La nueva traducción realizada por Roberto Castillo Sandoval de la novela corta de Melville (publicada en la chilena Hueders), donde libera al texto de la sombra que sobre él ha ejercido Borges a través de los años, torna nuevamente vigente este artículo de Antonio Jiménez Morato, publicado en una primera versión hace ya más de ocho años en la revista Quimera y que más tarde formó parte de una de sus recopilaciones de textos críticos, El sabor de la manzana (Germinal) en concreto.
Desde hace mucho tiempo, los críticos nos enseñaron a mirar con escepticismo las intenciones de los autores. Ignorarlas sería obviamente absurdo; pero, por cierto, el autor no es necesariamente el intérprete más adecuado de su propia obra.
Carlo Ginzburg
UNO. ¿Qué sabemos de Bartleby? Tras su muerte, el narrador descubre un único hecho sobre la vida del protagonista anterior a que éste entrase a trabajar en su empresa. Es lo único que, como lectores, llegaremos a saber de su vida previa a su existencia como personaje de una narración más allá de su nombre y de los hechos que aparecen en el texto de Melville. Antes de ser contratado en la escribanía del narrador, Bartleby trabajó en la sección de correos para las cartas nunca reclamadas (Dead letter office). Dicha institución era relativamente moderna en el momento en que Melville escribió su relato, ya que había sido fundada en el año 1825, por lo que apenas contaba con un cuarto de siglo de andadura en el momento en que se concibió el cuento. Hoy, pasados más de ciento cincuenta años desde que se publicase Bartleby, the Scrivener, se puede decir que, de alguna manera, esta narración sigue siendo una carta esperando a ser abierta. Parte de su mensaje ha sido, quién sabe si voluntariamente o no, ignorado u obviado. ¿Por qué?
DOS. ¿Qué importancia tiene el subtítulo de un libro? Cualquier lector podría afirmar que, sin duda alguna, debe tener mucha relevancia, porque se da por entendido que el autor desea entregar una información determinante a través de él. De no ser así no lo habría elegido e incluido en su libro. Y, sin embargo, en casi todas las ediciones de Bartleby, el escribiente que se han realizado en español se ha obviado el subtítulo que Melville quiso para su narración: A Story of Wall Street (Una historia de Wall Street). El que lo lleva acompañando desde su primera edición en el año 1853 dentro de la publicación Putnam Magazine. Melville nos entrega a través del título y subtítulo del libro tres datos relevantes: un nombre, un oficio y un lugar geográfico donde se desempeña dicha profesión.
Un espacio físico con un contexto preciso y una carga simbólica evidente. Ubicar una narración en la meca del capitalismo no es lo mismo que hacerlo en un pueblo perdido del Medio Oeste estadounidense y Melville, un astuto escritor a la hora de trabajar con los símbolos, como demuestra por extenso la que ha sido reconocida como su obra maestra: Moby Dick, publicada un par de años antes de Bartleby, sabía eso perfectamente. De hecho, la decisión de ubicar una narración suya en un entorno tan cercano a su vida diaria —en el momento es que escribe y publica el cuento residía en la mítica finca Arrowshead, ubicada en Pittsfield, Massachusetts—, frente al exotismo espacial de otros textos puede tener mucho que ver con la recepción de su recién publicada novela Pierre. Fitz-James O’Brien criticaba en la misma Putnam Magazine la elección de escenarios lejanos y la mirada anacrónica de Melville, reclamando una literatura más apegada al tiempo que le había tocado vivir. David Reynolds, en su libro Beneath the American Reinassance, analiza la influencia de los formatos populares en las muestras de «alta literatura» norteamericana del siglo xix. (Uso esa denominación por no traicionar el espíritu del libro de Reynolds, aunque no entiendo demasiado lo de «alta literatura».) Allí destaca la existencia de un hilo evidente entre el relato de Melville y un libro anterior, de George Foster, publicado en 1849 y llamado New York Slices. Reynolds resume la novela de Foster con estas palabras: «expone Wall Street como un entorno totalmente deshumanizado que transforma a la gente en marionetas y que envuelve la miseria de modo gentil». En dicha novela aparece, como en el relato de Melville, un joven pálido, (every office had one, dice Foster) que vive atemorizado por la posibilidad de perderlo todo sometido a los caprichos del sistema. También aparece la cárcel de la ciudad, The Tombs, y todo el entorno de la pobreza en la que viven los asalariados de la meca del capitalismo. Reynolds habla de las evidentes relaciones entre el texto de Foster y el de Melville, pero destaca la capacidad del autor de Moby Dick para ocultar bajo su pericia con los símbolos y el manejo del punto de vista el duro alegato del texto de Foster. No dice que diga lo contrario, sino que Melville fue más hábil para vestir un mismo mensaje.
