La segunda novela de la escritora y artista  visual recibió variados premios que la consolidaron como uno de los referentes del recambio generacional de la literatura en catalán, pero el director de la revista, pese a apreciar las virtudes del libro, alberga serios reparos acerca del enfoque y tratamiento de los materiales llevado a cabo por la autora.

La trayectoria de reconocimientos que ha jalonado la segunda novela de Irene Solà desde su publicación deja poco espacio a la duda acerca de su importancia dentro del ecosistema literario catalán y su proyección tanto al resto del territorio español como hacia el extranjero. Tras obtener el premio Anagrama de novela en catalán, edición de 2019, fue reuniendo galardones entregados por la revista digital Núvol, la librería Cálamo, además del Premio de Literatura de la Unión Europea y el de narrativa catalana Maria Àngels Anglada. Sería capcioso negar la calidad de la propuesta literaria de Solà. La novela reúne una seria de técnicas narrativas, desde las más clásicas hasta algunas de aspecto más vanguardistas o interdisciplinar, y un cuidado estético (puede parecer paradójico que sea necesario celebrar la profesionalidad y cuidado de un creador a la hora de encarar su oficio, pero la realidad del día a día impone que sea necesario no solo subrayarlo, sino incluso reconocer ese mérito ante el deprimente panorama que exhiben las mesas de novedades de las librerías, los escenarios o incluso los recintos dedicados a las exposiciones artísticas) que justifican los aplausos y premios recibidos. Solà escribe bien, sabe por dónde circula, es meticulosa con su estilo y sabe vincular sus obsesiones con las del zeitgesit de la época. Y eso, que justifica la buena recepción y el eco que su libro ha recibido (mucho más discreto ha sido, por ejemplo, la atención recibida por de la traducción de su primera novela, publicada en castellano después del éxito de esta que nos ocupa), supone el principal peligro que debe salvar Solà en el futuro, ya que en buena medida es donde no ha salido vencedora en Canto jo i la muntanya balla.

No es la literatura catalana, precisamente, una que haya descuidado la representación, temática y simbólica, del mundo rural. Hay pocos autores que, frente a la explosión actual de textos de temática campesina o no urbana, eso que ha recibido la etiqueta de «neorural», sean tan fundamentales para entender lo que es la elección de escenarios agropecuarios con ambición y rigor como Francesc Serés, justificada referencia de la literatura catalana que, por desgracia, es menos conocido, y sobre todo leído, de lo que sería deseable. Estas raíces rurales de la literatura catalana deben buscarse en la propia construcción del nacionalismo catalán, que con un grueso trazo, aunque no por ello poco ajustado a los hechos históricos, podría describirse como realizado desde instancias burguesas, y por tanto urbanas, mediante la consolidación del mito de la cultura payesa como núcleo histórico y moral de la nación, cuyo arcadia sería la zona de Osona y Vic, cuna del poeta nacional Verdaguer (ampliamente citado y glosado en la novela de Solà) y sinécdoque por tanto del mito nacional. La novela de Solà, oriunda ella también de ese territorio, va más allá de esa relectura histórica al llegar a establecer unas raíces mitológicas enraizadas en seres fantásticos que ubica en esas montañas. Y, ojo, todo bien hasta ahí, la idea es no solo productiva, sino inteligente, y la novela se encamina por ese sendero con tino y acierto, logrando transmitir lo que más se ha aplaudido desde instancias críticas: la construcción de un arcadia ecológica desde un prisma contemporáneo donde pasado y futuro se funden.

