. Mitchell también fue nominado al premio Pulitzer y al National Book Award. Sus publicaciones han sido traducidas a diversos idiomas y son consideradas referencias ineludibles para el campo de los estudios de la imagen y de los medios. Entre ellas podemos destacar Iconology: Image, Text, Ideology (1986), Picture Theory (1994), The Last Dinosaur Book (1998) y más recientemente la obra Image Science. Iconology, Visual Culture, and Media Aesthetics (2015).

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.