TRES. Surge una pregunta casi inmediata: ¿Por qué las traducciones al español han obviado de modo sistemático el subtítulo del texto cuando es evidente la importancia del mismo? En el mundo anglosajón nunca se ha dejado de lado la información que aporta y, como puede apreciarse, la respuesta crítica desde el primer momento lo tuvo muy en cuenta. Quizás haya que buscar una respuesta en el hecho de que casi todas las ediciones y traducciones en el ámbito hispánico han seguido el ejemplo de la más exitosa: la de Jorge Luis Borges. El problema viene dado porque en esa traducción se obviaron algunas cosas más que el subtítulo. No conviene sospechar más allá de lo razonable, y existe la presunción de inocencia, pero hay investigadores que han llegado a cuantificar esas «pérdidas». La estadística, siempre tan peligrosa porque, sencillamente, maneja datos empíricos, no interpretaciones, viene esta vez a aportar luz al caso. Walter Carlos Costa hizo un recuento de esas pérdidas, extravíos, desapariciones: parece ser que el texto original de Melville tiene 14491 palabras, y que la traducción borgeana consta de 12541. Conviene recordar al lector malicioso que la flexión verbal del español permite ahorrarse muchos pronombres imprescindibles en la lengua inglesa. Pero hay que indicar, también, que estamos hablando de casi dos mil palabras menos. En concreto: 1880 para ser exactos, aproximadamente un trece por ciento del texto original. A primera vista podría pensarse que para tratarse sólo de pronombres parecen demasiados, ¿no?
Las prácticas como traductor de Borges fueron pormenorizadamente analizadas por Sergio Waisman. Si bien no se detiene en el caso de la traducción de Bartleby de modo detenido, a lo largo de su monografía analiza la revolucionaria concepción de la traducción que postula a lo largo de su obra el autor argentino. Por un lado destaca el hecho de que Borges cuestiona la idea del texto definitivo o ideal. El original no es, necesariamente, superior a la traducción que pueda surgir de él. En muchos casos, de hecho, el traductor tiene la oportunidad de mejorar el texto, lograr una pieza más acabada incluso que la original. Visto así, el original no es un texto que debe ser trasladado a la lengua de destino de modo respetuoso, sino apenas una fuente de la que beber para lograr un texto de mayor alcance. O incluso modificar sus intenciones siguiendo los objetivos del traductor. Esta idea trastoca de modo radical las jerarquías habitualmente establecidas entre original y traducción. No es casual que en Argentina en primer lugar, donde Borges se ha convertido en un pivote en torno al que gira la tradición literaria local —incluso cuando se le niega esa posición se está, de algún modo, reconociendo su importancia, ya que el que participa de ella no se siente obligado a negar a ningún otro escritor del panteón nacional—, pero también en todo el ámbito hispanohablante, donde hay una serie de libros que conforman un canon oblicuo que se suma a la autoría de Borges aunque él tan sólo aparezca como traductor de ellos. Libros que pasaron al español bajo su filtro como traductor y que fueron re-significados por él utilizando sus obsesiones particulares para integrarlos dentro de su obra. Quizás el ejemplo más paradigmático sea Las palmeras salvajes de William Faulkner. Cito la obra con el título de la traducción al español de modo intencionado. Waisman destaca el hecho de que, frente a la posición de prestigio que esta novela tiene dentro de la concepción de la obra faulkneriana de un lector en castellano, es una obra casi desapercibida para el asiduo lector de Faulkner en las versiones originales. Waisman viene a señalar, si bien no afirmar de modo explícito, que la traducción borgeana es mejor que el original. O, por verlo de otro modo, que Borges fue más hábil al trasladar de un idioma a otro el texto que los traductores de las otras novelas de Faulkner, incluso el propio Faulkner.
