Retomamos tras una breve pausa la sección Punta de lápiz, donde vamos poniendo en circulación columnas del excepcional ensayista Martín Cerda que eran prácticamente inencontrables y que en breve serán reunidas en un volumen recopilatorio que editará Marginalia editores, a cuya generosidad debemos la existencia de esta sección. Hoy un acercamiento al primer Lukács, uno de los críticos literarios más importantes e la Historia.
Los investigadores de la literatura chilena acostumbran englobar dentro del género “ensayo” a todo escrito en el que predomina la función conceptual, racionalizadora o, si se quiere, “ideológica”; a todo escrito, en suma, donde se “argumente”, dispute o razone. Un ejemplo pertinente de este enfoque lo constituye el libro El ensayo en Chile desde la Colonia hasta 1900, de Raúl Armando Inostroza, en el que se ofrece una vista panorámica de esa función desde los cronistas, historiadores y teólogos coloniales hasta los pensadores positivistas de las postrimerías del siglo XIX. Estimable como contribución a la llamada “Historia de las ideas”, esta obra resulta, en cambio, sustancialmente equívoca como historia de la forma ensayística en Chile.
Este equívoco no es, sin embargo, casual.
Desde que en 1910, el joven esteta Georg Lukács se propuso distinguir “formalmente” el ensayo de todos los demás escritos (obras sistemáticas, “disertaciones”, monografías, crónicas), que regular e insistentemente suelen asimilársele, ha pasado mucha tinta por las prensas de todos los países. Hasta hoy, sin embargo, la carta del joven Lukács a su amigo Leo Popper que sirve de prólogo a El alma y las formas, constituye un punto de referencia obligatorio para todo aquel que desee o intente abordar la estructura y la historia del ensayo moderno. Ese escrito esboza, en efecto, una poética del ensayo e impide, entre otros asuntos, confundirlo con los otros textos en los que, asimismo, se argumenta, disputa o razona.
El hecho de que regularmente el ensayo se configure a partir de la vivencia de una lectura, de la contemplación de una obra artística o del análisis de una forma de vida ha predispuesto, según Lukács, a pensar que fue escrito solamente pera explicar esos objetos o “temas”, descuidando u olvidando que, por debajo de esa ocupación visible, el verdadero ensayista siempre lleva a cabo un movimiento radical (y, a la vez, discreto) que Lukács llamó la “ironía” del ensayo. Esta ironía consiste en el arte de preguntar por las “cuestiones últimas” de la vida, simulando que sólo se trata de un comentario literario, de una “reflexión” estética o de un apunte impresionista.
Esto hace del ensayo, desde Montaigne a nuestros días, una constante interrogación enmascarada, cuya coherencia interna no reside en los temas que expone, sino en las preguntas que, a través de éstos, sugiere. Lo esencial en todo ensayo es, de este modo, esta “duplicidad” estructural, que le permite al ensayista adelantar o, más exactamente, “pre-cursar” sus problemas más urgentes y no resueltos, mediante una consideración de algo de antemano configurado, conocido y valorado (por ejemplo, un libro, Goethe o el arte griego). Son esos problemas los que, en rigor, permiten explicar el sistema explicito de “preferencias” de cada ensayista: preferir es, en efecto, escoger entre las opciones que nos propone e impone, a cada instante, la vida social. La “temática” de un ensayista está, pues, “arraigada” siempre en la dialéctica espontánea, dolorosa e incierta de su propia vida, hasta el punto, como ocurre con el temprano ensayo de Lukács sobre Kierkegaard, en que el objeto tratado está, por así decirlo, “fundido” en las más íntimas vivencias del autor.
Esta sumaria (e incompleta) descripción de la estructura doble del ensayo moderno permite proyectar o, por lo menos, imaginar una relectura de la producción ensayística chilena. Una relectura que sin desatender sus grandes líneas temáticas, busque en ellas, al contrario, los problemas subyacentes que son, en último término, los que han decidido cada una de sus variaciones, rupturas y “rotaciones”. Después de todo, los problemas que apremian al ensayista son siempre problemas concretos, vivientes e históricos, aun cuando esto simule estar hablando de “abstracciones”, ideales o utopías. En el revés de toda visión utópica reencontramos, en efecto, el perfil hiriente, problemático, de la sociedad real del utopista.
Estar en un problema es encontrarse inmediatamente apremiado por una radical dificultad y tener, a la vez, que resolverla con rigurosa urgencia. El verdadero ensayista no expone “problemas” previamente destilados, sino que, como un náufrago, bracea entre aquellos problemas que le impuso la vida. Por eso, justamente, endereza sus preguntas, como un náufrago adelanta sus brazos, con la esperanza (utópica) de alcanzar la “terra ferma” de un sistema, pero sin otra certeza que el incierto movimiento de cada una de sus preguntas.
Nota literaria publicado el 15 de abril de 1981 en el periódico de circulación nacional El Mercurio
Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón
exactamente un individuo,
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adelanto del nuevo libro de
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Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
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