Y sin embargo quien escribe estas líneas se sumergió ya con notables reticencias en la novela apenas inició su lectora. ¿Por qué? Porque el primer capítulo lo narra un rayo, un fenómeno meteorológico con un conocimiento pasmoso de los pliegues de la mente humana y de sus recursos expresivos, del mismo modo que a lo largo del texto iremos topándonos con osos ecologistas con un sorprendente olfato animalista-especista, o, incluso, llegamos a escuchar a una cadena montañosa, a la corteza terrestre, que acompaña la expresión de sus reflexiones y sentimientos con gráficos, como si se tratase de una presentación con power point incluido. No se trata solo de eso, sino de que, además, los poetas locales, que heredan un enfoque pastoril e idealizado del estro poético, se lanzan a la escritura, salto histórico, de la mano de referentes como William Carlos Williams. ¿Guiño culterano o descuido representativo? No sabemos a qué carta quedarnos. En cualquiera de las dos posibilidades es un gesto astuto. La intelectualidad aplaudirá la referencia, los menos instruidos aplaudirán la originalidad de esos versos al desconocer su origen, algunos aplaudirán la capacidad de fundir tradiciones, solo los menos, quisquillosos, se quedarán perplejos ante la incongruencia de ese poema, se preguntarán el por qué de ese capítulo, no terminarán de entender su inclusión más allá de un capricho autoral. Y ese será, por otro lado, motivo más que suficiente, porque para eso ha escrito el libro e incluye en él lo que quiere. Eso es innegociable. Otra cosa es el modo en que se reciban todos los ingredientes de la producción.

Aunque, sobre todo, lo más incómodo es que, como hizo el nacionalismo catalán, se trate de un uso de lo rural, de una representación urbanita de los clichés del campo. Así los habitantes de esas montañas son buenas gentes, nobles, donde las muertes ocurren por accidente, que vive alejada de la modernidad no solo en sus costumbres, sino incluso geográficamente (los campañas antitabaco no han llegado y fuman mucho, mucho, con lo malo que es), y la novela se permite incluso burlarse de los pixapins que van a pasar el día al campo y no entienden que un funeral paralice la vida en las aldeas, pero exhibe una y otra vez el enfoque de los ecologistas de asfalto que nada entienden de cómo es la vida en el medio rural, más enfocada a la exaltación de la naturaleza que al hecho de que la vida allí es una negociación con ella y a la ingesta de gintonics como si estuvieran en una coctelería de moda, y que la mirada ecológica seria no es la de la exaltación de la naturaleza, sino de los modos de habitarla y poblarla sin esquilmarla. Nada más alejado de un ecologista a la moda que un campesino, que vive en fricción constante con el mismo hábitat que le da de comer. De hecho el principal problema de la novela, en última instancia, es ese, que ignora lo que es la vida en el medio rural para abrazar una simplona exaltación de la naturaleza agreste, en la que cualquier asentamiento humano (los personajes no cultivan, no cosechan, no crían ganado, las actividades que se plasmas en la narración son las de la hostelería y el sector terciario con las que el visitante únicamente lidia).

Es por eso que, quizás por vivir como uno vive en un pueblo. Por eso de tener que presenciar el tránsito de tractores, la presencia de aperos de labranza en cada era, o saber lo que es tener a un mínimo de veinte minutos de coche cualquier comercio, uno transita por esta novela no como ante la representación de una realidad mítica o de un cuadro realista (a pesar de todos los disparates que he leído al respecto en múltiples textos e incluso en la contracubierta misma de la traducción al castellano), sino como una novela infantil-juvenil (no de otra manera puede asumirse los deslices de enfoque como los mencionados del rayo, los osos o la cordillera), donde se exalta el mundo real como escenario arcádico y, a la postre, se narra una historia que podía haber transcurrido igualmente en cualquier barrio metropolitano salvo por el aliño lírico pastoril.

Demasiado anclada en su época, transida de los clichés y prejuicios de nuestro presente, y por eso una herramienta más del expolio de la naturaleza y lo rural, la novela proporciona una lectura tan placentera como poco satisfactoria desde un punto de vista filosófico o ético. Y es algo que lamentamos, lamento, profundamente, porque está muy bien escrita y se ve que detrás de ella hay alguien muy inteligente.

 

Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor, crítico y traductor. Su libro más reciente es NOLA (Jekyill & Jill, España y Festina, Ciudad de México, 2021). Además ha publicado la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe, la novela Lima y limón, editada en cuatro países y en digital, y Mezclados y agitados, entre otros.