Por otro lado, el concepto de traducción que maneja Borges busca no sólo restablecer la relación de autoridad del autor frente al traductor, sino el mapa mismo de la cultura. Borges quiere ubicar a Argentina en el centro del mundo cultural de su tiempo, modificar las relaciones de poder establecidas dentro de la república del saber, que se establecen, siempre, desde el Norte hacia el Sur. Sarmiento inaugura con una cita mal atribuida y mal traducida su Facundo y, por extensión, funda la literatura argentina sobre un malentendido. Lo hace, también, escribiendo un texto que se sitúa en los márgenes genéricos, al no poder adscribirse de modo inequívoco al terreno de la ficción o de la historiografía. Ese modelo inestable y tornadizo le interesa especialmente a Borges, y no es casual que se sumerja en él con gozosa alegría. En 1935 publicó un texto donde alababa la capacidad de Burton de violentar el original de Las mil y una noches —dentro del tono de este texto es importante respetuosos con el título original árabe, que es Las mil noches y una noche (ألف ليلة وليلة)— con cambios, omisiones y transformaciones. Confiar en la fiabilidad de la traducción de alguien con esta mentalidad es, desde luego, aventurado. Por mucho Borges que sea, uno debe ser consciente de que no está leyendo a Melville, sino a su traductor.
De todos modos, la sombra de la mano borgeana no se limita a haber olvidado el subtítulo o a dejarse en el camino de una lengua a otra dos mil palabras. No, lo verdaderamente importante se centra en la traducción que hizo de lo que, atinadamente, Deleuze ha llamado la «fórmula» de Bartleby. El original de Melville dice I would prefer not to. La traducción de la fórmula por parte de Borges, solución que han seguido respetando otros traductores a lo largo de los años de modo plenamente servil, fue, como es de sobra conocido, Preferiría no hacerlo. No deja de ser curioso a ojos de todo lector que, habiéndose dejado tantas palabras del original sin traducir, en la que quizás sea la frase más determinante del texto, aquella mediante la que Bartleby expresa su rechazo a lo que el narrador le solicita, hasta terminar convirtiéndose en un emblema de su persona, Borges introdujera una palabra que no se encuentra en el original.
La traducción, además, ignora un hecho relevante: lo extraño de la expresión de Bartleby no sólo para el lector, sino incluso para el resto de los personajes. Como bien señaló el propio Borges en un prólogo a su traducción, Melville ajustaba su estilo a cada historia. La megalomanía de Ahab encuentra su vehículo en una lengua barroca, con ecos —repito: a ojos del propio Borges— de Shakespeare o Thomas de Quincey. En cambio, la historia de Bartleby se narra con un lenguaje seco y sencillo. Melville es muy cuidadoso a la hora de mostrar esa peculiar manera de expresarse del escribiente, ya que en todo momento señala las extrañas reacciones que ese lenguaje novedoso e infrecuente genera en el narrador y los compañeros del protagonista. Hay un pasaje, inclusive, en el que vemos tanto a Nippers y Turkey como al propio narrador ceder al uso de la fórmula. Han sido, pues, contagiados por el lenguaje novedoso y revolucionario, por la nueva retórica que impone Bartleby como correlato a su conducta. Y que ellos, por supuesto, rechazan de igual modo, porque atenta contra la idea establecida de cómo se deben expresar las cosas, siguiendo los modelos ya cerrados y sancionados por el poder. No hay que olvidar nunca que la literatura está compuesta de textos construidos con palabras, discursos, más allá de las ideas originales que puedan transmitir son, también, un producto de una sociedad y su retórica establecida.
Uno de los elementos novedosos de Bartleby es, justamente su discurso rupturista, que se planta frente al dominante plasmando la misma actitud de su enunciador, pero que no supone una negativa a la acción, como quiere leer Borges y por eso traduce de ese modo. Incluso resultando incómoda, por ser casi agramatical, la traducción honesta debería transitar por posibilidades como «preferiría que no», «mejor que no», «mejor no» o soluciones similares. Porque estarían más cercanas a la intención de Melville y a la función de la fórmula en el texto, tal y como han observado Deleuze y Zizek. Hay que tener en cuenta la aparición del condicional, ese would que modifica de manera radical el verbo principal, prefer, porque establece una negación del predicado. O sea, distorsiona el lenguaje —otra herramienta de dominación— para expresar su renuencia ante las órdenes del amo, del patrón. Bartleby no dice «No quiero hacerlo», sino que dice «Preferiría», que debe ser entendido al pie de la letra, esto es, de modo literal —en ese punto incide especialmente Deleuze, tirando del hilo de la mirada humorística que despliega sobre la realidad el texto—, y que podría ser traducido, quizás, por «querría». Eso establece una nueva línea de oposición, que no es frontal, sino que elige un nuevo marco de acción, fuera de la confrontación directa. Un lenguaje nuevo, que muestra realidades nuevas y ofrece nuevos espacios para del debate. Un discurso revolucionario que se filtra en los enunciados de los representantes del discurso hegemónico y que debe ser decodificado por parte del lector. Y eso pasa por una traducción consciente de esa dislocación de la lengua, que está descoyuntada para señalar un nuevo significado. Conviene recordar que analistas como Oliver han estudiado en este texto las huellas de Emerson, en particular del trascendentalismo —un pensamiento que hunde sus raíces en ciertos aspectos de los textos de Kant y que fusiona la mística cristiana con la cosmovisión hinduista—, que se dejó sentir también en Withman y en Thoreau —el Tratado sobre desobediencia civil se editó cuatro años antes de la publicación de Bartleby y Walden uno después—. Estableciendo unos lazos evidentes se puede comprender el contexto histórico y filosófico bajo el que Melville escribió su texto.
Por eso, ese «hacerlo» que introduce Borges resulta determinante, por cuanto que sitúa a Bartleby en la esfera del que se niega a la acción. Se produce, una vez más, esa manipulación del original mediante la traducción que ha estudiado Waisman. A Borges le interesa esa manipulación porque justifica la lectura que hace del libro. Copio: «Bartleby, que data de 1856, prefigura a Kafka. Su desconcertante protagonista es un hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción. (…) En realidad son dos los protagonistas; el obstinado Bartleby y el narrador que se resigna a su obstinación y acaba por encariñarse con él.»
Como se ve, la lectura de Borges es abiertamente manipuladora. Por un lado habla del protagonista como alguien que se niega a la acción, destacando que lo hace sin motivo alguno. Por otro lado menciona al narrador que «se resigna» a esa obstinación. ¿Por qué es manipuladora? Porque obvia un hecho fundamental y determinante: el narrador es el patrón de Bartleby. De hecho, en otro de los textos que escribió sobre el cuento de Melville, llega a afirmar que el patrón tiene el dadivoso gesto de abonarle tareas no realizadas. ¿Qué texto leyó Borges? Copio: «el cándido nihilismo de Bartleby contamina a sus compañeros y aún al estólido señor que refiere su historia y que le abona sus imaginarias tareas».
CUATRO. Pasar por encima del hecho de que el narrador de Bartleby es su patrón como si fuera algo irrelevante es síntoma de, en el mejor de los casos, una lectura superficial del texto, y en el peor, de una clara complicidad con el poder y el modo en que este se ejerce. Borges fue el más destacado, eso es claro, pero no el único, ya que muchos han sido los que, servilmente, han seguido su interpretación, cómplice de esa visión, porque obvia lo más irritante a los ojos de cualquier lector atento: el hecho de que el patrón retiene bajo su posesión, su mirada, la historia de Bartleby. No le deja expresarse por sí mismo, le excluye, por lo tanto, de la esfera de lo político ya que Bartleby no tiene voz, o al menos no la escuchamos más que como su recurrente fórmula, un eco popular que apenas traspasa los muros donde se refugia el poder: la voz narradora. Y, por el contrario, tenemos todos y cada uno de los juicios de valor que realiza el patrón, como narrador, de su empleado. Conocemos la historia a través de una parte interesada y, en cierta medida, enfrentada a la del protagonista.
Es sabido que el narrador son los ojos y oídos del lector, su medio de acceder a la historia. Y, lo que es más importante, alguien en quién, en principio, tendemos a confiar, pero del que también podemos sospechar. En el caso de Bartleby, The Scrivener el narrador es un hombre del que tan sólo sabemos que es de avanzada edad y que es el Secretario del Tribunal de Equidad de Nueva York. Un abogado que se encarga de asuntos que no requieren litigio alguno, una labor muy cercana a la de un Notario dentro del contexto español. De hecho, la narración comienza describiendo su negocio y a sus empleados. Dos copistas y un botones, a los que designa por sus apodos. Los copistas son Turkey (Pavo) y Nippers (Pinzas), y el botones Ginger Nut (Galleta de jengibre). Para el patrón no tienen derecho a tener nombre, o, cuanto menos, no cree que sea importante referirlos. Y, por si ese hecho no nos dejase ya claro el desprecio que siente hacia ellos, los retrata destacando el hecho de que soporta a los dos copistas porque se complementan de modo idóneo dentro de la rutina laboral. Turkey es algo borrachín, por eso rinde más en las mañanas y vaguea por las tardes, mientras que Nippers, del que le desagrada su ambición en el campo profesional, está de mal humor antes de las comidas y por las tardes está ya más relajado y es cuando mejor trabaja. O sea, que Melville explicita una valoración por parte del narrador que está restringida a la capacidad de producción de cada empleado, sin que haya ningún otro factor que sirva para caracterizarles. El autor acota, pues, el entorno de la historia: las relaciones laborales.
El aumento del volumen de trabajo es el que le lleva a poner un anuncio en el periódico al que responde Bartleby. Convencido de que su carácter tranquilo, dentro del marco semántico que ya se ha mencionado debe ser leído como «dócil», será beneficioso para su empresa, lo ubica junto a una ventana por la que apenas entra luz para que realice su labor de copista. Melville describe de modo detallado las condiciones de trabajo de Bartleby, sobre todo el hecho de que no cuente con la iluminación necesaria para trabajar en condiciones idóneas. Es más, a medida que avance la narración se explicitarán las consecuencias de ese entorno deficiente, ya que el copista sufrirá de problemas oculares, seguramente debido al trabajo realizado en esas condiciones poco favorables.
En los primeros momentos se produce un idilio laboral entre el narrador y su nuevo copista, que tan sólo comienza a resquebrajarse cuando el patrón le reclama para realizar una labor que no es en sí para la que ha contratado a Bartleby. Es el momento en que conocemos el primero de los I would prefer not to que dirá Bartleby a lo largo del relato.
Hay que pormenorizar los detalles del contexto en que aparece por primera vez la frase porque deben ser tenidos en cuenta. El narrador pide a Bartleby que realice una revisión de una de las copias con él, y el nuevo copista rehúsa a colaborar mediante la mencionada fórmula (I would prefer not to). El narrador no comprende esa actitud y reitera su petición, obteniendo la misma respuesta del empleado. Finalmente recurre a Nippers para realizar dicha comprobación. Es evidente que Bartleby no se niega a hacer su trabajo, que es el de copista, sino que rechaza una labor que, en principio, cree que no entra en sus funciones, la de revisar textos. La diferencia es sutil pero relevante. No se niega a la acción, como lee Borges —y tras él un reguero de loros— sino que se niega a hacer algo que vaya más allá del trabajo para el que ha sido contratado.
El segundo roce aparece ya cuando, además del patrón, están presentes sus compañeros copistas. Lo que en un principio podía ser entendido como un enfrentamiento personal se traslada de modo explícito a la esfera laboral. Bartleby rehúsa de nuevo hacer la revisión de unos textos junto a Turkey, Nippers y Ginger Nut. Conviene recalcar el hecho de que Melville, muy sutilmente, hace ver al lector atento que la labor de revisión no requiere de un copista, ya que el botones participa también en ella. El narrador se acerca al lugar de trabajo de Bartleby, junto a esa ventana sin luz, separado de su mesa por una mampara que le entrega privacidad y al mismo tiempo cercanía —al patrón, que no a Bartleby, que tiene todavía menos luz para realizar su labor de copista— y le pregunta por qué se niega: “Why do you refuse?”. A lo que Bartleby contesta ambiguamente, porque comienza a sospechar del conflicto que se está produciendo por su inflexibilidad laboral: I would prefer not to. ¿A qué contesta así, a la orden de participar en la revisión o a pregunta de por qué se niega a hacerlo? La traducción de Borges deshace esa ambigüedad, no así el original de Melville, que al fin y al cabo es lo importante. Una vez más, Borges desvía el sentido del texto al terreno que le interesa.
De hecho la escena continúa con el patrón esgrimiendo sus argumentos para que Bartleby realice una labor para la que en principio no está contratado y, ante la negativa del empleado a hablar, apela a que le conteste. Y una vez más escucha la fórmula I would prefer no to. Nuevamente hay que preguntarse si esa respuesta se refiere al primer requerimiento del patrón, a la primera cuestión o a esta última pregunta. Melville insiste de un modo reiterado en el hecho de que el trabajador no busca el enfrentamiento, seguramente porque es consciente de que nada va a ganar con ello más allá de su despido. El conflicto está planteado de un modo claro cuando el narrador-patrón no apela a razones laborales para clarificar la posición de Bartleby, sino que apela al sentido común y la costumbre. El patrón, por lo tanto, pretende lograr sus objetivos por métodos externos al marco del conflicto: las relaciones laborales. Algo, por otro lado, muy habitual dentro del enfoque capitalista (o «neo-con»), donde las leyes son respetadas cuando convienen y, cuando no, se apela a otros argumentos como nuevas fuentes de autoridad. El del sentido común —nada más subjetivo que el sentido común por otro lado, ya que hay tantos sentidos comunes como personas pueblan el planeta— suele ser la salida más habitual. De ese desajuste surge la mirada del narrador que considera a Bartleby un ser extraño.
Establecido el conflicto podemos ver cómo el narrador ejerce su poder. Primero pide su opinión, por supuesto interesada, a sus otros empleados, que ya han cedido ante esas prácticas en muchas ocasiones con anterioridad. Tanto Turkey como Nippers le dan la razón, como no podía ser de otro modo, al empleador, a quién les paga. Ginger Nut, el botones, que es el último en ser preguntado, da el veredicto fácil, lógico y común, pero también el que obvia el marco del enfrentamiento: Bartleby está chiflado. Ésa es la lectura de Borges, la del patrón, la de todo lector cómodo e ingenuo que no profundice en el texto. Aquel que ofrece otra interpretación de la realidad que no sea la del discurso hegemónico está loco. La locura, como demostró Foucault en El nacimiento de la clínica, se estigmatiza socialmente tras el triunfo de la razón en el siglo xviii. Desde entonces, tildar a alguien de loco es uno de los métodos más socorridos para desactivar sus ideas o sus posiciones. Y, de hecho, es la más habitual que se usa desde las posiciones neoliberales para desdeñar los argumentos que cuestionan su modo de interpretar la realidad: no está con nosotros porque no tiene sentido común, es un iluso, está loco. La realidad es este modo de entender los acontecimientos, cuando en realidad la realidad es una, y hay mucho modos de interpretarla.
Una vez que se ha descrito el escenario y el estadio del enfrentamiento, el patrón habla, por primera vez, de una resistencia pasiva. Bartleby se niega a colaborar porque lo que cree injusto. Tras meditar los pros y los contras, decide de nuevo, como hizo en su momento respecto a Turkey y Nippers, en base a cuestiones de productividad: le es útil pese a lo que él denomina «su excentricidad» y lo mantiene como empleado. Hay que detenerse para recalcar la visión estrictamente utilitarista del narrador-patrón, que no hace nada por comprender o ayudar a sus empleados, sino que los valora como productores sin darles más valor que el del dinero que puedan generar a su empresa. Y Bartleby es, como el narrador dice en el propio texto, el mejor copista del despacho.
Más adelante descubre y describe la miseria en la que vive y que le obliga a pernoctar en su lugar de trabajo. Y eso le conmueve, excita la compasión del «buen patrón». Pero, al mismo tiempo, esa melancolía se torna miedo y la pena en repulsión (did that same melancholy merge into fear, that pity into repulsion). Lo que sucede es que el patrón no puede llegar a su alma, así lo dice de modo explícito: and his soul I could not reach. Eso tan sólo puede ser ignorado por un lector ingenuo o, peor todavía, un lector malicioso prefiere ignorarlo. ¿Cómo podemos confiar en este narrador? A modo de ejemplo puede citarse a otro narrador incapaz de comprender al protagonista: el de El perseguidor, de Julio Cortázar que, en ningún momento, llega a comprender a Johnny Carter y, desde esa incapacidad y la fascinación por lo que no entiende, cuenta su historia, pero sin llegar jamás al alma de Johnny Carter. ¿Por qué las lecturas que se han hecho del cuento de Cortázar si han sabido reparar en ese matiz y no sucede así con el de Melville? La traducción desviada puede ser en sí una excusa más que probable. De hecho, parte del problema en el mundo hispanohablante es que jamás se ha hablado del Bartleby de Melville, sino del de Borges. Quizás este texto apenas busque rescatar el texto de Melville para que sea leído de nuevo sin el tamiz borgeano.
CINCO. Lo que sucede es que el narrador de Bartleby no es amigo de su empleado aunque a él, y a Borges parece gustarle pensar que sí es así. El narrador es el patrón y, en cierto modo, el antagonista que no tarda mucho en aparecer. Y eso sucede cuando Bartleby deja de copiar. El narrador nos habla de que sus ojos están apagados, como si el trabajo en condiciones inadecuadas le hubiera estragado la vista. Eso, en el lenguaje actual de las relaciones entre empleados y empleadores, se llama «baja laboral». Pero el patrón le despide, le dice que se vaya y que le da una pequeña indemnización. Una dádiva cuyo origen debe ser buscado en la «generosidad» del patrón. Se produce, por lo tanto, un incumplimiento de contrato, pero por parte del empleador, no del copista, como se ha querido ofrecer al lector en las interpretaciones que hemos conocido de modo mayoritario. Hasta ese momento el trabajador ha cumplido con su tarea y ha mostrado su poca o nula disposición a ceder al capricho del patrón. Pero éste, en tanto que ha continuado trabajando con eficacia, ha respetado el contrato que les unía aunque el trabajador no fuera permeable a sus deseos. Ahora no, ahora, pese a seguir siendo el mismo y mantener la misma actitud de siempre, ya no es bueno y por eso es despedido. Bartleby comienza entonces algo muy parecido a lo que, hoy, sería una huelga. Hay que tener en cuenta que la huelga sólo se desarrolla teóricamente tras la publicación de El manifiesto comunista (1848) y El capital, que ni siquiera existía cuando Melville escribe Bartleby, que se publicó, como ya se ha indicado, en 1853. El copista se queda en el lugar de trabajo sin hacer nada. Protesta con su presencia no productiva. Y aquí comienza una larga huida del narrador, que irá dejando de ocuparse de Bartleby como empleado, primero lo deja de reconocer como tal de modo unilateral, y luego pasa a considerarlo un mendigo o un loco, tal y como le había sugerido el recadero. Ya que el excéntrico personaje no abandona la oficina —salvando las distancias, por supuesto, se podría incluso entonar un análisis muy interesante sobre los puntos en común de la actitud de Bartleby y la doctrina de los movimientos de ocupación, no sólo de espacios privados sino también de lo público y de cuestiones como la desterritorialización o la reterritorialización— y, ante el aumento de los rumores en el mundillo judicial de la ciudad por la «tolerancia» del patrón hacia lo que todos consideran un caso incomprensible, vemos que el narrador trasladará la oficina y querrá quitarse así de encima toda responsabilidad respecto a su trabajador. Una responsabilidad que, de todos modos, retorna de vez en cuando ya que Bartleby, carente de recursos económicos tras su despido, permanece en el espacio físico que ocupó la oficina del narrador. Aún así el patrón mantiene la misma actitud para enfrentarse a su problema: primero pone tierra de por medio con el traslado de su oficina y más tarde sale del escenario con unas vacaciones en las que se ausenta de la ciudad. Vacaciones que, ni qué decir tiene, no pueden tomarse ninguno de sus empleados.
Cuando regresa, Bartleby ya ha sido puesto a buen recaudo en la cárcel, llamada «Las tumbas», por parte de las fuerzas dedicadas a mantener el orden exigido por el poder económico. Las decisiones las toman los que tienen dinero en nombre de toda la sociedad, en concreto el narrador por un lado y el propietario del inmueble donde tuvo su oficina mientras trabajó allí Bartleby por otro. Como repite una y otra vez Richard Stallman, la democracia no es otra cosa que la posibilidad de controlar el poder de los ricos para que no decidan por toda la sociedad. Y son los ricos los que determinan que Bartleby es un loco y, pese a no ser peligroso, debe ser recluido en prisión. Allí morirá, renunciando ya a comer o a cualquier tipo de lucha.
Será el propio narrador el que encuentre el cadáver y le cierre los ojos y, al hacerlo, citará el libro de Job. Una vez más, Melville demuestra hasta qué punto usa la simbología de un modo depuradísimo. La cita se refiere a los esclavos, habla de los que eran enterrados junto a los mandatarios a los que habían servido. El libro de Job ha sido leído por Toni Negri, con acierto a mi juicio, como un libro sobre el esclavo, que es reconocido tan sólo como cuerpo y herramienta de producción y jamás como conciencia porque sufre siempre de modo físico los embates de la existencia. Por ese motivo, es un texto de lectura revolucionaria evidente, ya que el esclavo es un mecanismo de producción, y como mecanismo nunca es tenido en cuenta para las decisiones, así es visto en una economía capitalista que requiere esclavos, aunque los llame asalariados, para poder engrasar su maquinaria. Job nos habla de la explotación. Y Bartleby pertenece a esa misma estirpe. Tan sólo un ingenuo puede pensar que la esclavitud hoy no existe, ya que se he perpetuado pero de manera encubierta. Basta con pensar en el hecho de que el patrón decide quién trabaja y quién no, y cuánto debe recibir por su labor. Si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta… Hasta el último momento Melville expone tensiones sociales en su narración.
SEIS. Temática, estilística y simbólicamente el texto de Melville reflexiona sobre las condiciones en las que se desempeña una labor profesional dentro del contexto capitalista en ciernes en el que él mismo vivió. Y, para cualquier lector medianamente atento, señala muchas de las injusticias y paradojas del sistema, sobre todo en lo que afecta a los trabajadores y las relaciones que ellos establecen entre ellos y con el sistema dominado por sus jerarcas: los propietarios de los medios de producción. Una vez más es, sí, el patrón quien nos cuenta la historia del trabajador, a ese respecto Melville nos cuenta la historia desde la perspectiva de siempre. Pero hay en la narración que vertebra suficientes agujeros que permiten perforar la presunta solidez de su discurso. Marcas, huellas, síntomas que deben ser interpretados por un lector atento para elaborar un diagnóstico. Y, como último aviso para navegantes y retorno de lo dicho al inicio, Melville cierra Bartleby contándonos que el protagonista, antes de trabajar con el narrador de la historia, desempeñó su labor en la sección de Cartas no reclamadas de correos. Este texto es una carta llena de símbolos que a día de hoy seguimos empeñados en no abrir o decodificar. Quizás sea ya hora de abrir el sobre y volver a leer, pero ahora de un modo más detenido, lo que guarda dentro.

Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor y crítico. Su último libro publicado en papel es La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016) y en digital la versión definitiva de su novela Lima y limón (La Moderna, Galisteo, 2017) . Entre otras cosas es el director de penúltiMa.
Perengano: todavía menos que fulano, mengano o zutano.
La imagen que ilustra el texto es una de las ilustraciones que Sebastián Ilabaca ha realizado para la edición de Bartleby, el escribano de Hueders.
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